Un relato de Gianni Alfredo Biffi publicado en "Su póliza no cubre esta eventulidad, Sr. Samsa" T hen time will tell just ...

Autorretrato


 Un relato de Gianni Alfredo Biffi publicado en "Su póliza no cubre esta eventulidad, Sr. Samsa"


Then time will tell just who fell
And who’s been left behind
Bob Dylan, “Most Likely You Go Your Way And I'll Go Mine”



La llamada me tomó desprevenido y debo confesar que cuando reconocí su voz, pasó por mi mente, por un instante, la infantil idea de intentar reproducir con mi boca el pitido que hace una línea cuando está fuera de servicio y colgar el teléfono. Una excusa simple hubiera sido suficiente para evitar verla, pero no se me ocurrió nada, ningún modo de escaparme, y me oí aceptando, entre balbuceos, su invitación.


***

Habían pasado doce años desde el día en que la acompañé al aeropuerto, esperando a que abordara un avión rumbo a Alemania. Tuvimos una relación y compartimos esa parte de la vida que es un territorio incierto, un horizonte repleto de posibilidades, el momento en que, consciente o no, tomas las decisiones que definen tu carácter y tu vida de adulto. 


Nos despedimos pensando que cuando volviéramos a vernos, ella sería una pintora que expone sus cuadros en galerías y yo, un autor publicado. Ahí empezó la bifurcación de nuestros destinos.

Por los correos electrónicos que me enviaba, y por amigos comunes, me enteraba de sus continuos logros. Empecé a situarme en relación con ella, a construir mi vida con un ojo puesto en la suya. Cada cierto tiempo estiraba el cuello, tratando de mirar cómo le iba a través de ese periscopio que son las redes sociales. Sofía se convirtió así en la única medida estándar donde yo podía sopesar mis propios progresos.

Pronto comprendí que había perdido la partida. Ella viajó con timón y brújula, mientras que yo me había movido con una venda en los ojos, como un hombre que camina desorientado por la terminal de una ciudad desconocida, esperando un tren que nunca llega. Me fui rezagando en la carrera, y todo quedó decidido: ella tendría una vida estructurada y melódica, mientras que la mía permanecería detenida, intempestivamente, a mitad de un compás, como una aguja que se queda atascada en el disco de un fonógrafo, un loop de rutinas, el día de la marmota. 



Sofía, al igual que yo, también vivía de sueños. Pero ella obraba con prudencia y sus sueños eran sensatos, anclados a la realidad. Cuando se dio cuenta de que no tenía el talento suficiente para la pintura, decidió estudiar Historia del Arte en la universidad. Y de esa manera, se las ingenió para trabajar haciendo lo que amaba. Dictaba clases en un instituto de Munich y publicó un libro titulado “Memoria y reconciliación: arte en el Perú de la posguerra”. Doce años después, yo estaba exactamente en el mismo lugar donde me había dejado. A la espera de escribir una novela decente, había pasado años dando tumbos entre distintas universidades, carreras, un viaje de estudios de tres años a Florida y empleos de seis meses y a la calle.



***

Pasaron dos años y regresó de vacaciones por primera vez. Me llamó por teléfono para reunirnos. Yo le respondí que justo por esas fechas estaría de viaje o algo por el estilo. Pensé que andaba en una mala racha que no podía durar y que era mejor volver a verla cuando estuviera en mejor forma. Así que, durante el mes en que se quedó en Lima, dejé de frecuentar los lugares en los que me podía tropezar con ella. Luego siguió, de tiempo en tiempo, enviándome correos electrónicos que parecían novelas por entregas, mientras que cuando yo le escribía y quería contar algo emocionante, me sentía como si estuviera buscando en un baúl vacío. Nunca le conté mis reveses. Ella me tomaba por alguien inteligente que pronto descollaría en el mundo de la literatura.

El periodo dedicado a la correspondencia que nos enviábamos se fue espaciando. Y cuando regresaba a Lima e intentaba ponerse en contacto conmigo, yo volvía a hacer algún malabar para no vernos.



***



Sofía había conseguido mi número de teléfono a través de un amigo.  Ahora, movido por una curiosidad autodestructiva y usando toda mi creatividad para el espionaje virtual, pude pasearme, a través de diversas redes sociales, por los doce años que había pasado en el extranjero… Fotografías en distintos países, recorriendo el mundo con una mochila en la espalda; estaciones de trenes; amaneceres en islas griegas, crepúsculos en Tailandia, una foto en un retiro de yoga, al lado de una especie de gurú que estaba vestido como Gandalf… Pude identificar así al menos cinco novios distintos que había tenido, lo que me dejó en claro que, en su enciclopedia de romances y aventuras, yo debí de haber sido solo un oscuro pie de página. 

Su juventud era un álbum de cromos lleno de recuerdos que le durarían toda la vida, un lugar para volver la vista atrás cuando fuera una mujer vieja y poder decir: “viví a mi manera”. Ella podría hablar a sus nietos sobre la gran aventura de la juventud que yo había despilfarrado.

Lo más impresionante que encontré fue un vídeo en Youtube de un programa alemán transmitido por Deuchtvelle en donde, luego de un informe sobre cómo la crisis en Grecia había afectado a sus artistas, aparecía Sofía siendo entrevistada, hablando sobre la memoria y la reconciliación: su libro sobre el arte en el Perú de la posguerra.



***

Este encuentro no encerraba ninguna connotación romántica para mí. Sofía, una mujer de treinta dos años, se veía en sus fotos como una hippie envejecida. La clase genérica de mujer liberal/feminista de izquierda/consumidora de comida orgánica, que te va a hablar sobre los beneficios de hacer yoga, la aromaterapia y la filosofía hindú. Sus ojos habían perdido candidez, su piel frescura; el pelo castaño se había oscurecido y ya asomaban algunos cabellos plateados. Su juventud había empezado a marchitarse. No me resultaba atractiva. En general, me gustan las mujeres jóvenes. Con esto no estoy diciendo que en las fiestas parezca un seleccionador sub-21, ni que mis amigos me digan Humbert Humbert. No es tanto el físico como el espíritu joven lo que busco.

El asunto es que me gustaría estar con una mujer y educarla en cuanto a música, literatura, cine, óperas. Una mujer cuyos padres me permitan influenciar su mente y desarrollar su carácter. Varias personas me han dicho que no sincronizo con las costumbres de nuestros tiempos, que psicológicamente soy un personaje de una novela victoriana, o que pertenezco a otra época y a un lugar distinto: la Rusia del siglo XIX.



Yo: Así es, Anton Pavlovich Checov, si me permite decirlo: cada hombre debería participar en la formación del carácter de su mujer. Moldearla y educarla. Por ese motivo, siempre he dicho que una mujer joven es como un boceto en un lienzo al que disfrutamos pincelando a nuestro gusto; en cambio, una mujer madura es un retrato terminado al que ya solo podemos encontrarle imperfecciones.

Checov: ¡Ah, Biffikov! Es usted un poeta y un conocedor del alma humana.



***

Es una máxima común, la he oído varias veces: “Siempre sé tú mismo… A menos que te encuentres con tu ex: en ese caso, sé la versión más exitosa de ti mismo que puedas crear”. Aquel día me propuse llevar esa máxima popular al límite. Decidí confeccionar un autorretrato irreal de mi persona. Tenía que volverme ficción. Pedazos de biografías de personas que conocía fueron los ingredientes que usé para crear esa nueva versión.

Empecé la jornada temprano con unas calistenias de mentira en la casa de mis papás. Necesitaba que me prestaran el carro -ya que no quería que Sofía me viese llegar a la cita saltando del transporte público como si estuviera en musical antiguo-, y tuve que engañarlos contándoles que necesitaba el auto para ir a una entrevista de trabajo.

Quedamos en encontrarnos en un restaurante exclusivo y bastante caro. Un lugar donde podías ver, desde el salón, la actividad apasionada de la cocina, donde cada plato se vendía como una pintura, cada bocadillo como un placer visual y gustativo. A mí no me impresionaba toda esa pirotecnia. Me hubiese gustado pasearme con un McDonald’s y una Coca-Cola delante de esos presuntuosos chefs y cocineros, para que sepan lo que opino de su “aventura gastronómica”. Y también me hubiese gustado acercarme a algún comensal, señalar su plato y decirle: “¿Sabes que en este país hay un 24% de desnutrición infantil? Y con el precio de ese plato pudieron haber comido veinte niños. Pero no: tú necesitabas que las papas tengan forma de dados y que parezca que Jackson Pollock trazó las líneas de chocolate en el postre. ¡Felicidades!”

 La verdad es que odiaba el apartheid gastronómico de nuestro país.



***



- ¡Pero cuéntame qué es de ti!... Mein Gott!...  Estás igual que siempre… ¡Eres la persona más misteriosa del mundo!… ¿Sabes cómo quien pensé que ibas a terminar?... ¿Te acuerdas de Max Von Sydow en Hannah y sus Hermanas?... Siempre creí que terminarías siendo un tipo recluido que escucha óperas todo el día. – fue lo primero que dijo al verme y así de rápido empecé a cogerle manía.

Sin embargo, toda la noche actué como un caballero, y “actuar” es la palabra precisa porque Sofía no tuvo acceso al monólogo interior que se desarrollaba en mi mente: aquellas partes privadas del pensamiento que en los libros suelen ir escritas en cursivas.

- Tú tampoco has cambiado nada -respondí dándole un beso en la mejilla-  Te ves igual a como te dejé en el aeropuerto.



Excepto por esas canas que parecen tener la textura del cordel de una caña de  pescar.



La conversación empezó por un camino convencional. Ella me contó del nuevo libro que estaba escribiendo, algo sobre el arte colonial indígena y luego me preguntó en qué andaba. “¿En qué andas?”: la interrogación condescendiente que estaba reservada para los niños y no para una persona adulta. Y fue entonces, durante aquellos cinco minutos que me dediqué a hacer el papel de un individuo bien adaptado, medianamente exitoso –el hombre que debí haber sido- que llegué al punto más bajo de mi vida. El momento en que sentí cómo se evaporaba mi última partícula subatómica de autoestima. Todo aquello me resultó deprimente: tener que falsear mi existencia estando sentados en los polos opuestos del espectro de éxito. Sentí que había tocado el fondo del abismo para quedarme. Había llegado con un camión de mudanza  y una decoradora de interiores que me estaba indicando dónde acomodar mis muebles. Hablé de un trabajo ficticio, de una novela imaginaria a la que le estaba dando los últimos toques. Y descubrí que personificar algo que no es uno mismo, produce un efecto agotador. El ridículo de ser un adulto enmascarado. Además, estaba bastante nervioso. Sofía era muy inteligente, y siempre había podido darse cuenta de en qué momento le mentía.

La charla continuó por el carril tradicional que deben transitar las personas que no se han visto por mucho tiempo. Hasta que llegó el momento en el que, guardando un silencio significativo y mirándome de arriba abajo con aire inquisitivo, como se mira a la pieza de un rompecabezas que no encaja en ningún lugar, me preguntó:

- Así que, ¿todo te ha salido como lo planeaste?

- Sí, todo va bien… -respondí sorprendido por una pregunta tan directa -. Estoy contento… bueno, todavía estoy con lo de mi novela, uhmm… que, como ya te conté, está en el proceso final, y siempre hay algunas cosas...tú sabes… pero, en general,… Sí, todo va bien.



Tengo 32 años. Entro al trabajo a las siete de la mañana, subo cuatro pisos, somnoliento y cansado, como un monje medieval al que sus superiores le han impuesto la tarea de tañer las campanas. Me siento dentro de un cubículo (o, como le decimos en la oficina, el ataúd de práctica) para realizar un trabajo que no está más allá de la capacidad intelectual de un chimpancé o de un Golden Retriever inspirado... Paso las noches preparando tallarines de caja y me los como a solas mientras miro capítulos de Los Simpsons por millonésima vez. Vivo con mis padres, y mientras mis amigos están casados financiando hipotecas y planes de pensiones, mi estado económico solo me permite ahorrar lo suficiente para comprarme un Playstation…  Por supuesto que todo ha salido de acuerdo a mi plan. ¿Por qué la pregunta?



- ¿Y tú? –pregunté- Con el libro y las entrevistas que vas dando, supongo que estarás satisfecha de lo que has logrado.

- Satisfecha es una palabra que no me gusta usar. Siento que tengo mucho por hacer todavía… Lo mejor de mi trabajo es que puedo contar lo ocurrido, lo que vivió nuestro país, el terrorismo, la violencia que sufrieron miles de personas. La importancia de la memoria y los mecanismos de reparación simbólica… Parece que te estuviera dando ahora una de mis conferencias, pero me siento útil siendo un instrumento para conocer el pasado. Es lo mejor de mi oficio: ayudar a recordar para no volver a repetir los mismos errores.     



Lo mejor de mi trabajo es que tengo una de esas sillas basculantes con rueditas giratorias.



- Este año termino mi doctorado –continuó hablando, al ver que yo me había quedado callado -.Y luego, sonriendo socarronamente, añadió-: Doktorandin an der LMU München… Así que cuando me mandes por correo tu libro, no te olvides de escribir doctora delante de mi nombre en la dedicatoria. 

-¡Te felicito!... De verdad… Un doctorado en una universidad que debe de haber producido varios premios nobeles.

- Veintisiete… Thomas Mann estudió ahí, Bertolt Brecht, Werner Heisenberg. 

Yo estudié dos años en la Universidad de South Florida, donde figura como alumno notable Hulk Hogan.




- Mein Gott!… Vas a terminar tu libro este año ¿no?... Al fin voy a poder leerte… Yo todavía sigo pintando, pero solo como un pasatiempo… Igual, siento que me ayuda a aprender a mirar a las cosas. Sabes que me gusta pintar retratos al óleo. ¿No? Ver quién es la persona que está delante de mí, en lugar del personaje que trata de proyectar… No tengo el talento que tú tienes para seguir mi sueño… Pero, a pesar que sé que nunca voy a exponer en galerías ni nada por el estilo, la pintura sigue siendo algo que me inspira. Me da fuerza, me espolea.

Mi ambición literaria no es nada de eso… Mi ambición literaria se ha convertido en un amigo inválido, un paciente que está en cuidados intensivos, enmarañado de tubos, sondas y catéteres urinarios.

- Y ¿cómo es vivir por allá? ¿Ya te acostumbraste? –pregunté, sin mucho entusiasmo.

- ¿Vivir en Munchen? ¿A eso te refieres?... Llevo doce años allá. Claro que me acostumbré. Yo sé que tú tienes germanofobia… ¿Te acuerdas cómo le decías a Alemania antes de que me vaya?

Lo más parecido que la tierra produjo a la estrella de la muerte.

- No me acuerdo… Y no soy germanofóbico… Solo que tengo una política personal: cuando un país comete dos genocidios, el de Namibia en África y el Holocausto, inmediatamente deja de estar en el top ten de mis lugares favoritos para visitar en vacaciones.

- Tonto –respondió. Podía ver con algo de satisfacción que ese tema le molestaba. Había conseguido ponerla a la defensiva-. Tendrías que ir y conocer antes de hablar. La gente es súper mable, educada, dispuesta siempre a prestarte ayuda.

El resto de la reunión fue del tipo “reminiscente”, plagado de los “¿te acuerdas?”. Una vista atrás a momentos que pasamos juntos. Trotamos por el museo de la memoria de nuestra relación, pasando de largo polaroids descoloridos y salas de exhibiciones clausuradas por falta de visitas. Hablamos de nuestros programas de televisión favoritos, discos nuevos que estábamos escuchando, personas comunes que conocíamos: lo que dos personas hablan cuando no se tienen mucho que decir. Y luego, cuando guardamos silencio, los dos supimos que ya no había ninguna razón para volvernos a ver.

***

Fue un pequeño éxito para mí el no darle la caja negra del avión para que me ayude a determinar las causas de mi accidente. No desplegué el mapa de oportunidades perdidas sobre la mesa, no le di la guía Michelin de mis batacazos, ni señalé en qué lugar las cosas pudieron haberse torcido. Creo que no había un punto que marcara el sitio de “Aquí se jodió todo” en mi biografía. La región en la gráfica donde la flecha empieza a caer en picada. En lugar de eso, creo que mi historia ha sido un largo arco, una curva descendente.

Escuchando a Sofía, fui consciente de lo que me faltaba, de las cualidades de las que yo carecía -valor, perseverancia, decisión-, de mis pasos en falso, de las conexiones desaprovechadas, de lo que no estuvo en mis posibilidades hacer.

¿Hubiera sido más emocionante la conversación si le daba un tour por las estaciones de mi vía crucis? ¿Si le decía que la voluntad se atrofia cuando vives años monótonos pasando más de ocho horas al día dentro de un cubículo? ¿Que, al fin, me había dado cuenta de que no soy ni la mitad de inteligente de lo que creía, que soy un tipo ordinario que nunca haría una acción grande, sino simplemente una serie de pequeñeces insignificantes?

Y si no hablé nada de eso, no fue por un arranque de estoicismo, sino por un espíritu práctico: sabía que ella no iba a ser mi tabla de salvación. Si mi vida estaba destinada a anclarse en un punto, ella no sería quien volvería a ponerla en movimiento.

Confieso que tuve la tentación de decirle una cosa sincera… algo que realmente saliera de mí… Al menos para ver cómo reacciona una persona que, a la mitad de un tiramisú, le dicen:

- ¿Sabes que he llegado a ese punto de mediocridad de entristecerme por el éxito de mis amigos?

Y sin embargo, la única victoria que este encuentro me permitía era mantenerme callado y no hacer una catarsis de mal gusto. Darle un beso de despedida en la mejilla y, ¡por fin!, empezar el camino de volvernos desconocidos otra vez.

- Déjame pagar a mí: me corresponde – protestó cuando tomé la cuenta que el mozo había puesto sobre la mesa- .Yo fui la que te llamé para invitarte y la que eligió el lugar.

- No te preocupes. Tú sabes que siempre he sido parte del 84% de hombres que se sienten incómodos cuando una mujer quiere ayudar a pagar la cuenta. Además, la he pasado muy bien contigo.

- Entonces algún día, pintaré tu retrato gratis, sin cobrarte. – dijo, sonriendo. El vino se le había subido un poco a la cabeza-. Por cierto, hace un momento te dije la razón por la que sigo pintando, ahora tu dime la razón por la que escribes.

Quizá fuera porque estaba cansado de mentir toda la noche, o porque el vino también se me había subido un poco, o porque era una pregunta que yo mismo me había hecho y que había tratado de responder varias veces, o porque pensé que tenía que decir algo que trajera eso que los psicoanalistas llaman una “clausura”. Por el motivo que fuera, le respondí:

-  Hace cuatro  años estaba jugando un partido de futbol, cuando sentí un dolor en el abdomen: no podía moverme. Me llevaron al hospital de emergencia y me hicieron una apendectomía.  El doctor se apareció al día siguiente trayendo mi apéndice en un frasco. Me quedé mirando al pequeño saco de tejido con forma de salchicha flotando en formol. Y pensé que esa era la mejor metáfora de lo que es ser un escritor. Un órgano que no tiene ninguna utilidad dentro de ti, cobra vida, se comienza a inflar, y si no lo sacas a tiempo, puede terminar matándote… Eso es, al menos para mí, escribir: Una auto-apendectomía.  Y en mi caso soy un cirujano de manos torpes, operando con un bisturí sin filo y un escalpelo de plástico, tratando de expulsar algo que está a punto de reventar dentro, y ponerlo dentro de las cubiertas de un libro: el frasco de vidrio lleno de formol.

Entonces, me di cuenta de que había bajado la guardia. Sofía me escuchó con la cabeza escorada. Ahora me miraba con un ojo entreabierto y veía algo nuevo, ya más claro, en mí.

Me estaba captando verdaderamente. Y si lo hubiera querido, recién en ese momento habría podido empezar a pintar mi retrato.



Publicado con autorización del autor. Reservados todos los derechos a Gianni Alfredo Biffi.



Sobre el texto y el autor

Este es uno de nueve cuentos que componen "Su póliza no cubre esta eventualidad, Sr. Samsa", primer libro de relatos de Gianni Alfredo Biffi (Callao, 1977) publicado este año y ya disponible en librerías.






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