Por: Pablo Ignacio Chacón.
A diferencia de lo que ocurre cuando ves una película o escuchas música, ante un libro no es la obra si no tú el que decide la velocidad a la que irrumpe en tu cerebro. Puedes poner "pausa" las veces que quieras pero también "rebobinar", releer y re imaginar una escena que acabas de leer de una manera completamente distinta: Con otros colores, otras caras, otro sonido de fondo, otra temperatura, más o menos luz o hasta olores particulares. Y puedes hacer todo eso sin que el libro deje de ser el mismo que estabas leyendo hace sólo un momento. Incluso puedes darte el lujo de retirarlo de tu vista y quedarte mirando al frente (a la pared o a la nuca del pasajero que está en el asiento de adelante del bus) pensando en lo qué harías o sentirías tú si en vez de ser el anodino protagonista de tu propia y olvidable historia fueras uno de los personajes del cuento o la novela que estás leyendo. Y lo mejor de todo es que esa "pausa para volar" no será una interrupción real de tu lectura, sino parte esencial de ella. Es la forma que tiene un libro para colonizar el espacio que hay afuera de él e inundar -a veces sólo por un momento, a veces para el resto de tu vida- tu realidad.
No he leído todo lo que quisiera y, mucho menos, todo lo que debería haber leído, pero he tenido la suerte de experimentar esas sensaciones más de una vez gracias a textos memorables. Pero admito que me había pasado tanto en un solo libro, como me ha ocurrido con Guerra y Paz.
Hipérboles aparte, es seguro que eso se debe al momento en que leí esta novela pero, también, a que en ella ocurren tantas cosas, se dicen tantas frases ingeniosas y cohabitan tantos personajes complejos y creíbles que es inevitable sentirse desbordado. Todos los cánones la consideran y un montón de tratados la desmigajan. Y solo por eso es probable que una sola lectura sea insuficiente para ganarme el derecho de comentarla por escrito... Pero, la verdad, mientras leía y hacía esas "pausas" que mencionaba al principio, los dedos me picaban y no podía evitar tomar apuntes. Tengo que ponerlos en algún lado. Así que ahí van...
A diferencia de lo que ocurre cuando ves una película o escuchas música, ante un libro no es la obra si no tú el que decide la velocidad a la que irrumpe en tu cerebro. Puedes poner "pausa" las veces que quieras pero también "rebobinar", releer y re imaginar una escena que acabas de leer de una manera completamente distinta: Con otros colores, otras caras, otro sonido de fondo, otra temperatura, más o menos luz o hasta olores particulares. Y puedes hacer todo eso sin que el libro deje de ser el mismo que estabas leyendo hace sólo un momento. Incluso puedes darte el lujo de retirarlo de tu vista y quedarte mirando al frente (a la pared o a la nuca del pasajero que está en el asiento de adelante del bus) pensando en lo qué harías o sentirías tú si en vez de ser el anodino protagonista de tu propia y olvidable historia fueras uno de los personajes del cuento o la novela que estás leyendo. Y lo mejor de todo es que esa "pausa para volar" no será una interrupción real de tu lectura, sino parte esencial de ella. Es la forma que tiene un libro para colonizar el espacio que hay afuera de él e inundar -a veces sólo por un momento, a veces para el resto de tu vida- tu realidad.
No he leído todo lo que quisiera y, mucho menos, todo lo que debería haber leído, pero he tenido la suerte de experimentar esas sensaciones más de una vez gracias a textos memorables. Pero admito que me había pasado tanto en un solo libro, como me ha ocurrido con Guerra y Paz.
A propósito de uno de los puntos culminantes de la historia, el incendio de Moscú. |
Hipérboles aparte, es seguro que eso se debe al momento en que leí esta novela pero, también, a que en ella ocurren tantas cosas, se dicen tantas frases ingeniosas y cohabitan tantos personajes complejos y creíbles que es inevitable sentirse desbordado. Todos los cánones la consideran y un montón de tratados la desmigajan. Y solo por eso es probable que una sola lectura sea insuficiente para ganarme el derecho de comentarla por escrito... Pero, la verdad, mientras leía y hacía esas "pausas" que mencionaba al principio, los dedos me picaban y no podía evitar tomar apuntes. Tengo que ponerlos en algún lado. Así que ahí van...
EL CONTEXTO
Primero que nada, ubicarse. Los acontecimientos que se cuentan ocurren en un período preciso de la historia europea: las guerras napoleónicas. El punto de vista es el de los rusos, primero aliados y luego enemigos mortales de los franceses. Los escenarios, abundantes y variados, podrían agruparse en tres grupos: Por un lado están los grandes salones de la aristocracia en San Petersburgo y Moscú. Allí los nobles conspiran, traban alianzas familiares y levantan y hunden las reputaciones de sus iguales. Predomina el chisme, el cuchicheo, la declaración arrogante, la agudeza y, por supuesto, la puñalada por la espalda. Tolstoi sazona esa escenas con un recurso peculiar: El que todos esos personajes -rusos- usen la lengua francesa para comunicarse. Aunque era lo normal entre los rusos acomodados de esa época, el efecto literario de esa conducta es sugestivo, porque lo que más se discute en francés es la guerra contra los franceses.
—Pero, príncipe, ¿acaso podemos hacer la guerra contra los franceses?— dijo el conde Rastopchin. —¿Podemos ir contra nuestros maestros y dioses? Mire a nuestros jóvenes, a nuestras señoras (...) Vestidos franceses, ideas francesas, sentimientos franceses. Usted acaba de echar de su casa a Métivier porque es un francés y porque es un miserable; pues nuestras damas se arrastran detrás de él. (...) Cuando pienso en nuestra juventud, príncipe, me vienen ganas de sacar del museo el viejo garrote de Pedro el Grande y romperles las costillas, a la rusa. ¡Ésa sería la manera de curarles la enfermedad! (p.507)La versión que leí traduce a pie de página todos esos diálogos pero en la versión original rusa no existían tales traducciones.
El segundo tipo de escenario es el de los campos de batalla del este de Europa en donde los hasta entonces invencibles ejércitos de Bonaparte se enfrentan con los desordenados rusos y sus eventuales aliados germánicos. En esos capítulos predomina la descripción, no solo del espacio físico sino del estado de ánimo de los soldados mientras se baten o esperan la próxima lucha. Abruma la forma en que el autor convierte a las masas en un todo orgánico y coherente sin perder nunca de vista que está formada por individuos que piensan y sienten diferente. La descripción de las acciones nunca se pierde en nimiedades. Va al punto, es precisa y ordenada y permite que el lector imagine con facilidad todo lo que está ocurriendo al mismo tiempo que "escucha" los pensamientos de los personajes.
Y finalmente están los escenarios privados (mansiones en las ciudades y grandes casas de campo) donde aparecen los conflictos internos de cada una de las cuatro familias protagonistas. Ahí hay grito, llanto, carcajada y, aunque los rígidos modales se mantienen, se perciben las emociones humanas con mucha mayor crudeza.
UN PELOTÓN DE INOLVIDABLES
Todos estos escenarios están poblados por una multitud de criaturas endiabladamente entrañables. Son personajes dotados de tanta aristas que ninguno puede definirse con pocos adjetivos. Eso sí: Casi todos tienen una obsesión, un ideal, una causa. Y cuando no las tienen parecen desesperados por inventarse una. Están repletos de defectos encantadores y hasta los más simpáticos pueden resultar odiosos. Semejante riqueza de tonos y contrastes hacen que, a pesar de su densidad y extensión, la novela resulte entretenida, cualidad que, debo decirlo desde ya, no alcanza a sus apéndices.
Los personajes se agrupan en torno a cuatro apellidos.
Los Rostov
Es la familia más simpática. El conde (bonachón, despilfarrador y amante de las fiestas) y su esposa (sacrificada, amorosa y severa) encabezan el conjunto pero palidecen ante las almas vibrantes y rebeldes de tres de sus hijos, que son todo fuego y todo juego. Nikolai es el segundo (Vera, la mayor, es tan antipática que no la mencionaré). Es orgulloso, irascible, patológicamente competitivo. No tiene inconveniente en jugarse estúpidamente la vida y la fortuna a cambio de un poco de reconocimiento. Pero no es que sea tonto: Es picón. Cuando ingresa a la vida militar se convierte, al mismo tiempo, en el orgullo y en la ruina de su familia, cuyo afecto reemplaza por el que siente por su regimiento. Es en medio de la tropa donde encuentra su lugar y donde siente que puede alcanzar lo que parece ser su único anhelo: La gloria.
Y Rostov se levantó y anduvo de una hoguera a otra, soñando con la felicidad de morir, no para salvar la vida del Emperador (no se atrevía a soñar con ello), sino simplemente para morir ante sus ojos. (p. 229)
Nikolai Rostov herido tras su bautizo de fuego en la Batalla de Schöngrabern. Ilustración de D. Shmarinov para una edición rusa de Guerra y Paz. Tomada de http://proznanie.ru/ |
Su hermana Natasha está a otro nivel. El lector asiste a su evolución desde que es una chiquilla irreverente y despreocupada hasta que se convierte en la más asediada joven casadera. Tiene la capacidad de hechizar a todos: A veces lo logra por su alegría excesiva, otras por su prodigiosa voz, otras por su encanto físico y las más de las veces por su capacidad de "conectar" con cualquiera. Nadie es capaz de sospechar que sus pasiones la pueden convertir en un verdadero demonio. A medida que aparecen sus defectos se convierte en uno de los personajes dominantes de la novela. Y aunque en un momento es así...:
¿Cómo puede haber alguien descontento? —pensó Natasha—. (...) A sus ojos, todos cuantos estaban presentes en el baile eran buenos, agradables, encantadores; se amaban los unos a los otros. Nadie podía ofender a nadie y, por tanto, todos debían ser felices. (Página 429)
Una especie de vigía interior le prohibía toda manifestación de alegría; tampoco sentía ya atracción por lo que tanto le gustaba antes, en sus años de despreocupación y esperanza (…) ¡Cuánto daría por volver a aquella época, siquiera fuese sólo por un día! Pero esa vida había terminado para siempre. No la engañó entonces el presentimiento de que aquella sensación de libertad, cuando todas las alegrías eran posibles, no volvería más. Y, sin embargo, era necesario seguir viviendo. La consolaba pensar que no era mejor que los demás —como antes había imaginado—, sino peor, mucho peor de cuantos existían. Pero no le bastaba; lo sabía y no dejaba de preguntarse: “¿Qué más? ¿Y después?”. Y después no había nada. (Página 608)
El benjamín de la familia, Petia, al que conocemos como un niño juguetón y abandonamos como un soldado vehemente, es un hueso duro de roer, muy testarudo. Aunque no tiene el peso dramático de sus hermanos, protagoniza momentos especialmente intensos de la obra. Uno de ellos ocurre cuando se escapa de su casa para conocer al zar, que ha llegado a Moscú a darle ánimos al pueblo.
Precisamente su condición de niño le garantizaba éxito, pues esperaba ser presentado al Emperador (creía, por cierto, que todos se asombrarían de su extrema juventud); pero al mismo tiempo, en la manera de ponerse el cuello, en el peinado y en sus maneras graves y moderadas, trataba de parecer mayor. Conforme avanzaba por la calle, más se entretenía contemplando a la gente que iba hacia el Kremlin y olvidaba la gravedad y moderación propias de los adultos. Cuando estuvo cerca del Kremlin tuvo que preocuparse de no ser arrollado por la muchedumbre; con resolución y aire amenazador sacó los codos. Al llegar a la puerta de la Trinidad, la multitud, que ignoraba al parecer sus intenciones patrióticas, lo empujó de tal manera contra el muro que a pesar de toda su decisión tuvo que detenerse mientras los coches pasaban ruidosamente por debajo del arco. Junto a Petia había una mujer de pueblo con un lacayo, dos mercaderes y un soldado retirado. Al cabo de un rato de estar parado en la puerta, Petia quiso adelantarse a todos, sin esperar a que pasaran los coches, y de nuevo se abrió paso a codazos. Pero la mujer (la primera que recibió los golpes del muchacho) se volvió furiosa:—¿Por qué empujas? ¿No ves que todos esperan? ¿A qué viene empujar?—¡Todos podrían intentarlo!— dijo el lacayo, que también puso en acción los codos y empujó a Petia hacia el rincón maloliente de la puerta. Petia se pasó las manos por el rostro sudoroso y se arregló el cuello, empapado, que tan bien se había puesto imitando a los mayores. Se dio cuenta de que su aspecto ya no era presentable y que, al verlo así, no lo dejarían pasar ante el Emperador. (p. 621)
Sonia, sobrina del conde, es como una hija más de éste aunque no goza del mismo afecto de su tía. Tiene que tiene que soportar el peso de amar a quien no debe amar mientras ve que a los demás todo les está permitido. Su otro problema es que, al ser una "adoptada" que "debe" agradecer el afecto y comodidades de su nueva familia, siente que no tiene derecho de exigirle a la vida más de lo que ya le dio. Por eso, cuando algo la deslumbra, la esperanza de que eso sea para ella, le dura poco.
Hay alrededor de los Rostov otros personajes que son asiduos a sus reuniones. El más sobresaliente es Anna Mijailnova Dubrestkaia, una mujer a la que nada le asusta y que anda por los salones de la nobleza pidiendo dinero y favores con argumentos tan persuasivos que nunca regresa con las manos vacías. No lo hace por ella sino por el futuro de su hijo, el voluble y ambicioso Boris Dubrestskoi, amigo de Nikolai, con quien marcha a la guerra. Fuertemente influido por su madre, está obsesionado con hacer tanto dinero como pueda ensuciando lo menos posible su uniforme militar.
Los Kuraguin
Una de las primeras "víctimas" de la Dubretskaia es Vasili Kuraguin, un cortesano de elevadísimos contactos, hábil intrigante, cuyos negocios han empeorado y sólo pueden mejorar si logra casar bien a sus hijos.
El príncipe Vasili Kuraguin escucha, muy serio, las impertinencias de la señora Dubretskaia. Ilustración de Bashilov Mikhail Sergeyevich (1821-1870) tomada de http://tolstoy.ru/ |
Pero Vasili, más que un respetable patriarca, parece el cabecilla de una banda de delincuentes. Sus retoños, hermosos y malditos, son tres: Elena, es una de las mujeres más bellas de Rusia, condición de la que abusa para sus propios fines. Es calculadora, hipócrita, ambiciosa y hedonista. Anatole, el más notable del trío, es tan guapo como perverso. Pero tiene un rasgo aún más fascinante: Nunca es consciente de la gravedad de sus fechorías ni las considera tales.
... estaba convencido de que no se podía vivir de manera diferente de como él vivía, y de que nunca en su vida había hecho algo malo. Era incapaz de pensar en lo que otros pudieran decir de sus actos ni en las consecuencias que esos actos pudieran acarrear a los demás. Estaba convencido de que así como el pato, por su naturaleza, tiene que vivir en el agua, él había sido creado por Dios de tal manera que necesitaba treinta mil rublos cada año y la más brillante posición en la sociedad. Y estaba tan persuadido de ello que los demás, viéndolo, se convencían de que así era y no le negaban ni el derecho al puesto preeminente ni el dinero, que pedía prestado a diestro y siniestro, sin pensar, desde luego, en restituirlo. (p.526)
A su lado Hipólito, lenguaraz y grosero, luce menos temible,
Los Bolkonski
Pero la verdadera familia "rara" de Guerra y Paz es la de los Bolkonski. Pienso que sus miembros enriquecerían a los psiquiatras y a los exorcistas si éstos existieran en el mundo de Tolstói. El viejo príncipe Nikolai Andreiévich, la cabeza de la familia, es un ogro. En el pasado gozó de poder y prestigio pero en el tiempo de la novela rumia su decadencia en su casa de campo de Lisie-Gori, culpando de su caída en desgracia a los "tontos" que ahora aconsejan al emperador de Rusia. Discutir con él es una batalla perdida. Es hábil con los argumentos crueles y goza humillando a los demás. Es intolerante, prejuicioso, manipulador e inflexible. Está convencido de que no hay persona en el planeta que tenga razón aparte de él mismo. Sin embargo, como lector, más que odiarlo, lo compadezco. Está lleno de manías de viejo y ama a sus hijos, a su peculiar manera. He buscado una excusa para él y creo haberla encontrado: Vive asustado de su propia vejez y si parece empeñado en humillar a lo demás es sólo para reivindicar su vigencia en un mundo que ya no lo necesita.
El viejo príncipe Bolkonski jugando con su torno y su hija María. Dibujo de Aleksandr Petrovich (1888-1944) para una edición de Guerra y Paz. |
más de una vez estuvo a punto de abandonarlo todo y huir de su casa. Se imaginaba a sí misma con Fedósiushka andando por caminos polvorientos con un tosco sayal, su cayado y su saco, recorriendo sin descanso santuario tras santuario, libre de toda envidia, sin amor humano, sin deseos, para llegar hasta el final, allí donde no hay tristezas ni gemidos, sino alegrías y placeres eternos. “Llegaré a un lugar y rezaré; antes de acostumbrarme y tomarle apego, seguiré andando hasta que mis piernas desfallezcan; me tumbaré entonces y moriré en algún lugar; llegaré así al apacible y eterno puerto donde no existen penas ni suspiros…”, pensaba la princesa María. Pero luego, al ver a su padre y sobre todo al pequeño Nikolái, sus decisiones flaqueaban. Y lloraba en secreto, pues se creía pecadora: amaba a su padre y a su sobrino más que a Dios. (página 452)
Su hermano Andrei Bolkonski, finalmente, es mi personaje favorito de la novela. Es duro, frío y es un padre indiferente y peor esposo (su mujer Lise, a quien no ama, sufre muchísimo por su indiferencia). Pero detrás de esos defectos hay un corazón de oro. Su tragedia es que no sabe qué hacer con él. Harto de la hipocresía de los salones y los fastos de la corte, encuentra un camino en la vida militar. Protagoniza muchos momentos memorables desde su estatus de Ayuda de Campo. A pesar de que sus prerrogativas se lo permitirían, nunca se esconde -como el resto de generales- en las colinas para observar de lejos las batallas, sino que se mete en medio de ellas, para que le salpique la sangre y lo tizne la pólvora. Durante la novela lo vemos convertirse en veterano de refriegas y un asiduo a los hospitales militares. A su manera, es también un personaje providencial. Tolstoi lo coloca en la primera línea de las batallas decisivas de la Guerra. Él está junto a los asediados cañones de Schöngrabern, carga con sus propias manos la bandera imperial en Austerlitz y soporta la metralla francesa en Borodinó.
El gran momento de Andrei en la Batalla de Austerlitz. Obra de Andrey Nikolaev (1922-2013). Tomada de http://tolstoy.ru/ |
No se adhiere a ningún partido ni causa. Desprecia el arribismo, el lujo y las conveniencias políticas y por eso le resulta muy difícil hacer algún amigo entre los de su clase (salvo Pierre). Melancólico, resignado, pesimista, no espera la felicidad y se entrega completamente a su deber, no necesariamente por convicción sino porque no tiene alternativa. Llama a la muerte constantemente y, aunque le teme, siempre parece listo para ella. Sólo deja de lado su severidad cuando el amor aparece en su camino y lo hace sentir aún más pequeño. Pero está lejos de parecerse al héroe que verdaderamente es. Casi nadie se entera de sus méritos y no goza del reconocimiento que merece. Y, aunque siempre está rodeado de gente que lo aprecia, vive sumido en la más completa soledad.
Los Bezujov
Finalmente están los Bezujov. Del primer conde hay poco que decir (salvo que es muy rico) y así mismo de sus desconfiadas sobrinas . Los eclipsa Pierre, figura clave de la novela (junto con Natasha y Andrei) y el personaje al que Tolstói le dedica más capítulos. Es un hombre corpulento, ingenuo y torpe. Confieso que durante la primera parte de la obra me cayó muy mal. No parece darse cuenta que es el tipo más afortunado del mundo. No sólo por todo el dinero que hereda sino porque su condición de hijo bastardo, su orfandad y su misma fortuna lo liberan de las ligaduras que la tradición y las convenciones sociales amarran al resto de personajes de la novela y los hacen infelices. Pero no aprovecha esa ventaja. Su principal problema es su falta de norte y de voluntad. Nunca está conforme con nada. Coquetea con la política, la masonería, la vida militar, los negocios o la administración de sus fincas y se ve envuelto en incidentes que lo colocan una y otra vez al borde del desastre. No se encuentra cómodo en ningún lugar y hace el ridículo en todos los roles que desempeña. Pero en esa búsqueda constante revela, una y otra vez, su alma generosa y valiente. Al fin, cuando sobreviene el apocalipsis de su mundo con la caída de Moscú, su errático recorrido vital adquiere sentido. Es en medio de las ruinas de su patria, donde Pierre brilla. Tolstoi reserva para él algunas de sus mejores ideas:
Comprendió que hay un límite a los sufrimientos y un límite a la libertad, y que esos límites están muy próximos; que el hombre que sufre, porque en su lecho de rosas se ha doblado un pétalo, sufre lo mismo que él cuando duerme sobre la tierra desnuda y húmeda, sintiendo frío en un costado y calor en el otro. Aprendió que cuando se ponía los ceñidos zapatos de baile sufría lo mismo que ahora, descalzo (hacía tiempo que su calzado se había roto) y con los pies llenos de ampollas. Y aprendió, por último, que cuando creyó que se casaba por su propia voluntad con su esposa no era más libre que ahora, cuando lo encerraban por las noches en una cuadra. (Página 986)
Pierre, apresado durante el incendio de Moscú. Ilustración de D. Shmarinov para una edición rusa de Guerra y Paz. imagen tomada de prozmanie.ru |
Todos los demás
Hay muchos otros personajes importantes, por supuesto y están todos tan bien hechos que hasta aquellos que sólo aparecen eventualmente resultan inolvidables: Pienso en esa maestra de las relaciones públicas que es Anna Pavlovna Scherer, que no tiene dificultad alguna para convencerte de que no es en los cuarteles o palacios donde se decide la suerte de Europa si no en las fiestas que ella organiza en su casa. O en el infame Dolojov, que domina todas lo que hay de arte en el vicio. O en esa alma generosa que es Denísov, el capitán que yo escogería como líder si hubiera tenido la mala suerte de ir a una de esas guerras. O el diplomático Bilibin, con su arsenal de frases hechas que prepara trabajosamente para soltarlas luego, como si fueran improvisaciones geniales, en las reuniones.
Pero incluso los personajes que sólo aparecen en unas pocas páginas demuestran la aplastante facilidad de Tolstoi para crear seres creíbles y conmovedores. Ahí está, por ejemplo, el irreductible artillero Tushin, prototipo del "héroe anónimo", porque es capaz de decidir, él solo y sin que nadie se entere, el curso de una batalla. O el dubitativo administrador Alpatich que, como todos los rusos, cree imposible que la guerra llegue a su país y sólo se convence de lo contrario cuando los cañones franceses destrozan ante sus ojos la ciudad de Smolensk. O esa rareza (un verdadero extraterrestre) que es el inmenso Platón Karataiev, hombre pobre e ignorante que desde su posición en el mundo, en el peor rincón de una barraca apestosa atestada de prisioneros de guerra, es capaz de dar lecciones de sabiduría y humanidad a los que han perdido toda esperanza.
Por si todo esto fuera poco hay otros personajes que viven también en los libros de historia y a los que Tolstoi otorga voz y voto en su universo particular. Empezando por Napoleón, a quien le dedica frases deliciosas y críticas durísimas y cuya sombra domina toda la novela. O su contraparte, Alejandro I de Rusia, un monarca ingenuo y arrogante que no merece la veneración fanática que le profesa su pueblo. O la sangre fría del inescrutable Piotr Bagration al frente de las tropas rusas en la batalla de Schöngrabern. Pero destaca, sobre todos, el retrato que hace el autor de Mijaíl Iriánovich Kutúzov ese general gordo, viejo, y tuerto que está rodeado de hipócritas y enemigos en sus propias filas. Con su parsimonia, su sangre fría y su desobediencia al emperador, es capaz de ganar la guerra a golpe de perder todas sus batallas. Su estrategia es impopular y, para la mayoría, inconcebible.
Conquistar una fortaleza no es difícil: lo difícil es ganar la campaña, y para eso no es preciso ni asaltar ni atacar, lo único que se necesita es paciencia y tiempo. Kámenski envió a los soldados contra Ruschuk; y yo, sólo con tiempo y paciencia, he conquistado más fortalezas que él y he obligado a los turcos a comer carne de caballo. — Sacudió la cabeza. —Y créeme, a los franceses les ocurrirá lo mismo— dijo Kutúzov animándose y golpeándose el pecho. (p. 689)
TOLSTÓI, EL RETRATISTA
Me
impresionó también la manera en que el autor describe el lenguaje
gestual de los personajes cuando éstos conversan. Si en las novelas de
Stendhal el monólogo interior se intercalaba con los diálogos doblando
su profundidad, en Tolstoi, sin prescindir completamente del monólogo
interior, son los gestos de los personajes los que densifican y revelan
lo que realmente piensan y sienten. Copio a continuación una muestra de
ese recurso. Es el diálogo que sostienen Andrei Bolkonski y su padre
cuando el primero está a punto de partir para la guerra. Como sus
deberes militares le impedirán ver el nacimiento de su hijo, Andrei le
pide a su padre que se encargue del futuro nieto.
La conversación citada entre los Bolkonski. Ilustración de D. Shmarinov. Imagen tomada de http://proznanie.ru/ |
Cuando el príncipe Andréi entró en el despacho de su padre, el anciano príncipe estaba sentado delante del escritorio en su bata blanca, con la cual no recibía a nadie excepto a su hijo, y tenía puestos los lentes. Escribía en su mesa. Volvió la cabeza:
—¿Te vas?— y siguió escribiendo.
—Vengo para despedirme.
—Bésame aquí— dijo el anciano, indicándole una mejilla. —¡Gracias, gracias!
—¿Por qué me da las gracias?
—Porque no pierdes el tiempo, porque no te pegas a la falda de la mujer; porque pones el servicio ante todo. Gracias, gracias— y siguió escribiendo con movimientos tan nerviosos que de la pluma saltaban salpicaduras. —Si tienes algo que decirme, habla: puedo atenderte y escribir a un tiempo— agregó.
—Es sobre mi esposa… Siento dejarle esta carga…
—Déjate de tonterías. Vamos, dime lo que necesitas.
—Cuando llegue el momento de dar a luz, haga venir de Moscú a un médico, para que la asista…
El viejo príncipe se detuvo y miró severamente a su hijo como si no entendiese.
—Sé que nadie podrá ayudarla si la naturaleza no lo hace— dijo el príncipe Andréi, confuso al parecer. —Estoy de acuerdo en que de un millón de casos no se da más que uno desgraciado, pero ése es su deseo y también el mío. Le han contado tantas cosas… ha tenido sueños y le da miedo.
—¡Hum!…, ¡hum!…— murmuró el padre, sin dejar de escribir. —Lo haré así.
Firmó la carta; después se volvió rápidamente hacia su hijo y se echó a reír:
—¿Marchan mal las cosas, eh?
—¿A qué se refiere, padre?
—¡A tu mujer!— sentenció breve y enérgicamente el viejo príncipe.
—No lo comprendo— dijo Andréi.
—No tiene remedio, hijo, son todas iguales, no puede uno descasarse. Pero no temas; a nadie diré nada. Y tú… tú ya lo sabes.
Tomó en su pequeña y huesuda mano la del hijo, la sacudió, mirándolo fijamente a los ojos con una mirada que parecía traspasarlo, y de nuevo se echó a reír con su risa fría.
El hijo suspiró, admitiendo así que el padre lo había comprendido. El viejo, sin dejar de escribir y doblar las cartas, tan pronto tomaba el lacre con su habitual rapidez como lo dejaba, igual que el sello y el papel.
—¡Qué hacer! ¡Es muy bella! Lo haré todo, no te preocupes— decía con voz entrecortada sin interrumpir lo que hacía. Andréi guardó silencio. Le placía y le disgustaba al mismo tiempo sentirse comprendido por el padre.
El viejo se levantó y entregó una carta a su hijo.
—Escucha— le dijo: —no te preocupes por tu mujer: se hará cuanto sea posible por ella. Ahora, mira: esta carta es para Mijaíl Ilariónovich. Le pido que te dé un buen puesto y no te retenga durante mucho tiempo como ayudante de campo: es mal destino. Dile que me acuerdo de él y lo quiero. Escríbeme cómo te acoge: si te recibe bien, sigue a su servicio. El hijo de Nikolái Andréievich Bolkonski no puede servir a nadie por caridad. Ahora ven aquí.
Hablaba con tal rapidez que no terminaba la mitad de las palabras; pero el hijo ya estaba habituado y lo comprendía. Lo llevó hasta el escritorio, abrió la tapa y sacó un cuaderno escrito con su letra apretada y puntiaguda.
—Lo natural es que yo muera antes que tú; pues bien, aquí están mis memorias, cuando yo muera hay que enviarlas al Emperador. Aquí hay un billete del Monte de Piedad y una carta: es un premio para quien escriba la historia de las guerras de Suvórov; lo envías a la Academia. Y éstos son mis apuntes; léelos cuando yo haya muerto; encontrarás cosas útiles.
Andréi no dijo a su padre que, seguramente, viviría aún largos años. Comprendía que no era preciso.
—Lo haré todo, padre— dijo.
—Bien. Entonces, adiós— le dio la mano a besar y lo abrazó. —Acuérdate, príncipe Andréi, que si te matan será muy doloroso para mí que ya soy viejo…— hizo una pausa y siguió con voz aguda; —pero si supiera que no te habías portado como corresponde al dijo de Nikolái Bolkonski, sentiré… vergüenza — terminó casi chillando.
—Podía no haber dicho eso, padre— sonrió Andréi.
El anciano calló.
—Quería pedirle otra cosa, padre; si me matasen y tuviese un hijo, que se quede con usted, como le dije ayer; que se eduque a su lado… por favor.
—¿Que no lo entregue a tu mujer?— rió el anciano.
Estaban uno frente al otro, silenciosos. Los ojos vivaces del padre permanecían clavados en los del hijo. La parte inferior del rostro del anciano se estremeció.
—Ya nos hemos dicho adiós… ¡Vete!— dijo de improviso. (páginas 99-100)
EL GUSTO POR LOS CONTRASTES
Los momentos decisivos abundan. Se pasa de la ira o el dolor a la paz o a la alegría con una facilidad que no tiene nada de sospechosa ni forzada. El clima interior de los personajes sufre vaivenes todo el tiempo y nunca resulta difícil seguirle el paso al narrador, que nos bombardea con información, sin tregua. Asi, por ejemplo, entre la ira patriotica de Bolkonski cuando carga contra el enemigo en la Batalla de Austerlitz y su contemplación serena del cielo azul sobre el campo de batalla, no media ni un instante. Y a pesar de ese contraste violento todo fluye, todo funciona:
Pero entonces, como un castigo a sus palabras, las balas volaron como bandada de pájaros sobre el regimiento y el séquito de Kutúzov. Los franceses que atacaban la batería habían visto a Kutúzov y disparaban sobre él. El comandante del regimiento se llevó las manos a la pierna, varios soldados cayeron heridos y el subteniente que llevaba la bandera la dejó caer. La enseña vaciló y se abatió después sobre los fusiles de los soldados cercanos. Sin esperar orden alguna, los soldados comenzaron a disparar.
—¡Oh!— gimió Kutúzov desesperado. Se volvió. —¡Bolkonski!— murmuró con voz temblorosa, consciente de su propia debilidad senil. —Bolkonski— repitió indicando al desorganizado batallón y al enemigo. —¿Qué es eso?
Pero antes de que hubiese concluido, el príncipe Andréi, abrasada la garganta por lágrimas de cólera y vergüenza, echaba pie a tierra y corría hacia la bandera.
—¡Adelante, muchachos!— gritó con voz penetrante y juvenil.
“Ha llegado el instante”, pensó después, enarbolando la bandera; escuchó con placer el silbido de las balas disparadas ahora contra él. Cerca cayeron algunos soldados.
—¡Hurra!— gritó el príncipe Andréi, sujetando apenas en sus manos la pesada bandera. Y se lanzó hacia delante, con la seguridad de que todo el batallón lo seguiría. En efecto, no dio más que unos pasos solo; lo siguió un soldado, después otro y, por fin, todo el batallón, que lo adelantó entre gritos entusiastas. Un suboficial tomó la bandera, demasiado pesada, que vacilaba entre las manos de Bolkonski, pero al momento caía muerto. El príncipe Andréi volvió a empuñar la bandera y, arrastrándola por el asta, corrió de nuevo con el batallón. Delante vio a los artilleros rusos: unos combatían y otros corrían a su encuentro dejando los cañones. Vio también a un grupo de soldados franceses que se apoderaban de los caballos de la artillería y daban vuelta a los cañones. El príncipe Andréi estaba ya con sus hombres a veinte pasos de las piezas. Oía el ininterrumpido silbido de las balas; a derecha e izquierda caían los soldados entre gemidos. Pero él no se paraba a mirarlos. Le preocupaba tan sólo lo que estaba ocurriendo allá, en la batería. Veía ya claramente a un artillero pelirrojo, con el chacó ladeado, que tiraba de un extremo del atacador, mientras que un soldado francés tiraba del otro extremo. El príncipe Andréi podía ver ya la expresión de perplejidad y al propio tiempo de furia de ambos hombres, que, evidentemente, no tenían conciencia de lo que hacían. “¿Qué hacen? —pensó Bolkonski mirándolos—, ¿Por qué no escapa ese pelirrojo, si ha perdido el cañón, y por qué el francés no echa mano del fusil? En cuanto logre escapar, el francés lo clavará con la bayoneta.” En efecto, otro soldado francés, con el fusil terciado, corría hacia los dos contrincantes; iba a decidirse la suerte del artillero pelirrojo, que seguía sin comprender lo que le esperaba y, triunfante, había conseguido hacerse con el atacador. Pero el príncipe Andréi no pudo ver cómo terminaba aquello. Le pareció que algún soldado próximo le descargaba un terrible garrotazo en la cabeza. El dolor no fue grande, pero le causó una sensación desagradable porque lo distraía e impedía ver aquello que deseaba. “¿Qué me sucede? ¿Me caigo? Las piernas me vacilan”, pensó; y cayó de espaldas. Abrió los ojos, con la esperanza de ver cómo terminaba la lucha de los franceses y los artilleros; deseaba saber si el pelirrojo había muerto o no, si los cañones estaban en poder del enemigo o habían sido salvados. Pero no vio nada. Sobre él no había más que el cielo, un cielo alto, no límpido, pero infinitamente alto, sobre el cual se deslizaban unas nubes grises. “Qué paz, qué calma, qué serenidad; todo es distinto de como era a hace un momento, cuando yo corría —pensó el príncipe Andréi—; cuando corríamos, gritábamos y combatíamos; cuando, con aquellas caras furiosas y asustadas, el francés y el artillero se disputaban el atacador, las nubes entonces no se movían así por ese cielo alto e infinito. ¿Cómo no me he fijado antes en esa profundidad del cielo? ¡Qué feliz me siento de haberlo sabido al fin! Sí, todo es vacío y engañoso, menos ese cielo infinito. No hay nada más que él. Pero ni eso existe. No hay más que paz, reposo. ¡Y gracias a Dios que así sea!” (páginas 252-253)
Andrei junto a su bandera rota en el campo de Austerlitz. Ilustración de 1967 de Andrey Nikolaev (1922-2013) para una edición de Guerra y Paz. imagen tomada de http://tolstoy.ru/ |
Ese tipo de contrastes, repentinos, se dan también cuando el drama es mental y no físico. Sucede con Nikolai Rostov en otra escena poderosa aunque muy distinta a la anterior. Él acaba de llegar a su casa con la intención de pedirle dinero a su padre después de haber perdido, de la manera más irresponsable, una fortuna en un juego de cartas con Dolojov. En la sala están Sonia, que toca al clavicordio, Natasha que se dispone a cantar y Denísov, que la admira desde una silla. El padre aún no ha llegado. Nikolai se siente molesto y asustado.
“¡Dios mío! Estoy perdido, deshonrado… ¡La única solución es una bala en la cabeza y no cantar! ¿Y si me fuera?… Pero, ¿dónde? Da lo mismo que canten.” Sin dejar de caminar de un lado a otro, miraba distraídamente a Denísov y a las muchachas, evitando sus miradas. “¿Qué le pasa, Nikóleñka?”, parecían preguntarle los ojos de Sonia, fijos en él. Al momento se había dado cuenta de que algo había sucedido. Nikolái se volvió de espaldas. También Natasha, intuitiva por naturaleza, había percibido de inmediato el estado de ánimo de su hermano. Lo había percibido, pero en aquel momento estaba tan contenta y feliz, tan alejada de toda tristeza, pena o reproche que se engañó conscientemente. “No, no debo turbar ahora mi felicidad preocupándome del dolor ajeno”, pensó. Y se dijo: “Quizá me equivoque. Tiene que estar tan contento como yo”. —¡Empecemos, Sonia!— dijo en voz alta, y se colocó en medio de la sala, donde suponía que la oirían. Con la cabeza erguida y los brazos abandonados, como una danzarina, Natasha, andando de puntillas, pasó con decisión hasta el centro de la sala, donde se detuvo. “¡Así soy yo!”, parecía decir, contestando a las extasiadas miradas de Denísov. “¿A qué viene tanta alegría?— pensó Nikolái mirando a su hermana. —¿Cómo no se aburre ni se avergüenza?” Natasha comenzó a cantar; su garganta se dilató, enderezó el pecho y sus ojos adquirieron una expresión seria. En ese instante no pensaba en nadie ni en nada; su voz brotaba de la boca sonriente en una cascada de sonidos que cualquiera puede repetir mil veces de la misma manera dejándonos indiferentes, pero que, de improviso, a la mil y una nos hacen estremecer y llorar. Aquel invierno Natasha había comenzado a cantar seriamente, sobre todo porque a Denísov le entusiasmaba su voz. Ya no cantaba como una niña; ya no había en su canto la aplicación infantil y cómica de antes; pero aún no cantaba bien, según opinaban los entendidos que la escuchaban: “Una voz muy bella, pero no educada todavía, debe educarla”, decían. Mas lo decían, habitualmente, mucho después de que hubiera callado. Mientras sonaba la voz no educada, con aspiraciones a destiempo, compases forzados, los entendidos nada decían, limitándose a disfrutar de la voz no educada y deseando escucharla de nuevo. Había en ella una pureza primitiva, la ignorancia de las propias posibilidades y un timbre aterciopelado, no cultivado, que se aliaba con los defectos en el arte de cantar aparentemente imposibles de corregir sin echarlo todo a perder. “¿Qué pasa? —pensó Nikolái al oír la voz de su hermana, abriendo ampliamente los ojos—. ¿Qué le sucede? ¡Cómo canta hoy!”. Y en un momento, el mundo pareció concentrarse para él en la espera de la nota siguiente, de la frase siguiente, todo en el mundo estaba dividido en tres tiempos: “Oh mio crudele affetto”, …uno dos, tres… “Oh mio crudele affetto”, uno, dos, tres… “Qué estúpida vida nuestra — pensó Nikolái—. La desgracia, el dinero, Dólojov, la ira, el honor… todo eso no es nada… La verdad es esto… ¡Bien, Natasha! ¡Bien, querida!… ¿Cómo dará este "si"? Ya lo dio, ¡gracias a Dios! —y sin darse cuenta de que estaba cantando para reforzar el sí, entonó la segunda y la tercia de la nota alta—. ¡Dios mío, qué bien! ¿Será posible que yo lo haya conseguido? ¡Magnífico!” ¡Cómo vibró aquella tecla, despertando en el alma de Rostov lo mejor que había en ella! Era algo independiente y superior a todo cuanto existía en el mundo. ¿Qué importaban ahora las pérdidas en el juego, Dólojov y la palabra de honor?… Todo son pequeñeces. Se puede matar, se puede robar y seguir siendo igualmente feliz… (Página 313)
TOLSTÓI, EL EMBAUCADOR
Finalmente quería comentar algo sobre la voz del narrador y la participación de las ideas del autor en la obra. Aunque la voz cantante es la de un narrador omnisciente, no se trata de uno que deje que los hechos hablen por sí solos como en Flaubert o en Dostoievsky. Más bien tenemos a un narrador amigo de las moralejas y al que le encanta explicar (más de una vez, en muchos casos) las consecuencias de los actos que cuenta. La voz del narrador nunca es imparcial. Es cierto que cuando ocurren las cosas toma distancia pero luego las retoma para comentarlas y ahí aparece su carácter de dios, uno que crea, juzga y condena. Es fiel a sus propias opiniones y creencias y no se molesta en disimularlas. Tiene una agenda política y filosófica y usa su novela como instrumento para demostrarla, imponiendo su punto de vista de tal manera que a veces pareciera que pretende adoctrinar al lector más que entretenerlo o hacerlo reflexionar.
En principio lo que estoy diciendo parece hablar mal del autor. Quizá en manos de otro escritor semejantes intenciones serían un grueso defecto que malograría la obra convirtiéndola en un panfleto. Pero Tolstoi hace milagros y evita que eso suceda. ¿Cómo lo logra? Dosificando y esperando pacientemente su oportunidad, Y es que, aunque interrumpe constantemente la narración de los hechos para mandarse con sus reflexiones, sólo lo hace en capítulos aparte y siempre después de haber cerrado una subtrama, cuando el suspenso se ha resuelto. Tolstoi no es mezquino ni cruel: Nunca te deja con un clímax pendiente. Siempre espera al momento inmediatamente posterior a aquél en el que te llevó a las nubes, te estrujó el corazón, te hizo sentir lástima o admiración, o te dejó mirando la pared para reimaginar lo que acabas de leer. Y luego de eso, recién, cuando ya bajaste la guardia, cuando estás decididamente conmovido, convencido de que estás leyendo un librazo, este es un escritorazo, cómo es posible que no lo haya leído antes y todas esas memeces que dices luego de un orgasmo lector, ahí, cuando dices "qué bestia", solo entonces, el autor, convencido de que ya te tiene en sus garras, se atreve a soltar su perorata sin correr ningún riesgo. Porque sabe muy bien que en ese momento le perdonarás todo. Cualquier cosa.
Lev Tolstoi, cuatro años después de la publicación de Guerra y Paz. Retrato de Ivan Kramskoy (1837-87) |
Y así, aunque como lector no estés de acuerdo con todos sus comentarios, lo escuchas con paciencia y condescendencia. Total, estás en la tanda comercial de la película y no sientes hostilidad frente a esos "descansos" en la trama. Quizá el único momento en que Tolstoi "molesta" verdaderamente es cuando todo ya ha acabado y aparece un segundo y largo apéndice para su obra, que es más un ensayo que parte de una novela, en donde no dedica una sola línea a los personajes que te ha enseñado a querer y, en ese momento, a extrañar. Es allí, cuando no hay ni rastro de Bolkonski, ni de Natasha, ni de Pierre ni de Nikolai, cuando el autor se aprovecha de tu novísima condición de apóstol incondicional, para ponerse a pontificar con más celo que nunca y redondear sus propias ideas mientras esperas, inútilmente, un poquito de información, siquiera, sobre sus adorables criaturas.
LA "AGENDA" DEL AUTOR
Pero bueno, ¿cuáles son esas ideas? El autor defiende la fraternidad universal, y la familia como la forma ideal en que las personas pueden realizarse. Ataca con dureza el individualismo y desconfía del feminismo (entendiéndolo en el contexto decimonónico, claro) y llega a afirmar que la mujer sólo puede trascender mediante la maternidad. Pero también fomenta la tolerancia frente a las diferentes formas de ver el mundo y deja claro que Dios, como él lo entiende, está en todas partes. No exalta la religión ortodoxa pero se cuida de criticarla directamente, cosa que sí hace con los políticos o nobles de la época a quienes se refiere con nombre y apellidos para, o bien ensalzarlos o bien destruirlos. Eso sí: Defiende por sobre todas las cosas la solidaridad y el amor al prójimo.
Pero aquello en lo que más insiste, al punto de parecer una obsesión, es en destruir los mitos de la historia, en bajar a los "héroes" de sus pedestales y en mostrarlos más como simples administradores de imprevistos que como seres que originan los acontecimientos. En los apéndices finales dice haber examinado los documentos y conversado con los sobrevivientes de las batallas y se siente en condiciones de cuestionar todo lo que la "historia oficial" dice de las guerras napoléonicas insinuando que su versión, disimulada bajo la forma de una novela, está más cerca de la verdad. Le atribuye al azar un peso tal que los hombres aparecen como simples juguetes de la historia. Adopta a veces tonos retóricos para defender sus afirmaciones pero no resulta pesado porque todo lo sazona con ironía (y arrogancia)
[El emperador] Alejandro rechazó todas las negociaciones porque se sentía personalmente ofendido. [El general ruso] Barclay de Tolly trataba de dirigir el ejército lo mejor posible para cumplir su deber y merecer la gloria de ser un gran jefe militar. [Nikolai] Rostov se lanzó al ataque contra los franceses porque no pudo reprimir su deseo de galopar por un campo llano. Y de la misma manera, las innumerables personas que tomaban parte en aquella guerra actuaban según sus cualidades particulares, sus costumbres, de acuerdo con las condiciones y objetivos perseguidos. Todos ellos tenían sus temores, sus vanidades y sus alegrías, se indignaban y discutían, creyendo saber lo que hacían y convencidos de actuar por sí mismos, aunque eran un instrumento inconsciente de la Historia y llevaban a cabo una empresa oculta para ellos, pero comprensible para nosotros. (...) La providencia obligó a todos aquellos hombres, deseosos de conseguir sus fines personales, a contribuir a la realización de un resultado único e inmenso, del que ninguno de ellos (ni Napoleón, ni Alejandro, ni menos aún cualquiera de los que participaron en la contienda) tenía la menor idea. (Página 632)Esa impredictibilidad hace que el autor se burle, una y otra vez, de la utilidad de los estrategas militares con sentencias como ésta:
guiándose por esos falsos informes Napoleón daba órdenes que ya habian sido cumplidas antes de que él las hubiera dado (p. 742)O argumentos incontestables:
¿Qué ciencia puede haber en una acción en la que, como ocurre en todas las acciones prácticas, nada puede determinarse y todo depende de innumerables factores que adquieren un sentido preciso en tan sólo un minuto que nadie sabe cuándo se producirá? (p. 595)
Muchos historiadores aseguran que la batalla de Borodinó no fue ganada por los franceses porque Napoleón sufría un resfriado y, de no haberlo tenido, sus órdenes, antes del encuentro y durante la acción militar, habrían sido aún más geniales y los rusos habrían desaparecido "et la face du monde eût été changée". (...) Si dependía de la voluntad de Napoleón presentar o no batalla en Borodinó, si de él dependía hacer esto o lo otro, es evidente que el resfriado, que influía en la manifestación de su voluntad, pudo haber sido la causa de la salvación de Rusia y, por consiguiente, el ayudante que el día 24 olvidó dar a Napoleón las botas impermeables fue el salvador de Rusia. (página 727)
Pero, no contento con eso, Tolstoi cuestiona las fuentes de información habituales, dejándonos la sensación de que debemos desconfiar absolutamente de cualquier relato histórico. Para él los partes de batalla, que son las versiones de primera mano de todo historiador militar, están llenos de exageraciones y hechos falsos. Considera natural que quienes cuentan los hechos militares mientan. No porque quieran hacerlo si no porque no tienen remedio. Y da un ejemplo brillante de eso en la forma en que Nikolai Rostov, luego de haber sido herido en la batalla de Schöengraben, cuenta sus "hazañas".
Contarlo le agradaba y comenzó a hablar, animándose cada vez más, a lo largo del relato de lo sucedido en Schoengraben, exactamente como cuentan sus experiencias los protagonistas de una batalla, es decir, como les gustaría que hubiese ocurrido o como han oído contarlo a otros, de la forma más atractiva, pero no del todo conforme con la realidad. Rostov era un joven sincero; nunca habría mentido a conciencia. Y comenzó su relato con la intención de contar las cosas tal y como habían ocurrido; pero, sin él mismo advertirlo, de manera inevitable e involuntaria empezó a mentir. Si hubiese dicho la verdad a quienes, como él, habían oído muchas veces relatos de batallas y se habían forjado una idea de cómo era un ataque, o no le habrían creído o, lo que es peor, habrían pensado que el propio Rostov era culpable de que no le sucediera lo que siempre ocurre a quienes hablan de cargas de caballería. No podía contar simplemente que todos habían ido al trote, que había caído del caballo y se había dislocado la muñeca; ni que había escapado a todo correr para huir de los franceses, hasta refugiarse en un bosque. Contar la verdad es muy difícil y son pocos los jóvenes capaces de hacerlo. Además, para narrar todo tal como había sucedido habría tenido que hacer un verdadero esfuerzo sobre sí mismo. Sus compañeros esperaban que Rostov les relatase cómo, enfebrecido y presa de furor, se había lanzado igual que un huracán, repartiendo sablazos a diestro y siniestro, y cómo abría la carne de los enemigos y cómo, al fin extenuado, había caído. Y Rostov les contó todo eso. (página 217)
MÁS DATOS
Guerra y Paz fue publicada originalmente por partes, entre 1865 y 1869 en la revista El Mensajero Ruso y editada como un libro sólo en ese último año, luego de algunas publicaciones parciales. Tuvo mucho éxito desde el principio.
La versión que leí es una versión pirat… digo, prestada, de la traducción que Lydia Kúper hizo entre 1999 y 2003 a la que se le atribuye varias virtudes, entre ellas que se hizo no sólo con el original ruso sino comparándola con las mejores traducciones francesas e inglesas, corrigiéndose en el camino muchos errores que tenían traducciones anteriores al español de esta obra. Esta edición viene con una crónica de Mario Muchnik, el editor, en la que cuenta de manera muy entretenida sus razones para reeditar y retraducir esta obra y con anexos útiles como una lista de todos los personajes con una brevísima descripción en cada caso y otra similar de lo que ocurre en cada capítulo, para el que quiera releer algo específico.
El Autor
Pablo Ignacio Chacón
Mono necio. Escribe en el blog Montón de Rocas (de donde procede este texto, que pretende hacernos creer inédito).
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