Enrique Congrains Por alguna desconocida razón, Esteban había llegado al lugar exacto, precisamente al único lugar… Pero ¿no serí...

El niño de junto al cielo


Enrique Congrains


Por alguna desconocida razón, Esteban había llegado al lugar exacto, precisamente al único lugar… Pero ¿no sería, más bien, que “aquello” había venido hacia él? Bajó la vista y volvió a mirar. Sí, ahí seguía el billete anaranjado, junto a sus pies, junto a su vida.
¿Por qué, por qué él?
Su madre se había encogido de hombros al pedirle, él, autorización para conocer la ciudad, pero después le advirtió que tuviera cuidado con los carros y con las gentes. Había descendido desde el cerro hasta la carretera y, a los pocos pasos, divisó “aquello” junto al sendero que corría paralelamente a la pista.
Vacilante, incrédulo se agachó y lo tomó entre sus manos. Diez, diez, diez, era un billete de diez soles, un billete que contenía muchísimas pesetas, innumerables reales. ¿Cuántos reales, cuántos medios, exactamente? Los conocimientos de Esteban no abarcaban tales complejidades y, por otra parte, le bastaba con saber que se trataba de un papel anaranjado que decía “diez” por sus dos lados.
Siguió por el sendero, rumbo a los edificios que se veían más allá de ese cerro cubierto de casas. Esteban caminaba unos metros, se detenía y sacaba el billete de su bolsillo para comprobar su indispensable presencia. ¿Había venido el billete hacia él —se preguntaba— o era él, el que había ido hacia el billete?
Cruzó la pista y se internó en un terreno salpicado de basura, desperdicios de albañilería y excrementos; llegó a una calle y desde allí divisó al famoso mercado, el Mayorista, del que tanto había oído hablar. ¿Eso era Lima, Lima, Lima?… La palabra le sonaba a hueco. Recordó: su tío le había dicho que Lima era una ciudad grande, tan grande que en ella vivían un millón de personas.
¿La bestia con un millón de cabezas? Esteban había soñado hacía unos días, antes del viaje, en eso: una bestia con un millón de cabezas. Y ahora, él, con cada paso que daba, iba internándose dentro de la bestia…
Se detuvo, miró y meditó; la ciudad, el Mercado Mayorista, los edificios de tres y cuatro pisos, los autos, la infinidad de gentes —algunas como él, otras no como él—, y el billete anaranjado, quieto, dócil, en el bolsillo de su pantalón. El billete llevaba el “diez” por ambos lados y en eso se parecía a Esteban. El también llevaba el “diez” en su rostro y en su conciencia. El “diez años” lo hacía sentirse seguro y confiado, pero solo hasta cierto punto. Antes, cuando comenzaba a tener noción de las cosas y de los hechos, la meta, el horizonte, había sido fijado en los diez años. ¿Y ahora? No, desgraciadamente no. Diez años no era todo, Esteban se sentía incompleto aún. Quizá si cuando tuviera doce, quizá si cuando llegara a los quince. Quizá ahora mismo, con la ayuda del billete anaranjado.
Estuvo dando vueltas, atisbando dentro de la bestia, hasta que llegó a sentirse parte de ella. Un millón de cabezas y, ahora, una más. La gente se movía, se agitaba, unos iban en una dirección, otros en otra, y él, Esteban, con el billete anaranjado, quedaba siempre en el centro de todo, en el ombligo mismo.
Unos muchachos de su edad jugaban en la vereda. Esteban se detuvo a unos metros de ellos y quedó observando el ir y venir de las bolas; jugaban dos y el resto hacía ruedo. Bueno, había andado unas cuadras y por fin encontraba seres como él, gente que no se movía innecesariamente de un lado a otro. Parecía, por lo visto, que también en la ciudad había seres humanos.
¿Cuánto tiempo estuvo contemplándolos? ¿Un cuarto de hora? ¿Media hora? ¿Una hora, acaso dos? Todos los chicos se habían ido, todos menos uno. Esteban quedó mirándolo, mientras su mano dentro del bolsillo acariciaba el billete.
—¡Hola, hombre!
—Hola … —respondió Esteban, susurrando casi.
El chico era más o menos de su misma edad y vestía pantalón y camisa de un mismo tono, algo que debió ser caqui en otros tiempos, pero que ahora pertenecía a esa categoría de colores vagos e indefinibles.
—¡Eres de por acá! —le preguntó a Esteban.
—Sí, este … —se aturdió y no supo cómo explicar que vivía en el cerro y que estaba en viaje de exploración a través de la bestia de un millón de cabezas.
—¿De dónde, ah? —se había acercado y estaba frente a Esteban. Era más alto y sus ojos inquietos le recorrían de arriba a abajo—. ¿De dónde, ah? —volvió a preguntar.
—De allá, del cerro —y Esteban señaló en la dirección en que había venido.
—¿San Cosme?
Esteban meneó la cabeza, negativamente.
—¿Del Agustino?
—¡Sí, de ahí! —exclamó sonriendo. Ese era el nombre y ahora lo recordaba. Desde hacía meses, cuando se enteró de la decisión de su tío de venir a radicarse a Lima, venía averiguando cosas de la ciudad. Fue así como supo que Lima era muy grande, demasiado grande, tal vez; que había un sitio que se llamaba Callao y que ahí llegaban buques de otros países; que habían lugares muy bonitos, tiendas enormes, calles larguísimas… ¡Lima!… Su tío había salido dos meses antes que ellos con el propósito de conseguir casa. Una casa. ¿En qué sitio será?, le había preguntado a su madre. Ella tampoco sabía. Los días corrieron y después de muchas semanas llegó la carta que ordenaba partir… ¡Lima!… ¿El cerro del Agustino, Esteban? Pero él no lo llamaba así. Ese lugar tenía otro nombre. La choza que su tío había levantado quedaba en el barrio de Junto al Cielo. Y Esteban era el único que lo sabía.
—Yo no tengo casa… —dijo el chico después de un rato. Tiró una bola contra la tierra y exclamó—: ¡Caray, no tengo!
—¿Dónde vives, entonces? —se animó a inquirir Esteban.
El chico recogió la bola, la frotó en su mano y luego respondió:
—En el mercado, cuido la fruta, duermo a ratos… —amistoso y sonriente, puso una mano sobre el hombro de Esteban y le preguntó—: ¿Cómo te llamas tú?
—Esteban …
—Yo me llamo Pedro —tiró la bola al aire y la recibió en la palma de su mano—. Te juego, ¿ya, Esteban?
Las bolas rodaron sobre la tierra, persiguiéndose mutuamente. Pasaron los minutos, pasaron hombres y mujeres junto a ellos, pasaron autos por la calle, siguieron pasando los minutos. El juego había terminado, Esteban no tenía nada que hacer junto a la habilidad de Pedro. Las bolas al bolsillo y los pies sobre el cemento gris de la acera. ¿A dónde, ahora? Empezaron a caminar juntos. Esteban se sentía más a gusto en compañía de Pedro que estando solo.
Dieron algunas vueltas, más y más edificios. Más y más gentes. Más y más autos en las calles. Y el billete anaranjado seguía en el bolsillo. Esteban lo recordó.
—¡Mira lo que me encontré! —lo tenía entre sus dedos y el viento lo hacía oscilar levemente.
—¡Caray! —exclamó Pedro y lo tomó, examinándolo al detalle—. ¡Diez soles, caray! ¿Dónde lo encontraste?
—Junto a la pista, cerca del cerro —explicó Esteban.
Pedro le devolvió el billete y se concentró un rato. Luego preguntó:
—¿Qué piensas hacer, Esteban?
—No sé, guardarlo, seguro… —y sonrió tímidamente.
—¡Caray, yo con una libra haría negocios, palabra que sí!
—¿Cómo?
Pedro hizo un gesto impreciso que podía revelar, a un mismo tiempo, muchísimas cosas. Su gesto podía interpretarse como una total despreocupación por el asunto —los negocios— o como una gran abundancia de posibilidades y perspectiva. Esteban no comprendió.
—¿Qué clase de negocios, ah?
—¡Cualquier clase, hombre! —pateó un cáscara de naranja que rodó desde la vereda hasta la pista; casi inmediatamente pasó un ómnibus que la aplanó contra el pavimento—. Negocios hay de sobra, palabra que sí. Y en unos dos días cada uno de nosotros podría tener otra libra en el bolsillo.
—¿Una libra más? —preguntó Esteban asombrándose.
—¡Pero claro, claro que sí!… —volvió a examinar a Esteban y le preguntó—: ¿Tú eres de Lima?
Esteban se ruborizó. No, él no había crecido al pie de las paredes grises, ni jugando sobre el cemento áspero e indiferente. Nada de eso en sus diez años, salvo lo de ese día.
—No, no soy de acá, soy de Tarma; llegué ayer…
—¡Ah! —exclamó Pedro, observándolo fugazmente—. ¿De Tarma, no?
—Sí, de Tarma…
Habían dejado atrás el mercado y estaban junto a la carretera. A medio kilómetro de distancia se alzaba el cerro del Agustino, el barrio de Junto al Cielo, según Esteban. Antes del viaje, en Tarma, se había preguntado: ¿iremos a vivir a Miraflores, al Callao, a San Isidro, a Chorrillos, en cuál de esos barrios quedará la casa de mi tío? Habían tomado el ómnibus y después de varias horas de pesado y fatigante viaje, arribaban a Lima. ¿Miraflores? ¿La Victoria? ¿San Isidro? ¿Callao? ¿A dónde Esteban, adónde? Su tío había mencionado el lugar y era la primera vez que Esteban lo oía nombrar. Debe ser algún barrio nuevo, pensó. Tomaron un auto y cruzaron calles y más calles. Todas diferentes pero, cosa curiosa, todas parecidas también. El auto los dejó al pie de un cerro. Casas junto al cerro, casas en mitad de cerro, casas en la cumbre del cerro.
Habían subido y una vez arriba, junto a la choza que había levantado su tío, Esteban contempló a la bestia con un millón de cabezas. La “cosa” se extendía y se desparramaba, cubriendo la tierra de casa, calles, techos, edificios, más allá de lo que su vista podía alcanzar. Entonces Esteban había levantado los ojos y se había sentido tan encima de todo —o tan abajo, quizá— que había pensado que estaba en el barrio de Junto al Cielo.
—Oye, ¿quisieras entrar en algún negocio conmigo? —Pedro se había detenido y lo contemplaba, esperando respuesta.
—¿Yo?… —titubeando, preguntó—: ¿Qué clase de negocio? ¿Tendría otro billete mañana?
—¡Claro que sí, por supuesto! —afirmó resueltamente.
La mano de Esteban acarició el billete y pensó que podría tener otro billete más, y otro más, y muchos más. Muchísimos billetes más, seguramente. Entonces el “diez años” sería esa meta que siempre había soñado.
—¿Qué clase de negocios se puede, ah? —preguntó Esteban.
Pedro sonrió y explicó:
—Negocios hay muchos… Podríamos comprar periódicos y venderlos por Lima; podríamos comprar revistas, chistes… —hizo una pausa y escupió con vehemencia. Luego dijo, entusiasmándose—: Mira, compraremos diez soles de revistas y los vendemos ahora mismo, en la tarde, y tenemos quince soles, palabra.
—¿Quince soles?
—¡Claro, quince soles! ¡Dos cincuenta para ti y dos cincuenta para mí! ¿Qué te parece, ah?
Convinieron en reunirse al pie del cerro dentro de una hora; convinieron en que Esteban no diría nada, ni a su madre ni a su tío: convinieron en que venderían revistas y que de la libra de Esteban saldrían muchísimas otras.
*
Esteban había almorzado apresuradamente y le había vuelto a pedir permiso a su madre para bajar a la ciudad. Su tío no almorzaba con ellos, pues en su trabajo le daban de comer gratis, completamente gratis, como había recalcado al explicar su situación. Esteban bajó por el sendero ondulante, saltó la acequia y se detuvo al borde de la carretera, justamente en el mismo lugar en que había encontrado, en la mañana, el billete de diez soles. Al poco rato apareció Pedro y empezaron a caminar juntos, internándose dentro de la bestia de un millón de cabezas.
—Vas a ver que fácil es vender revistas, Esteban. Las ponemos en cualquier sitio, la gente las ve y, listo, las compra para sus hijos. Y si queremos nos ponemos a gritar en la calle el nombre de las revistas y así vienen más rápido… ¡Ya vas a ver qué bueno es hacer negocios!…
—¿Queda muy lejos el sitio? —preguntó Esteban, al ver que las calles seguían alargándose casi hasta el infinito. Qué lejos había quedado Tarma, que lejos había quedado todo lo que hasta hacía unos días había sido habitual para él.
—No, ya no. Ahora estamos cerca del tranvía y nos vamos gorreando hasta el centro.
—¿Cuánto cuesta el tranvía?
—¡Nada, hombre! —y se rió de buena gana—. Lo tomamos no más y le decimos al conductor que nos deje ir hasta la Plaza San Martín.
Más y más cuadras. Y los autos, algunos viejos, otros increíblemente nuevos y flamantes, pasaban veloces, rumbo sabe Dios dónde.
—¿Adónde va toda esa gente en auto?
Pedro sonrió y observó a Esteban. Pero ¿adónde iban realmente? Pedro no halló ninguna respuesta satisfactoria y se limitó a mover la cabeza de un lado a otro. Más y más cuadras. Al fin terminó la calle y llegaron a una especie de parque.
—¡Corre! —le gritó Pedro, de súbito. El tranvía comenzaba a ponerse en marcha. Corrieron, cruzaron en dos saltos la pista y se encaramaron al estribo.
Una vez arriba se miraron, sonrientes. Esteban empezó a perder el temor y llegó a la conclusión de que seguía siendo el centro de todo. La bestia de un millón de cabezas no era tan espantosa como había soñado, y ya no le importaba estar siempre, aquí o allá, en el centro mismo, en el ombligo mismo de la bestia.
*
Parecía que el tranvía se había detenido definitivamente esta vez, después de una serie de paradas. Todo el mundo se había levantado de sus asientos y Pedro lo estaba empujando.
—Vamos, ¿qué esperas?
—¿Aquí es?
—Claro, baja.
Descendieron y otra vez a rodar sobre la piel de cemento de la bestia. Esteban veía más gente y las veía marchar —sabe Dios dónde— con más prisa que antes. ¿Por qué no caminaban tranquilos, suaves, con gusto, como la gente de Tarma?
—Después volvemos y por estos mismos sitios vamos a vender las revistas.
—Bueno —asintió Esteban. El sitio era lo de menos, se dijo, lo importante era vender las revistas, y que la libra se convirtiera en varias más. Eso era lo importante.
—¿Tú tampoco tienes papá? —le preguntó Pedro mientras doblaban hacia una calle por la que pasaban los rieles del tranvía.
—No, no tengo… —y bajó la cabeza, entristecido. Luego de un momento, Esteban preguntó—: ¿Y tú?
—Tampoco, ni papá, ni mamá —Pedro se encogió de hombros y apresuró el paso. Después inquirió descuidadamente:
—¿Y al que le dices “tío”?
—Ah… él vive con mi mamá, ha venido a Lima de chofer… —calló, pero enseguida dijo—: Mi papá murió cuando yo era un chico…
—¡Ah, caray!… ¿Y tu “tío”, qué tal te trata?
—Bien; no se mete conmigo para nada.
—¡Ah!
Habían llegado al lugar. Tras un portón se veía un patio más o menos grande, puertas, ventanas, y dos letreros que anunciaban revistas al por mayor.
—Ven, entra —le ordenó Pedro.
Estaban adentro. Desde el piso hasta el techo había revistas, y algunos chicos como ellos, dos mujeres y un hombre, seleccionaban sus compras. Pedro se dirigió a uno de los estantes y fue acumulando revistas bajo el brazo. Las contó y volvió a revisarlas.
—Paga.
Esteban vaciló un momento. Desprenderse del billete anaranjado era más desagradable de lo que había supuesto. Se estaba bien teniéndolo en el bolsillo y pudiendo acariciarlo cuantas veces fuera necesario.
—Paga —repitió Pedro, mostrándole las revistas a un hombre gordo que controlaba la venta.
—¿Es justo una libra?
—Sí, justo. Diez revistas a un sol cada una.
Oprimió el billete con desesperación, pero al fin terminó por extraerlo del bolsillo. Pedro se lo quitó rápidamente de la mano y lo entregó al hombre.
—Vamos —dijo jalándolo.
Se instalaron en la Plaza San Martín y alinearon las diez revistas en uno de los muros que circulaban el jardín. “Revistas, revistas, revistas señor, revistas señora, revistas, revistas.” Cada vez que una de las revistas desaparecía con un comprador, Esteban suspiraba aliviado. Quedaban seis revistas y pronto, de seguir así las cosas, no habría de quedar ninguna.
—¿Qué te parece, ah? —preguntó Pedro, sonriente con orgullo.
—Está bueno, está bueno… —y se sintió enormemente agradecido a su amigo y socio.
—Revistas, revistas ¿no quiere un chiste, señor?
El hombre se detuvo y examinó las carátulas.
—¿Cuánto?
—Un sol cincuenta, no más…
La mano del hombre quedó indecisa sobre dos revistas. ¿Cuál, cuál llevará? Al fin se decidió.
—Cóbrese.
Y las monedas cayeron, tintineantes, al bolsillo de Pedro. Esteban se limitaba a observar, meditaba y sacaba sus conclusiones: una cosa era soñar, allá en Tarma, con una bestia de un millón de cabezas, y otra era estar en Lima, en el centro mismo del universo, absorbiendo y paladeando con fruición la vida.
Él era el socio capitalista y el negocio marchaba estupendamente bien. “Revistas, revistas”, gritaba el socio industrial, y otra revista más que desaparecía en manos impacientes. “¡Apúrate con el vuelto!”, exclamaba el comprador. Y todo el mundo caminaba a prisa, rápidamente. “¿Adónde van que se apuran tanto?”, pensaba Esteban.
Bueno, bueno, la bestia era una bestia bondadosa, amigable, aunque algo difícil de comprender. Eso no importaba; seguramente, con el tiempo, se acostumbraría. Era una magnífica bestia que estaba permitiendo que el billete de diez soles se multiplicara. Ahora ya no quedaban más que dos revistas sobre el muro. Dos nada más y ocho desparramándose por desconocidos e ignorados rincones de la bestia. “Revistas, revistas, chistes a sol cincuenta, chistes”… Listo, ya no quedaba más que una revista y Pedro anunció que eran las cuatro y media.
—¡Caray, me muero de hambre, no he almorzado!… —prorrumpió luego.
—¿No has almorzado?
—No, no he almorzado… —observó a posibles compradores entre las personas que pasaban y después sugirió—: ¿Me podrías ir a comprar un pan o un bizcocho?
—Bueno —aceptó Esteban inmediatamente.
Pedro sacó un sol de su bolsillo y explicó:
—Esto es de los dos cincuenta de mi ganancia, ¿ya?
—Sí, ya sé.
—¿Ves ese cine? —preguntó Pedro señalando a uno que quedaba en la esquina. Esteban asintió—. Bueno, sigues por esa calle y a mitad de cuadra hay una tiendecita de japoneses. Anda y cómprame un pan con jamón o tráeme un plátano y galletas, cualquier cosa, ¿ya, Esteban?
—Ya.
Recibió el sol, cruzó la pista, pasó por entre dos autos estacionados y tomó la calle que le había indicado Pedro. Sí, ahí estaba la tienda. Entró.
—Deme un pan con jamón —pidió a la muchacha que atendía.
Sacó un pan de la vitrina, lo envolvió en un papel y se lo entregó. Esteban puso la moneda sobre el mostrador.
—Vale un sol veinte —advirtió la muchacha.
—¡Un sol veinte!… —devolvió el pan y quedó indeciso un instante. Luego se decidió—: Dame un sol de galletas, entonces.
Tenía el paquete de galletas en la mano y andaba lentamente. Pasó junto al cine y se detuvo a contemplar los atrayentes avisos. Miró a su gusto y, luego, prosiguió caminando. ¿Habría vendido Pedro la revista que le quedaba?
Más tarde, cuando regresara a Junto al Cielo, lo haría feliz, absolutamente feliz. Pensó en ello, apresuró el paso, atravesó la calle, esperó que pasaran unos automóviles y llegó a la vereda. Veinte o treinta metros más allá había quedado Pedro. ¿O se había confundido? Porque ya Pedro no estaba en ese lugar ni en ningún otro.
Llegó al sitio preciso y nada, ni Pedro, ni revista, ni quince soles, ni… ¿Cómo había podido perderse o desorientarse? Pero, ¿no era ahí donde habían estado vendiendo las revistas? ¿Era o no era? Miró a su alrededor. Sí, en el jardín de atrás seguía la envoltura de un chocolate. El papel era amarillo con letras rojas y negras, y él lo había notado cuando se instalaron, hacía más de dos horas. Entonces, ¿no se había confundido? ¿Y Pedro, y los quince soles, y la revista?
Bueno, no era necesario asustarse, pensó. Seguramente se había demorado y Pedro lo estaba buscando. Esto tenía que haber sucedido, obligadamente. Pasaron los minutos. No, Pedro no había ido a buscarlo: ya estaría de regreso de ser así. Tal vez había ido con un comprador a conseguir cambio. Más y más minutos fueron quedando a sus espaladas. No, Pedro no había ido a buscar sencillo: ya estaría de regreso, de ser así. ¿Entonces?…
—Señor, ¿tiene hora? —le preguntó a un joven que pasaba.
—Sí, las cinco en punto.
Esteban bajó la vista, hundiéndola en la piel de la bestia, y prefirió no pensar. Comprendió que, de hacerlo, terminaría llorando y eso no podía ser. Él ya tenía diez años, y diez años no eran ni ocho, ni nueve ¡Eran diez años!
—¿Tiene hora, señorita?
—Sí —sonrió y dijo con voz linda—: Las seis y diez —y se alejó presurosa.
¿Y Pedro, y los quince soles, y la revista?… ¿Dónde estaban, en qué lugar de la bestia con un millón de cabezas estaban?… Desgraciadamente no lo sabía y solo quedaba la posibilidad de esperar y seguir esperando…
—¿Tiene hora, señor?
—Un cuarto para las siete.
—Gracias…
¿Entonces?… Entonces, ¿ya Pedro no iba a regresar?… ¿Ni Pedro, ni los quince soles, ni la revista iban a regresar entonces?… Decenas de letreros luminosos se habían encendido. Letreros luminosos que se apagaban y se volvían a encender; y más y más gente sobre la piel de la bestia. Y la gente caminaba con más prisa ahora. Rápido, rápido, apúrense, más rápido aún, más, más, hay que apurarse muchísimo más, apúrense más… Y Esteban permanecía inmóvil, recostado en el muro, con el paquete de galletas en la mano y con las esperanzas en el bolsillo de Pedro… Inmóvil, dominándose para no terminar en pleno llanto.
Entonces, ¿Pedro lo había engañado?… ¿Pedro, su amigo, le había robado el billete anaranjado?… ¿O sería, más bien, la bestia con un millón de cabezas la causa de todo?… Y ¿acaso no era Pedro parte integrante de la bestia?…
Sí y no. Pero ya nada importaba. Dejó el muro, mordisqueó una galleta y, desolado, se dirigió a tomar el tranvía.

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Flannery O'Connor El médico había dicho a la madre de Julian que tenía que adelgazar diez kilos porque estaba alta de p...

Todo lo que asciende debe converger

Flannery O'Connor


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El médico había dicho a la madre de Julian que tenía que adelgazar diez kilos porque estaba alta de presión, así que los miércoles por la noche Julian tenía que llevarla en autobús al centro de la ciudad para que asistiera a su clase de adelgazamiento. La clase de adelgazamiento estaba destinada a mujeres mayores de cincuenta años que trabajaban y cuyo peso oscilaba entre los ochenta y los cien kilos. Su madre era de las más delgadas, pero le explicó que las señoras no revelaban su edad ni su peso. No estaba dispuesta a ir sola en autobús de noche desde que se admitía a los negros y, como la clase de adelgazamiento constituía uno de sus pocos placeres, era necesaria para su salud y gratis, dijo que lo menos que podía hacer Julian era llevarla, si se consideraba todo lo que ella había hecho por él. A Julian no le gustaba considerar todo lo que había hecho por él, pero cada miércoles por la noche se armaba de valor y la llevaba.
       La mujer estaba casi a punto de salir, de pie ante el espejo del pasillo, poniéndose el sombrero, mientras él, con las manos detrás de la espalda, parecía sujeto al marco de la puerta esperando como san Sebastián a que las flechas empezaran a atravesarle. El sombrero era nuevo y le había costado siete dólares y medio. Repetía una y otra vez:
       —Quizá no tendría que haberme gastado tanto dinero. No, no debí hacerlo. Me lo quitaré y lo devolveré mañana. No tendría que haberlo comprado.
       Julian levantó los ojos al cielo.
       —Sí, sí debiste comprarlo —dijo—. Póntelo y vamos.
       Era un sombrero espantoso. El ala de terciopelo morado bajaba por un lado y subía por el otro, y el resto era verde y parecía un cojín del que escapara el relleno. Julian pensó que era menos cómico que patético. Todo lo que a ella le daba placer era pequeño y lo deprimía.
       Levantó el sombrero una vez más y se lo colocó despacio sobre la cabeza. Dos alas de pelo cano surgían a ambos lados del rostro sonrosado, pero los ojos, de un azul cielo, eran tan inocentes y vírgenes de experiencia como debieron de serlo cuando tenía diez años. De no haber sido una viuda que había luchado duramente para alimentarlo, vestirlo y pagarle los estudios, y que todavía lo mantenía, «hasta que te valgas por ti mismo», podría haber pasado por una niña que él tenía que llevar a la ciudad.
       —Ya está bien, ya está bien —dijo Julian—. Vámonos.
       Abrió la puerta y empezó a andar por la acera para obligar a su madre a ponerse en marcha. El cielo era de un violeta desvaído, y las casas destacaban oscuras contra él, monstruosidades bulbosas de color bilioso y de una fealdad uniforme aunque no había dos iguales. Como había sido un barrio elegante cuarenta años atrás, su madre se empeñaba en creer que era el sitio adecuado para tener un piso. Todas las casas estaban rodeadas por un estrecho anillo de tierra, y en todos los anillos solía haber sentado un niño mugriento. Julian caminaba con las manos en los bolsillos, la cabeza gacha y adelantada, los ojos vidriosos por la determinación de hacerse completamente insensible durante el tiempo que durara el sacrificio de complacer a su madre.
       La puerta se cerró y él se dio la vuelta para encontrarse con que la figura regordeta, rematada por el atroz sombrero, se le acercaba.
       —Bueno —dijo ella—, sólo se vive una vez, y si me ha salido un poco más caro al menos tengo la seguridad de que no se lo veré puesto a otras personas.
       —Algún día ganaré dinero —afirmó Julian, sin convicción (sabía bien que eso no iba a ocurrir)— y entonces podrás permitirte esas mamarrachadas siempre que se te antoje.
       Pero primero cambiarían de casa. Imaginó un lugar donde los vecinos más cercanos estarían a cinco kilómetros.
       —A mí me parece que te va muy bien —afirmó la madre poniéndose los guantes—. Sólo hace un año que saliste de la universidad. Todo se andará.
       Era una de las pocas mujeres de la clase de adelgazamiento que llegaba con sombrero y guantes, y que tenía un hijo que había estudiado en la universidad.
       —Hace falta tiempo —prosiguió ella—, y el mundo está patas arriba. Este sombrero me favorecía más que los otros, aunque cuando me lo enseñó le dije: «Llévese eso, no me lo pondría por nada del mundo», y ella me respondió: «Espere a vérselo puesto», y cuando me lo puso dije: «Bueeeno», y ella dijo: «Si quiere saber mi opinión, este sombrero le va y usted le va al sombrero, y además no se lo verá puesto a otras personas».
       Julian pensó que le habría sido más fácil reconciliarse con su suerte si ella hubiera sido egoísta, si hubiera sido una vieja bruja, borracha y cascarrabias. Siguió andando, saturado por la depresión, como si en el punto culminante de su martirio hubiera perdido la fe. Ella, al ver su cara larga, desesperanzada y molesta, se detuvo de repente, con expresión apesadumbrada, y le tiró del brazo.
       —Espérame. Vuelvo a casa para quitarme esta cosa de la cabeza y mañana lo devolveré. No estaba en mis cabales. Con esos siete dólares y medio podré pagar la factura del gas. Él la cogió violentamente por el brazo.
       —No lo vas a devolver. Me gusta.
       —Me parece que debo…
       —Cállate y disfruta de él —masculló Julian, más deprimido que nunca.
       —Tal como está el mundo, es un milagro que podamos disfrutar de algo. Todo anda revuelto y nadie está en el lugar que le corresponde.
       Julian suspiró.
       —Claro que —añadió ella—, si uno sabe quién es, puede ir cualquier parte. —Decía esto cada vez que él la llevaba a la clase de adelgazamiento—. Casi todas las de la clase no son de los nuestros, pero yo puedo ser amable con cualquiera. Sé quién soy.
       —Les importa un pito tu amabilidad —replicó Julian, furioso—. Eso de saber quién eres sólo vale para una generación. No tienes la más remota idea de cuál es ahora tu verdadera posición ni de quién eres.
       Ella se detuvo un momento y dejó que sus ojos lo miraran relampagueantes.
       —Claro que sé quién soy, y si tú no sabes quién eres me avergüenzo de ti.
       —¡Otra vez!
       —Tu bisabuelo fue gobernador de este estado —afirmó ella—. Tu abuelo fue un rico terrateniente. Tu abuela era una Godhigh.
       —¿Quieres mirar alrededor y ver dónde estás ahora? —dijo él, tenso, mientras con un gesto circular indicaba el barrio, cuya pobreza quedaba un poco disimulada por la oscuridad creciente.
       —Siempre eres quien eres. Tu bisabuelo tenía una plantación y doscientos esclavos.
       —Ya no hay esclavos —replicó él, irritado.
       —Estaban mejor cuando lo eran.
       Él refunfuñó al ver que su madre volvía a sacar el tema. Se precipitaba regularmente en él como un tren por una vía abierta. Él conocía todas las paradas, todos los cruces, todos los pantanos, y sabía el momento exacto en que la conclusión entraría majestuosa en la estación: «Es ridículo. No es realista, simplemente. Deben mejorar, eso sí, pero sin salirse de su sitio».
       —Dejémoslo —dijo Julian.
       —Los que de veras me dan pena son los medio blancos. Menuda tragedia.
       —¿Quieres hacer el favor de dejarlo de una vez?
       —Supón que fuéramos medio blancos. Desde luego tendríamos sentimientos encontrados.
       —Yo ya tengo sentimientos encontrados —gruñó Julian.
       —Bueno, hablemos de algo más agradable. Recuerdo que de niña iba a casa del abuelo. En aquel entonces, la casa tenía una escalinata doble que subía al segundo piso; la cocina estaba en el primero. A mí me gustaba quedarme en la cocina por el olor que despedían las paredes. Solía sentarme con la nariz pegada al yeso y respiraba profundamente. En realidad, la casa pertenecía a los Godhigh, pero tu abuelo Chestny pagó la hipoteca y consiguió rescatarla. Pasaban dificultades, pero, con dificultades o sin ellas, nunca olvidaron quiénes eran.
       —Aquella mansión decrépita debía de recordárselo —masculló Julian.
       Nunca hablaba de la casa sin desprecio, y nunca pensaba en ella sin deseo. La había visto una vez, de niño, antes de que se vendiera. La doble escalinata se había podrido y derrumbado. Ahora unos negros vivían allí. Pero en la mente de Julian la mansión permanecía tal como la había conocido su madre. Surgía en sus sueños con frecuencia. Él estaba casi siempre en el amplio porche, oyendo el murmullo de las hojas de los robles, después avanzaba por el vestíbulo de altos techos hasta el salón contiguo y observaba las alfombras raídas y los cortinajes descoloridos. Pensaba que era él, no su madre, quien la había apreciado en su justo valor. Prefería aquella elegancia decadente a cualquier otra cosa en el mundo que conociera y por eso todos los barrios en que habían vivido fueron un tormento para él, mientras que su madre apenas notó la diferencia. Ella calificaba su insensibilidad de «saber adaptarse».
       —Y recuerdo a la vieja negrita que fue mi niñera, Caroline. No ha habido mejor persona en el mundo. Siempre he sentido un gran respeto por mis amigos de color. Y haría cualquier cosa por ellos, y ellos…
       —¿Quieres dejar ese tema de una vez?
       Cuando subía sólo a un autobús, se sentaba al lado de un negro a propósito, como reparación por los pecados de su madre.
       —¡Qué susceptible estás esta noche! —dijo la mujer—, ¿Te encuentras bien?
       —Sí, me encuentro bien, y ahora déjame en paz.
       Ella apretó los labios.
       —La verdad es que estás de muy mal humor —observó—. No pienso hablarte más.
       Llegaron a la parada de autobús. No había ninguno a la vista y Julian, con las manos todavía hundidas en los bolsillos y la cabeza hacia delante, miró con expresión ceñuda a lo largo de la calle. La irritación de tener que esperar el autobús y luego subir a él empezó a reptarle por el cuello como una mano caliente. Reparó en la presencia de su madre cuando ésta lanzó un suspiro quejumbroso. Estaba muy erguida bajo aquel sombrero que llevaba como una bandera de su imaginaria dignidad. Julian tuvo el perverso impulso de quebrantar su entereza. De repente, se desanudó la corbata, se la quitó de un tirón y se la metió en el bolsillo.
       Ella se puso rígida.
       —¿Por qué tienes que ir así cuando me llevas a la ciudad? ¿por qué me avergüenzas deliberadamente?
       —Si no eres capaz de comprender dónde estás, al menos podrás darte cuenta de dónde estoy yo.
       —Pareces un… maleante.
       —A lo mejor lo soy —murmuró él.
       —Voy a volver a casa y no te molestaré más. Si no eres capaz de hacer algo tan pequeño por mí…
       Julian alzó los ojos al cielo y volvió a ponerse la corbata.
       —Reintegrado a mi clase —masculló, y adelantó la cabeza hacia ella para susurrar—: La verdadera cultura está en la mente, la mente. —Se dio unos golpecitos en la cabeza—. En la mente.
       —Está en el corazón y en cómo se hacen las cosas. El modo de hacer las cosas está determinado por ser quien eres.
       —A nadie en ese maldito autobús le importa quién eres.
       —A mí me importa quién soy —replicó ella en tono glacial.
       El autobús iluminado surgió en lo alto de la cuesta y avanzaron por la calle a su encuentro. Julian la cogió por el codo y la ayudó a subir el estribo chirriante. La madre entró con una leve sonrisa, como si cruzara el umbral de un salón donde todos la estuvieran esperando. Mientras él introducía las fichas, ella se sentó en uno de los amplios asientos delanteros, donde cabían tres pasajeros, de cara al pasillo. Una mujer delgada con los dientes salidos y una larga cabellera amarilla estaba sentada en el otro extremo. La madre se corrió hacia ella y dejó sitio a Julian a su lado. Él se sentó y, al mirar el suelo, vio al otro lado del pasillo unos pies delgados dentro de unas sandalias de lona rojas y blancas.
       La madre inició inmediatamente una conversación general destinada a atraer a cualquiera que tuviera ganas de hablar.
       —No puede hacer más calor —dijo, mientras sacaba del bolso un abanico negro con una escena japonesa, que empezó a mover ante su rostro.
       —Sí que puede hacer más —comentó la mujer de los dientes salidos—, pero estoy segura de que mi piso no puede calentarse más.
       —Debe de darle el sol por la tarde —comentó la madre. Se inclinó hacia delante e inspeccionó el autobús. Estaba medio lleno. Todos eran blancos—. Veo que tenemos el autobús para nosotros solos.
       Julian se puso tenso.
       —Sí, qué raro —dijo la mujer del otro lado del pasillo, la dueña de las sandalias rojas y blancas—. Subí a uno el otro día y no había más que pulgas. Incluso delante. Por todas partes.
       —El mundo está patas arriba —observó la madre—. No sé cómo hemos permitido que se llegara a estos extremos.
       —Lo que más me chincha son esos muchachos de buena familia que se dedican a robar neumáticos —dijo la mujer de los dientes salidos—. Ya se lo he dicho a mi hijo, le he dicho: «Puedes no ser rico, pero te he dado educación, y si te pesco alguna vez en un lío así ya pueden mandarte al reformatorio, será el lugar que te corresponde».
       —La educación se demuestra siempre —dijo la madre—. ¿Su hijo va al instituto?
       —Está en noveno.
       —El mío acabó la universidad el año pasado. Quiere ser escritor, pero de momento vende máquinas de escribir, hasta abrirse camino.
       La mujer se inclinó hacia delante y miró detenidamente a Julian. Él le lanzó una mirada tan malévola que ella se encogió en su asiento. En el suelo, al otro lado del pasillo, había un periódico tirado. Él se levantó para recogerlo y lo abrió delante de su rostro. Su madre siguió la conversación en un discreto medio tono, pero la mujer del otro lado del pasillo dijo con voz estridente:
       —Eso está muy bien. Vender máquinas no está muy lejos de escribir. Puede pasar fácilmente de una cosa a la otra.
       —Yo le digo que todo se andará —comentó la madre.
       Detrás del periódico, Julian se recluía más y más en el compartimiento interior de su mente, donde pasaba la mayor parte del tiempo. Era una especie de burbuja mental en la que se acomodaba cuando no soportaba formar parte de lo que sucedía alrededor. Desde ella podía mirar hacia fuera y juzgar, pero dentro de ella estaba a buen recaudo de cualquier penetración del exterior. Era el único lugar donde se sentía a salvo de la idiotez general del prójimo. Su madre nunca había entrado allí, pero Julian podía verla con absoluta claridad.
       La vieja era bastante inteligente y a Julian le parecía que, si hubiera partido de una premisa correcta, habría podido esperarse más de ella. Vivía de acuerdo con las leyes de su propio mundo imaginario y nunca la había visto aventurarse fuera de él. La ley de ese mundo consistía en sacrificarse por su hijo después de haber creado la necesidad de ese sacrificio al convertirlo todo en un enorme lío. Si él había permitido estos sacrificios era porque la falta de previsión de su madre los había hecho necesarios. Toda la vida de aquella mujer había sido una lucha para comportarse como una Chestny sin los bienes de los Chestny, y para darle todo lo que ella creía que debía tener un Chestny; pero, ya que la lucha era divertida, ¿por qué quejarse?, decía ella. Y cuando se había ganado, como era su caso, ¡qué divertido recordar los tiempos difíciles! Él no podía perdonarle que hubiera disfrutado con la lucha, ni que pensara que ella había ganado.
       Cuando decía que había ganado, se refería a que lo había criado como era debido, lo había mandado a la universidad y él le había salido muy bien: guapo (los dientes de la madre habían quedado sin empastar para que los de él pudieran enderezarse), inteligente (demasiado inteligente para triunfar, pensaba él) y con un futuro por delante (naturalmente, el tal futuro no existía). Ella justificaba el pesimismo del hijo con el argumento de que todavía estaba madurando, y sus ideas radicales, por su falta de experiencia práctica. Decía que no sabía aún nada de la «vida», que aún no había entrado en el mundo real, cuando lo cierto era que estaba tan desencantado de él como pudiera estarlo un hombre de cincuenta años.
       Lo más irónico de todo era que, a pesar de ella, hubiera salido tan bien. A pesar de haber ido a una universidad de tercera, había adquirido, por propia iniciativa, una cultura de primera; a pesar de haber crecido bajo el dominio de una mente estrecha, había conseguido una mente amplia; a pesar de las estúpidas convicciones de ella, él estaba libre de prejuicios y no le daba miedo enfrentarse a la realidad. Y lo más milagroso era que, lejos de estar cegado por el cariño hacia ella, como ella lo estaba por él, había cortado las ataduras emocionales que lo unían a su madre y era capaz de analizarla con una objetividad absoluta. No estaba dominado por su madre.
       El autobús se detuvo con una sacudida inesperada y lo sacó de sus meditaciones. Una mujer avanzó a trompicones desde la parte trasera y estuvo a punto de caer sobre su periódico, pero recobró el equilibrio a tiempo. Se apeó y subió un negro corpulento. Julian mantuvo el periódico bajo para seguir la escena. Le proporcionaba cierta satisfacción ver la injusticia en su funcionamiento cotidiano. Confirmaba su punto de vista de que, salvo raras excepciones, no había nadie en quinientos kilómetros a la redonda a quien valiera la pena conocer. El negro iba bien vestido y llevaba una cartera. Miró alrededor y se sentó en la otra punta del asiento ocupado por la mujer de las sandalias rojas y blancas de lona. Inmediatamente abrió un periódico y se ocultó tras él. El codo de la madre de Julian le golpeó insistente en las costillas.
       —¿Ves por qué no quiero ir sola en autobús?
       La mujer de las sandalias de lona rojas y blancas se había levantado al ver que el negro se sentaba y se había trasladado a la parte posterior del autobús para ocupar el asiento de la mujer que se había apeado. La madre se inclinó hacia delante y le dirigió una mirada de aprobación.
       Julian se levantó, cruzó el pasillo y se sentó en el lugar de la mujer de las sandalias de lona. Desde esa posición, miró serenamente a su madre, cuyo rostro había enrojecido de ira. Él la miraba de hito en hito, con los ojos de un desconocido. Sintió que la tensión aumentaba en él, como si hubiera declarado la guerra a su madre.
       Le hubiera gustado entablar conversación con el negro y hablar con él de arte o de política o de cualquier tema del que los demás no entendieran, pero el hombre permanecía atrincherado tras su periódico. O fingía no haberse dado cuenta del cambio de asientos, o no lo había advertido. Julian no encontraba el modo de transmitirle su solidaridad.
       La madre le miraba fijamente a la cara con una expresión de reproche. La mujer de los dientes salidos lo observaba con avidez, como si fuera un nuevo tipo de monstruo.
       —¿Tiene fuego? —preguntó Julian al negro.
       Sin apartar la mirada del periódico, el hombre buscó en el bolsillo y le tendió una caja de cerillas.
       —Gracias —dijo Julian.
       Por unos segundos sostuvo las cerillas en la mano como un tonto. Un prohibido fumar lo miraba desde encima de la puerta. El letrero no le hubiera disuadido, pero no tenía cigarrillos. Había dejado de fumar hacía unos meses porque no podía permitirse comprar tabaco.
       —Lo siento —murmuró, y le devolvió las cerillas.
       El negro bajó el periódico y le miró molesto. Cogió las cerillas y levantó de nuevo el periódico.
       La madre seguía con la mirada fija en Julian, pero no se aprovechó de su incomodidad momentánea. Sus ojos tenían una expresión fatigada. Su rostro había adquirido un rojo poco natural, como si le hubiera subido la presión. Julian no permitió que apareciera en su rostro la más leve expresión de compasión.
       Como en ese momento llevaba ventaja, deseaba desesperadamente conservarla y continuar hasta el final. Le hubiera gustado darle una lección que no olvidara durante mucho tiempo, pero no veía el modo de prolongar la situación. El negro se negaba a salir de detrás del periódico.
       Julian se cruzó de brazos y miró impasible al frente, hacia su madre, pero como si no la viera, como si hubiera dejado de reconocer su existencia. Imaginó una escena en la que, al llegar el autobús a su parada, él se quedaría sentado y cuando ella preguntara «¿No te vas a apear?», él la miraría como a un desconocido que se hubiera dirigido imprudentemente a él. La esquina donde se apeaban solía estar desierta, pero estaba bien iluminada y a ella no le pasaría nada por recorrer sola las cuatro manzanas hasta el gimnasio. Decidió esperar hasta que llegara el momento y ver entonces si la dejaba o no irse sola. Tendría que estar a la puerta del gimnasio a las diez para acompañarla de vuelta a casa, pero la tendría dudando sobre si aparecería. La madre no tenía por qué creer que siempre podía contar con él.
       Julian volvió a retirarse a la habitación de techos altos, sobriamente amueblada con grandes muebles antiguos. Su alma se expandió por un momento, hasta que volvió a reparar en su madre, sentada frente a él, y la visión se hizo añicos. La examinó con frialdad. Los pies calzados con zapatillas se balanceaban como los de un niño y apenas rozaban el suelo. Tenía clavada en él una mirada de exagerada reprobación. Julian se sintió completamente desapegado de ella. En aquellos momentos, de buena gana le hubiera propinado una bofetada, como se la hubiera propinado a un niño muy impertinente que tuviera a su cargo.
       Empezó a imaginar varios modos descabellados de darle una buena lección. Podía hacerse amigo de algún distinguido profesor o abogado negro y llevarlo a casa a pasar la noche. Él se sentiría completamente justificado, pero la presión de su madre subiría a cien. No podía llevar las cosas hasta el extremo de provocarle un ataque y, además, todos sus intentos de conseguir amigos negros habían fracasado. Había intentado trabar amistad en el autobús con algunos de los tipos de mejor aspecto, los que parecían profesores, sacerdotes o abogados. Una mañana, se había sentado al lado de un hombre marrón oscuro de aspecto distinguido que había respondido a sus preguntas con una solemnidad sonora; resultó ser empleado de pompas fúnebres. Otro día, se sentó al lado de un negro fumador de puros que llevaba una sortija de brillantes en el dedo, pero después de unas frases cordiales y forzadas el negro había tocado el timbre, se había levantado, y había metido disimuladamente dos números de lotería en la mano de Julian, mientras pasaba por encima de sus piernas para bajar.
       Imaginó que su madre estaba muy enferma y él sólo podía encontrar un médico negro para que la atendiera. Se entretuvo unos instantes con esta idea y después la abandonó, para verse a sí mismo participando en actos pacíficos contra la segregación racial. Era una posibilidad, pero tampoco se detuvo ahí. Lejos de hacerlo, se acercó al máximo horror. Llevaba a casa a una mujer bonita y sospechosamente oscura. «Prepárate —diría—. No puedes hacer nada. Es la mujer que he escogido. Es inteligente, digna, incluso buena, y ha sufrido y no le ha parecido “divertido”. Ahora persíguenos, adelante, persíguenos. Échala de aquí, pero recuerda que también me echas a mí». Sus ojos se entornaron y vio, a través de la indignación que él mismo había provocado, a su madre al otro lado del pasillo, con el rostro lívido, empequeñecida hasta adquirir las proporciones de un enano por sus convicciones morales, sentada como una momia bajo el estandarte ridículo de su sombrero.
       La sacudida del autobús al pararse lo sacó una vez más de sus fantasías. La puerta se abrió con un ruido siseante y surgió de la oscuridad una mujer de color corpulenta, alegremente vestida y de expresión hosca, con un niño de la mano. El crío, de unos cuatro años, vestía un trajecito de cuadros con pantalón corto y un sombrero tirolés con una pluma azul. Julian albergó la esperanza de que se sentara a su lado y que la mujer se hiciera sitio al lado de su madre. No podía imaginar mejor solución.
       Mientras esperaba a que le dieran las fichas, la mujer miró el interior del autobús en busca de un asiento… con la idea, deseaba Julian, de elegir precisamente aquel donde menos se la deseaba. Había algo en aquella mujer que le resultaba conocido, pero Julian no podía precisar de qué se trataba. Era un gigante. La expresión de su rostro indicaba que no sólo sabía enfrentarse a la oposición, sino también provocarla. El gran labio inferior caído era como un letrero de advertencia: no me molesten. La colosal figura iba embutida en un vestido de crepé verde y los pies desbordaban de los zapatos rojos. Llevaba un sombrero espantoso. El ala de terciopelo morado bajaba por un lado y subía por el otro y el resto era verde y parecía un cojín del que escapara el relleno. Llevaba un bolso rojo monumental, lleno de bultos por todas partes como si contuviera piedras.
       Julian se sintió desilusionado al ver que el niño se encaramaba al asiento vacío que había al lado de su madre. Su madre incluía a todos los niños en una categoría común; negros o blancos, todos eran «monos», y le parecía incluso que los negritos eran más monos en general que los blancos. Sonrió al crío mientras éste subía al asiento.
       Entretanto, la mujer se desplomaba en el asiento vacío al lado de Julian. El vio molesto cómo se apretujaba en el hueco. Observó que la expresión de su madre cambiaba al ver que la mujer se acomodaba a su lado y con gran satisfacción advirtió que esto la molestaba más a ella que a él. Su rostro había adquirido un tono casi grisáceo y en sus ojos había una mirada atónita, como si se hubiera puesto repentinamente enferma al ver algo terrible. Julian creyó comprender que era porque, en cierto modo, las dos mujeres habían intercambiado a sus hijos. Aunque su madre no captara la importancia simbólica del hecho, sin duda lo presentía. El regocijo de él se reflejó claramente en su rostro.
       La mujer sentada a su lado masculló algo ininteligible. Julian tuvo conciencia de una presencia encrespada a su lado, de un maullido sordo como el de un gato furioso. Sólo veía el bolso rojo en posición vertical sobre los muslos verdes y enormes. Recordó a la mujer en el momento en que esperaba las fichas: la figura pesada que brotaba de los zapatos rojos, las caderas macizas, el busto enorme, la expresión altiva, y llegó al sombrero verde y morado.
       Sus ojos se abrieron como platos.
       El espectáculo de los dos sombreros, idénticos, apareció ante él con el resplandor de un radiante amanecer. Su rostro se iluminó de alegría. Le costaba creer que el destino le hubiera impuesto a su madre una lección semejante. Soltó una risita para que ella le mirara y viera que ya se había dado cuenta. La madre volvió despacio los ojos hacia él. El azul de sus pupilas se había convertido en un violáceo como el de un moretón. Por un momento Julian percibió con incomodidad su inocencia, pero sólo unos segundos, hasta que sus principios lo rescataron. La justicia le daba derecho a reírse. La sonrisa se fue endureciendo en sus labios para comunicar a la madre, tan claramente como si lo hiciera con palabras: «Tu mezquindad merece este castigo. Nunca olvidarás esta lección».
       Los ojos de la madre se dirigieron hacia la mujer. No parecía poder sostener la mirada de Julian y prefirió concentrarse en la mujer. Él volvió a tener conciencia de aquella presencia encrespada a su lado. La mujer rugía como un volcán a punto de erupción. Un ligero temblor empezó a insinuarse en la comisura de la boca de su madre. Con gran desánimo, Julian descubrió señales incipientes de recuperación en su rostro y se dio cuenta de que, de repente, aquello iba a parecerle muy divertido y de que, a fin de cuentas, no habría tal lección. La madre no apartaba la vista de la mujer y apareció en su rostro una sonrisa divertida, como si la otra fuera un mono que le hubiera robado el sombrero. El negrito la miraba con ojos grandes y fascinados. Llevaba un buen rato intentando atraer su atención.
       —¡Carver! —dijo la mujer de repente—. ¡Ven aquí!
       Al ver que por fin todos estaban pendientes de él, Carver puso los pies sobre el asiento y se volvió hacia la madre de Julian con una risita.
       —¡Carver! —repitió la mujer—. ¿M’oyes? ¡Ven aquí!
       Carver bajó del asiento pero permaneció en cuclillas, recostado contra él y con la cabeza vuelta pícaramente hacia la madre de Julian, que le sonreía. La negra extendió la mano y agarró al niño. Él se enderezó y apoyó la espalda en las rodillas de la mujer, todavía sonriendo a la madre de Julian.
       —Qué curioso, ¿verdad? —dijo la madre de Julian a la mujer de los dientes salidos.
       —Supongo que sí —repuso la otra sin demasiada convicción.
       La negra tiró de su hijo para que se pusiera en pie, pero él se soltó, volvió a cruzar corriendo el pasillo y sin parar de reír se encaramó a toda prisa en el asiento vacío al lado de su amor.
       —Me parece que le gusto —comentó la madre de Julian, y sonrió a la negra.
       Era la sonrisa que utilizaba cuando quería ser especialmente amable con un inferior. Julian vio que todo estaba perdido. La lección resbalaba por ella como la lluvia por un tejado.
       La negra se levantó y arrancó al niño del asiento como si lo estuviera librando de un contagio. Julian podía sentir la rabia de la negra por no tener un arma como la sonrisa de su madre. Dio al niño un manotazo en la pierna. El crío lanzó un aullido y después hundió la cabeza en el estómago de la negra y empezó a darle patadas en las canillas.
       —Compórtate —dijo la mujer con vehemencia.
       El autobús paró de nuevo y bajó el negro que había estado leyendo el periódico. La mujer se corrió en el asiento y colocó de malos modos al niño entre ella y Julian. Lo agarraba con firmeza por la rodilla. Inesperadamente el chiquillo se tapó la cara con las manos y miró a la madre de Julian por entre los dedos.
       —¡Te veoooo! —dijo ella, y se puso también una mano delante de la cara y le miró.
       La negra bajó las manos de su hijo a bofetadas.
       —Deja d’hacer el tonto —le ordenó—, ¡o te mato a palos!
       Julian agradeció que la siguiente parada fuera la suya. Se levantó y tocó el timbre. La mujer también alzó la mano para tocarlo. «Dios mío», pensó él. Tuvo el terrible presentimiento de que, cuando bajaran todos juntos del autobús, su madre abriría el bolso para darle al niño una moneda. Ese gesto sería en ella tan natural como el respirar. El autobús se detuvo, la negra se levantó y, arrastrando al niño tras ella, se dirigió a la puerta a grandes pasos. El niño quería quedarse. Julian y su madre se levantaron y los siguieron. Al acercarse a la puerta, Julian intentó coger el bolso de su madre.
       —No —murmuró ella—, quiero darle al pequeño una moneda.
       —¡No! —siseó Julian—. ¡No!
       Su madre sonrió al niño y abrió el bolso. La puerta del autobús se abrió y la negra cogió al niño por el brazo y bajó con él colgado de la cadera. Ya en la calle, lo puso en el suelo y lo zarandeó.
       La madre de Julian había tenido que cerrar el bolso mientras bajaba el estribo del autobús, pero en cuanto puso los pies en el suelo volvió a abrirlo y a buscar dentro de él.
       —Sólo encuentro un centavo —susurró—, pero parece nuevo.
       —¡No lo hagas! —masculló Julian con furia.
       Había una farola en la esquina y su madre corrió hacia ella para ver mejor. La negra se alejaba rápidamente tirando del niño, que todavía miraba hacia atrás.
       —¡Oye, pequeño! —lo llamó la madre de Julian. Dio unos pasos rápidos y los alcanzó más allá de la farola—. Toma, un centavo nuevo y reluciente para ti. —Y le tendió la moneda, que brillaba cobriza bajo la luz tenue.
       La mujerona se volvió y se quedó allí plantada unos instantes, con los hombros levantados y en el rostro una expresión de ira frustrada, mirando fijamente a la madre de Julian. De repente, pareció estallar como la pieza de una máquina a la que se hubiera aplicado una presión excesiva. Julian vio que salía disparado el puño negro con el bolso rojo. Cerró los ojos y se encogió al oír gritar a la mujer.
       —¡No acepta limosna de nadie!
       Cuando abrió los ojos, la mujer desaparecía calle abajo con el crío, que miraba con los ojos muy abiertos por encima del hombro. La madre de Julian estaba sentada en la acera.
       —Te dije que no lo hicieras —exclamó Julian, furioso—. ¡Te dije que no lo hicieras!
       Se quedó mirándola un instante, con los dientes apretados. Ella tenía las piernas estiradas y el sombrero en el regazo. Julian se agachó y le miró la cara. Estaba vacía de expresión.
       —Has recibido exactamente lo que merecías. Ahora levántate.
       Recogió su bolso y metió en él lo que estaba esparcido por el suelo. Le quitó el sombrero del regazo. Vio el centavo sobre la acera, lo cogió también y lo dejó caer en el bolso ante los ojos de su madre. Después se irguió y le ofreció las manos para ayudarla a levantarse. Ella seguía inmóvil. Julian suspiró. Estaban rodeados de edificios de pisos negros, en los que resaltaban rectángulos irregulares de luz. Al final de la calle, un hombre salió por una puerta y se fue en dirección opuesta.
       —Está bien —dijo Julian—. Supón que alguien pasa por aquí y quiere saber por qué estás sentada en la acera.
       Ella aceptó la mano y respirando con dificultad tiró de ella hasta levantarse. Una vez en pie, se tambaleó ligeramente, como si las manchas de luz dieran vueltas a su alrededor en la oscuridad. Sus ojos, apagados y confusos, se fijaron por fin en el rostro de Julian. Él no hizo el menor esfuerzo por ocultar su irritación.
       —Espero que esto te sirva de lección —le dijo.
       La mujer se inclinó hacia delante y sus ojos examinaron el rostro de Julian. Parecía intentar determinar su identidad. Luego, como si no lo conociera de nada, echó a andar deprisa en dirección contraria a donde estaba el gimnasio.
       —¿No vas al gimnasio? —le preguntó él.
       —A casa —murmuró ella.
       —¿Vamos a ir andando?
       Por toda respuesta, su madre continuó caminando. Julian la siguió, con las manos a la espalda. No veía por qué razón no había de rematar la lección que ella había recibido con una explicación sobre su significado. Era mejor que comprendiera lo que le había ocurrido.
       —No creas que era sólo una negra con pretensiones —dijo Julian—. Era toda la raza negra, que ya no aceptará tus centavos condescendientes. Era tu doble negro. Tiene derecho a llevar el mismo sombrero que tú, y, a decir verdad —añadió gratuitamente (porque le pareció divertido)—, le sentaba mejor que a ti. Lo que todo esto significa es que ha desaparecido el viejo mundo. Las viejas costumbres han caído en desuso y tu afabilidad no vale un pimiento. —Pensó con amargura en la casa perdida para él—. Ya no eres la que crees ser.
       Ella siguió adelante, sin hacerle caso. El pelo se le había soltado por un lado. Dejó caer el bolso sin darse cuenta. Él se agachó a recogerlo y se lo tendió, pero ella no lo cogió.
       —No tienes que comportarte como si esto fuera el fin del mundo, porque no lo es —prosiguió Julian—. De ahora en adelante tendrás que vivir en un mundo nuevo y enfrentarte por primera vez a algunas cosas. Ánimo, que de eso no se muere nadie.
       La madre respiraba rápidamente.
       —Esperemos el autobús —propuso Julian.
       —Casa —dijo ella con voz pastosa.
       —No me gusta que te portes, así. Pareces una niña. Esperaba más de ti. —Decidió esperar él el autobús y obligarla así a detenerse—. Yo no doy un paso más. Nos vamos en el autobús.
       Ella siguió como si no le hubiera oído. Julian dio unos pasos, la cogió por el brazo y la detuvo. Le miró la cara y se le cortó el aliento. Aquella cara le era desconocida.
       —Dile al abuelo que me venga a recoger —dijo ella.
       Él la miró fijamente, anonadado.
       —Dile a Caroline que me venga a recoger —dijo ella.
       Él la soltó, atónito, y la madre echó a andar, de nuevo. Caminaba como si tuviera una pierna más corta que la otra. Una marea de oscuridad pareció llevársela lejos de él.
       —¡Madre! —gritó Julian—. ¡Cariño, tesoro, espérame!
       Ella se desmoronó y se desplomó en el suelo. Julian corrió y cayó a su lado gritando:
       —¡Mamá, mamá!
       Dio la vuelta al cuerpo. Vio que su rostro estaba desencajado. La pupila de un ojo, enorme y fija, se desplazaba levemente hacia la izquierda como si se hubiera desprendido. El otro ojo estaba fijo en él, examinaba de nuevo su cara y, al no encontrar nada, se cerró.
       —¡Espérame aquí! ¡Espérame aquí! —gritó Julian, que se levantó de un salto y echó a correr hacia un grupo de luces que vio a lo lejos—. ¡Socorro, socorro! —exclamó, pero su voz era débil, apenas un hilo.
       Las luces se alejaban más cuanto más deprisa corría y sus pies se movían entumecidos como si no lo llevaran a ninguna parte. La marea de oscuridad parecía arrastrarlo de nuevo hacia ella, retrasando instante tras instante la entrada de Julian en el mundo del remordimiento y el pesar.


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