Flannery O'Connor
El médico había dicho a la madre de Julian que tenía que
adelgazar diez kilos porque estaba alta de presión, así que los miércoles por
la noche Julian tenía que llevarla en autobús al centro de la ciudad para que
asistiera a su clase de adelgazamiento. La clase de adelgazamiento estaba
destinada a mujeres mayores de cincuenta años que trabajaban y cuyo peso
oscilaba entre los ochenta y los cien kilos. Su madre era de las más delgadas,
pero le explicó que las señoras no revelaban su edad ni su peso. No estaba
dispuesta a ir sola en autobús de noche desde que se admitía a los negros y,
como la clase de adelgazamiento constituía uno de sus pocos placeres, era
necesaria para su salud y gratis, dijo que lo menos que podía hacer Julian era
llevarla, si se consideraba todo lo que ella había hecho por él. A Julian no le
gustaba considerar todo lo que había hecho por él, pero cada miércoles por la
noche se armaba de valor y la llevaba.
La mujer estaba
casi a punto de salir, de pie ante el espejo del pasillo, poniéndose el
sombrero, mientras él, con las manos detrás de la espalda, parecía sujeto al
marco de la puerta esperando como san Sebastián a que las flechas empezaran a
atravesarle. El sombrero era nuevo y le había costado siete dólares y medio.
Repetía una y otra vez:
—Quizá no
tendría que haberme gastado tanto dinero. No, no debí hacerlo. Me lo quitaré y
lo devolveré mañana. No tendría que haberlo comprado.
Julian levantó
los ojos al cielo.
—Sí, sí debiste
comprarlo —dijo—. Póntelo y vamos.
Era un sombrero
espantoso. El ala de terciopelo morado bajaba por un lado y subía por el otro,
y el resto era verde y parecía un cojín del que escapara el relleno. Julian
pensó que era menos cómico que patético. Todo lo que a ella le daba placer era
pequeño y lo deprimía.
Levantó el
sombrero una vez más y se lo colocó despacio sobre la cabeza. Dos alas de pelo
cano surgían a ambos lados del rostro sonrosado, pero los ojos, de un azul
cielo, eran tan inocentes y vírgenes de experiencia como debieron de serlo
cuando tenía diez años. De no haber sido una viuda que había luchado duramente
para alimentarlo, vestirlo y pagarle los estudios, y que todavía lo mantenía,
«hasta que te valgas por ti mismo», podría haber pasado por una niña que él
tenía que llevar a la ciudad.
—Ya está bien,
ya está bien —dijo Julian—. Vámonos.
Abrió la puerta
y empezó a andar por la acera para obligar a su madre a ponerse en marcha. El
cielo era de un violeta desvaído, y las casas destacaban oscuras contra él,
monstruosidades bulbosas de color bilioso y de una fealdad uniforme aunque no
había dos iguales. Como había sido un barrio elegante cuarenta años atrás, su
madre se empeñaba en creer que era el sitio adecuado para tener un piso. Todas
las casas estaban rodeadas por un estrecho anillo de tierra, y en todos los
anillos solía haber sentado un niño mugriento. Julian caminaba con las manos en
los bolsillos, la cabeza gacha y adelantada, los ojos vidriosos por la
determinación de hacerse completamente insensible durante el tiempo que durara
el sacrificio de complacer a su madre.
La puerta se
cerró y él se dio la vuelta para encontrarse con que la figura regordeta,
rematada por el atroz sombrero, se le acercaba.
—Bueno —dijo
ella—, sólo se vive una vez, y si me ha salido un poco más caro al menos tengo
la seguridad de que no se lo veré puesto a otras personas.
—Algún día ganaré dinero —afirmó Julian, sin
convicción (sabía bien que eso no iba a ocurrir)— y entonces podrás permitirte
esas mamarrachadas siempre que se te antoje.
Pero primero
cambiarían de casa. Imaginó un lugar donde los vecinos más cercanos estarían a
cinco kilómetros.
—A mí me parece
que te va muy bien —afirmó la madre poniéndose los guantes—. Sólo hace un año
que saliste de la universidad. Todo se andará.
Era una de las
pocas mujeres de la clase de adelgazamiento que llegaba con sombrero y guantes,
y que tenía un hijo que había estudiado en la universidad.
—Hace falta
tiempo —prosiguió ella—, y el mundo está patas arriba. Este sombrero me
favorecía más que los otros, aunque cuando me lo enseñó le dije: «Llévese eso, no
me lo pondría por nada del mundo», y ella me respondió: «Espere a vérselo
puesto», y cuando me lo puso dije: «Bueeeno», y ella dijo: «Si quiere saber mi
opinión, este sombrero le va y usted le va al sombrero, y además no se lo verá
puesto a otras personas».
Julian pensó
que le habría sido más fácil reconciliarse con su suerte si ella hubiera sido
egoísta, si hubiera sido una vieja bruja, borracha y cascarrabias. Siguió
andando, saturado por la depresión, como si en el punto culminante de su martirio
hubiera perdido la fe. Ella, al ver su cara larga, desesperanzada y molesta, se
detuvo de repente, con expresión apesadumbrada, y le tiró del brazo.
—Espérame.
Vuelvo a casa para quitarme esta cosa de la cabeza y mañana lo devolveré. No
estaba en mis cabales. Con esos siete dólares y medio podré pagar la factura
del gas. Él la cogió violentamente por el brazo.
—No lo vas a
devolver. Me gusta.
—Me parece que
debo…
—Cállate y
disfruta de él —masculló Julian, más deprimido que nunca.
—Tal como está
el mundo, es un milagro que podamos disfrutar de algo. Todo anda revuelto y
nadie está en el lugar que le corresponde.
Julian suspiró.
—Claro que
—añadió ella—, si uno sabe quién es, puede ir cualquier parte. —Decía esto cada
vez que él la llevaba a la clase de adelgazamiento—. Casi todas las de la clase
no son de los nuestros, pero yo puedo ser amable con cualquiera. Sé quién soy.
—Les importa un
pito tu amabilidad —replicó Julian, furioso—. Eso de saber quién eres sólo vale
para una generación. No tienes la más remota idea de cuál es ahora tu verdadera
posición ni de quién eres.
Ella se detuvo
un momento y dejó que sus ojos lo miraran relampagueantes.
—Claro que sé
quién soy, y si tú no sabes quién eres me avergüenzo de ti.
—¡Otra vez!
—Tu bisabuelo
fue gobernador de este estado —afirmó ella—. Tu abuelo fue un rico
terrateniente. Tu abuela era una Godhigh.
—¿Quieres mirar
alrededor y ver dónde estás ahora? —dijo él, tenso, mientras con un gesto
circular indicaba el barrio, cuya pobreza quedaba un poco disimulada por la
oscuridad creciente.
—Siempre eres
quien eres. Tu bisabuelo tenía una plantación y doscientos esclavos.
—Ya no hay
esclavos —replicó él, irritado.
—Estaban mejor
cuando lo eran.
Él refunfuñó al
ver que su madre volvía a sacar el tema. Se precipitaba regularmente en él como
un tren por una vía abierta. Él conocía todas las paradas, todos los cruces,
todos los pantanos, y sabía el momento exacto en que la conclusión entraría
majestuosa en la estación: «Es ridículo. No es realista, simplemente. Deben
mejorar, eso sí, pero sin salirse de su sitio».
—Dejémoslo
—dijo Julian.
—Los que de
veras me dan pena son los medio blancos. Menuda tragedia.
—¿Quieres hacer
el favor de dejarlo de una vez?
—Supón que
fuéramos medio blancos. Desde luego tendríamos sentimientos encontrados.
—Yo ya tengo
sentimientos encontrados —gruñó Julian.
—Bueno,
hablemos de algo más agradable. Recuerdo que de niña iba a casa del abuelo. En
aquel entonces, la casa tenía una escalinata doble que subía al segundo piso;
la cocina estaba en el primero. A mí me gustaba quedarme en la cocina por el
olor que despedían las paredes. Solía sentarme con la nariz pegada al yeso y
respiraba profundamente. En realidad, la casa pertenecía a los Godhigh, pero tu
abuelo Chestny pagó la hipoteca y consiguió rescatarla. Pasaban dificultades,
pero, con dificultades o sin ellas, nunca olvidaron quiénes eran.
—Aquella
mansión decrépita debía de recordárselo —masculló Julian.
Nunca hablaba
de la casa sin desprecio, y nunca pensaba en ella sin deseo. La había visto una
vez, de niño, antes de que se vendiera. La doble escalinata se había podrido y
derrumbado. Ahora unos negros vivían allí. Pero en la mente de Julian la
mansión permanecía tal como la había conocido su madre. Surgía en sus sueños
con frecuencia. Él estaba casi siempre en el amplio porche, oyendo el murmullo
de las hojas de los robles, después avanzaba por el vestíbulo de altos techos
hasta el salón contiguo y observaba las alfombras raídas y los cortinajes
descoloridos. Pensaba que era él, no su madre, quien la había apreciado en su
justo valor. Prefería aquella elegancia decadente a cualquier otra cosa en el
mundo que conociera y por eso todos los barrios en que habían vivido fueron un
tormento para él, mientras que su madre apenas notó la diferencia. Ella
calificaba su insensibilidad de «saber adaptarse».
—Y recuerdo a
la vieja negrita que fue mi niñera, Caroline. No ha habido mejor persona en el
mundo. Siempre he sentido un gran respeto por mis amigos de color. Y haría
cualquier cosa por ellos, y ellos…
—¿Quieres dejar
ese tema de una vez?
Cuando subía
sólo a un autobús, se sentaba al lado de un negro a propósito, como reparación
por los pecados de su madre.
—¡Qué
susceptible estás esta noche! —dijo la mujer—, ¿Te encuentras bien?
—Sí, me
encuentro bien, y ahora déjame en paz.
Ella apretó los
labios.
—La verdad es
que estás de muy mal humor —observó—. No pienso hablarte más.
Llegaron a la
parada de autobús. No había ninguno a la vista y Julian, con las manos todavía
hundidas en los bolsillos y la cabeza hacia delante, miró con expresión ceñuda
a lo largo de la calle. La irritación de tener que esperar el autobús y luego
subir a él empezó a reptarle por el cuello como una mano caliente. Reparó en la
presencia de su madre cuando ésta lanzó un suspiro quejumbroso. Estaba muy
erguida bajo aquel sombrero que llevaba como una bandera de su imaginaria
dignidad. Julian tuvo el perverso impulso de quebrantar su entereza. De
repente, se desanudó la corbata, se la quitó de un tirón y se la metió en el
bolsillo.
Ella se puso
rígida.
—¿Por qué
tienes que ir así cuando me llevas a la ciudad? ¿por qué me avergüenzas
deliberadamente?
—Si no eres
capaz de comprender dónde estás, al menos podrás darte cuenta de dónde estoy
yo.
—Pareces un…
maleante.
—A lo mejor lo
soy —murmuró él.
—Voy a volver a
casa y no te molestaré más. Si no eres capaz de hacer algo tan pequeño por mí…
Julian alzó los
ojos al cielo y volvió a ponerse la corbata.
—Reintegrado a
mi clase —masculló, y adelantó la cabeza hacia ella para susurrar—: La
verdadera cultura está en la mente, la mente. —Se dio unos golpecitos en la
cabeza—. En la mente.
—Está en el
corazón y en cómo se hacen las cosas. El modo de hacer las cosas está
determinado por ser quien eres.
—A nadie en ese
maldito autobús le importa quién eres.
—A mí me
importa quién soy —replicó ella en tono glacial.
El autobús iluminado surgió en lo alto de la
cuesta y avanzaron por la calle a su encuentro. Julian la cogió por el codo y
la ayudó a subir el estribo chirriante. La madre entró con una leve sonrisa,
como si cruzara el umbral de un salón donde todos la estuvieran esperando.
Mientras él introducía las fichas, ella se sentó en uno de los amplios asientos
delanteros, donde cabían tres pasajeros, de cara al pasillo. Una mujer delgada
con los dientes salidos y una larga cabellera amarilla estaba sentada en el otro
extremo. La madre se corrió hacia ella y dejó sitio a Julian a su lado. Él se
sentó y, al mirar el suelo, vio al otro lado del pasillo unos pies delgados
dentro de unas sandalias de lona rojas y blancas.
La madre inició
inmediatamente una conversación general destinada a atraer a cualquiera que
tuviera ganas de hablar.
—No puede hacer
más calor —dijo, mientras sacaba del bolso un abanico negro con una escena
japonesa, que empezó a mover ante su rostro.
—Sí que puede
hacer más —comentó la mujer de los dientes salidos—, pero estoy segura de que
mi piso no puede calentarse más.
—Debe de darle
el sol por la tarde —comentó la madre. Se inclinó hacia delante e inspeccionó
el autobús. Estaba medio lleno. Todos eran blancos—. Veo que tenemos el autobús
para nosotros solos.
Julian se puso
tenso.
—Sí, qué raro
—dijo la mujer del otro lado del pasillo, la dueña de las sandalias rojas y
blancas—. Subí a uno el otro día y no había más que pulgas. Incluso delante.
Por todas partes.
—El mundo está
patas arriba —observó la madre—. No sé cómo hemos permitido que se llegara a
estos extremos.
—Lo que más me
chincha son esos muchachos de buena familia que se dedican a robar neumáticos
—dijo la mujer de los dientes salidos—. Ya se lo he dicho a mi hijo, le he
dicho: «Puedes no ser rico, pero te he dado educación, y si te pesco alguna vez
en un lío así ya pueden mandarte al reformatorio, será el lugar que te
corresponde».
—La educación
se demuestra siempre —dijo la madre—. ¿Su hijo va al instituto?
—Está en
noveno.
—El mío acabó
la universidad el año pasado. Quiere ser escritor, pero de momento vende
máquinas de escribir, hasta abrirse camino.
La mujer se
inclinó hacia delante y miró detenidamente a Julian. Él le lanzó una mirada tan
malévola que ella se encogió en su asiento. En el suelo, al otro lado del
pasillo, había un periódico tirado. Él se levantó para recogerlo y lo abrió
delante de su rostro. Su madre siguió la conversación en un discreto medio
tono, pero la mujer del otro lado del pasillo dijo con voz estridente:
—Eso está muy
bien. Vender máquinas no está muy lejos de escribir. Puede pasar fácilmente de
una cosa a la otra.
—Yo le digo que
todo se andará —comentó la madre.
Detrás del
periódico, Julian se recluía más y más en el compartimiento interior de su
mente, donde pasaba la mayor parte del tiempo. Era una especie de burbuja
mental en la que se acomodaba cuando no soportaba formar parte de lo que
sucedía alrededor. Desde ella podía mirar hacia fuera y juzgar, pero dentro de
ella estaba a buen recaudo de cualquier penetración del exterior. Era el único
lugar donde se sentía a salvo de la idiotez general del prójimo. Su madre nunca
había entrado allí, pero Julian podía verla con absoluta claridad.
La vieja era
bastante inteligente y a Julian le parecía que, si hubiera partido de una
premisa correcta, habría podido esperarse más de ella. Vivía de acuerdo con las
leyes de su propio mundo imaginario y nunca la había visto aventurarse fuera de
él. La ley de ese mundo consistía en sacrificarse por su hijo después de haber
creado la necesidad de ese sacrificio al convertirlo todo en un enorme lío. Si
él había permitido estos sacrificios era porque la falta de previsión de su
madre los había hecho necesarios. Toda la vida de aquella mujer había sido una
lucha para comportarse como una Chestny sin los bienes de los Chestny, y para
darle todo lo que ella creía que debía tener un Chestny; pero, ya que la lucha
era divertida, ¿por qué quejarse?, decía ella. Y cuando se había ganado, como
era su caso, ¡qué divertido recordar los tiempos difíciles! Él no podía
perdonarle que hubiera disfrutado con la lucha, ni que pensara que ella había
ganado.
Cuando decía
que había ganado, se refería a que lo había criado como era debido, lo había
mandado a la universidad y él le había salido muy bien: guapo (los dientes de
la madre habían quedado sin empastar para que los de él pudieran enderezarse),
inteligente (demasiado inteligente para triunfar, pensaba él) y con un futuro
por delante (naturalmente, el tal futuro no existía). Ella justificaba el
pesimismo del hijo con el argumento de que todavía estaba madurando, y sus
ideas radicales, por su falta de experiencia práctica. Decía que no sabía aún
nada de la «vida», que aún no había entrado en el mundo real, cuando lo cierto
era que estaba tan desencantado de él como pudiera estarlo un hombre de
cincuenta años.
Lo más irónico
de todo era que, a pesar de ella, hubiera salido tan bien. A pesar de haber ido
a una universidad de tercera, había adquirido, por propia iniciativa, una
cultura de primera; a pesar de haber crecido bajo el dominio de una mente
estrecha, había conseguido una mente amplia; a pesar de las estúpidas convicciones
de ella, él estaba libre de prejuicios y no le daba miedo enfrentarse a la
realidad. Y lo más milagroso era que, lejos de estar cegado por el cariño hacia
ella, como ella lo estaba por él, había cortado las ataduras emocionales que lo
unían a su madre y era capaz de analizarla con una objetividad absoluta. No
estaba dominado por su madre.
El autobús se
detuvo con una sacudida inesperada y lo sacó de sus meditaciones. Una mujer
avanzó a trompicones desde la parte trasera y estuvo a punto de caer sobre su
periódico, pero recobró el equilibrio a tiempo. Se apeó y subió un negro
corpulento. Julian mantuvo el periódico bajo para seguir la escena. Le
proporcionaba cierta satisfacción ver la injusticia en su funcionamiento
cotidiano. Confirmaba su punto de vista de que, salvo raras excepciones, no
había nadie en quinientos kilómetros a la redonda a quien valiera la pena
conocer. El negro iba bien vestido y llevaba una cartera. Miró alrededor y se
sentó en la otra punta del asiento ocupado por la mujer de las sandalias rojas
y blancas de lona. Inmediatamente abrió un periódico y se ocultó tras él. El
codo de la madre de Julian le golpeó insistente en las costillas.
—¿Ves por qué
no quiero ir sola en autobús?
La mujer de las
sandalias de lona rojas y blancas se había levantado al ver que el negro se
sentaba y se había trasladado a la parte posterior del autobús para ocupar el
asiento de la mujer que se había apeado. La madre se inclinó hacia delante y le
dirigió una mirada de aprobación.
Julian se
levantó, cruzó el pasillo y se sentó en el lugar de la mujer de las sandalias
de lona. Desde esa posición, miró serenamente a su madre, cuyo rostro había
enrojecido de ira. Él la miraba de hito en hito, con los ojos de un
desconocido. Sintió que la tensión aumentaba en él, como si hubiera declarado
la guerra a su madre.
Le hubiera
gustado entablar conversación con el negro y hablar con él de arte o de
política o de cualquier tema del que los demás no entendieran, pero el hombre
permanecía atrincherado tras su periódico. O fingía no haberse dado cuenta del
cambio de asientos, o no lo había advertido. Julian no encontraba el modo de
transmitirle su solidaridad.
La madre le
miraba fijamente a la cara con una expresión de reproche. La mujer de los
dientes salidos lo observaba con avidez, como si fuera un nuevo tipo de
monstruo.
—¿Tiene fuego?
—preguntó Julian al negro.
Sin apartar la
mirada del periódico, el hombre buscó en el bolsillo y le tendió una caja de
cerillas.
—Gracias —dijo
Julian.
Por unos
segundos sostuvo las cerillas en la mano como un tonto. Un prohibido fumar lo
miraba desde encima de la puerta. El letrero no le hubiera disuadido, pero no
tenía cigarrillos. Había dejado de fumar hacía unos meses porque no podía
permitirse comprar tabaco.
—Lo siento
—murmuró, y le devolvió las cerillas.
El negro bajó
el periódico y le miró molesto. Cogió las cerillas y levantó de nuevo el
periódico.
La madre seguía
con la mirada fija en Julian, pero no se aprovechó de su incomodidad
momentánea. Sus ojos tenían una expresión fatigada. Su rostro había adquirido
un rojo poco natural, como si le hubiera subido la presión. Julian no permitió
que apareciera en su rostro la más leve expresión de compasión.
Como en ese
momento llevaba ventaja, deseaba desesperadamente conservarla y continuar hasta
el final. Le hubiera gustado darle una lección que no olvidara durante mucho
tiempo, pero no veía el modo de prolongar la situación. El negro se negaba a
salir de detrás del periódico.
Julian se cruzó
de brazos y miró impasible al frente, hacia su madre, pero como si no la viera,
como si hubiera dejado de reconocer su existencia. Imaginó una escena en la
que, al llegar el autobús a su parada, él se quedaría sentado y cuando ella
preguntara «¿No te vas a apear?», él la miraría como a un desconocido que se
hubiera dirigido imprudentemente a él. La esquina donde se apeaban solía estar
desierta, pero estaba bien iluminada y a ella no le pasaría nada por recorrer
sola las cuatro manzanas hasta el gimnasio. Decidió esperar hasta que llegara
el momento y ver entonces si la dejaba o no irse sola. Tendría que estar a la
puerta del gimnasio a las diez para acompañarla de vuelta a casa, pero la
tendría dudando sobre si aparecería. La madre no tenía por qué creer que
siempre podía contar con él.
Julian volvió a
retirarse a la habitación de techos altos, sobriamente amueblada con grandes
muebles antiguos. Su alma se expandió por un momento, hasta que volvió a
reparar en su madre, sentada frente a él, y la visión se hizo añicos. La
examinó con frialdad. Los pies calzados con zapatillas se balanceaban como los
de un niño y apenas rozaban el suelo. Tenía clavada en él una mirada de
exagerada reprobación. Julian se sintió completamente desapegado de ella. En
aquellos momentos, de buena gana le hubiera propinado una bofetada, como se la
hubiera propinado a un niño muy impertinente que tuviera a su cargo.
Empezó a imaginar
varios modos descabellados de darle una buena lección. Podía hacerse amigo de
algún distinguido profesor o abogado negro y llevarlo a casa a pasar la noche.
Él se sentiría completamente justificado, pero la presión de su madre subiría a
cien. No podía llevar las cosas hasta el extremo de provocarle un ataque y,
además, todos sus intentos de conseguir amigos negros habían fracasado. Había
intentado trabar amistad en el autobús con algunos de los tipos de mejor
aspecto, los que parecían profesores, sacerdotes o abogados. Una mañana, se
había sentado al lado de un hombre marrón oscuro de aspecto distinguido que
había respondido a sus preguntas con una solemnidad sonora; resultó ser
empleado de pompas fúnebres. Otro día, se sentó al lado de un negro fumador de
puros que llevaba una sortija de brillantes en el dedo, pero después de unas
frases cordiales y forzadas el negro había tocado el timbre, se había
levantado, y había metido disimuladamente dos números de lotería en la mano de
Julian, mientras pasaba por encima de sus piernas para bajar.
Imaginó que su
madre estaba muy enferma y él sólo podía encontrar un médico negro para que la
atendiera. Se entretuvo unos instantes con esta idea y después la abandonó,
para verse a sí mismo participando en actos pacíficos contra la segregación
racial. Era una posibilidad, pero tampoco se detuvo ahí. Lejos de hacerlo, se
acercó al máximo horror. Llevaba a casa a una mujer bonita y sospechosamente
oscura. «Prepárate —diría—. No puedes hacer nada. Es la mujer que he escogido.
Es inteligente, digna, incluso buena, y ha sufrido y no le ha parecido
“divertido”. Ahora persíguenos, adelante, persíguenos. Échala de aquí, pero
recuerda que también me echas a mí». Sus ojos se entornaron y vio, a través de
la indignación que él mismo había provocado, a su madre al otro lado del
pasillo, con el rostro lívido, empequeñecida hasta adquirir las proporciones de
un enano por sus convicciones morales, sentada como una momia bajo el
estandarte ridículo de su sombrero.
La sacudida del
autobús al pararse lo sacó una vez más de sus fantasías. La puerta se abrió con
un ruido siseante y surgió de la oscuridad una mujer de color corpulenta,
alegremente vestida y de expresión hosca, con un niño de la mano. El crío, de
unos cuatro años, vestía un trajecito de cuadros con pantalón corto y un
sombrero tirolés con una pluma azul. Julian albergó la esperanza de que se
sentara a su lado y que la mujer se hiciera sitio al lado de su madre. No podía
imaginar mejor solución.
Mientras esperaba
a que le dieran las fichas, la mujer miró el interior del autobús en busca de
un asiento… con la idea, deseaba Julian, de elegir precisamente aquel donde
menos se la deseaba. Había algo en aquella mujer que le resultaba conocido,
pero Julian no podía precisar de qué se trataba. Era un gigante. La expresión
de su rostro indicaba que no sólo sabía enfrentarse a la oposición, sino
también provocarla. El gran labio inferior caído era como un letrero de
advertencia: no me molesten. La colosal figura iba embutida en un vestido de
crepé verde y los pies desbordaban de los zapatos rojos. Llevaba un sombrero
espantoso. El ala de terciopelo morado bajaba por un lado y subía por el otro y
el resto era verde y parecía un cojín del que escapara el relleno. Llevaba un
bolso rojo monumental, lleno de bultos por todas partes como si contuviera
piedras.
Julian se
sintió desilusionado al ver que el niño se encaramaba al asiento vacío que
había al lado de su madre. Su madre incluía a todos los niños en una categoría
común; negros o blancos, todos eran «monos», y le parecía incluso que los
negritos eran más monos en general que los blancos. Sonrió al crío mientras
éste subía al asiento.
Entretanto, la
mujer se desplomaba en el asiento vacío al lado de Julian. El vio molesto cómo
se apretujaba en el hueco. Observó que la expresión de su madre cambiaba al ver
que la mujer se acomodaba a su lado y con gran satisfacción advirtió que esto
la molestaba más a ella que a él. Su rostro había adquirido un tono casi grisáceo
y en sus ojos había una mirada atónita, como si se hubiera puesto
repentinamente enferma al ver algo terrible. Julian creyó comprender que era
porque, en cierto modo, las dos mujeres habían intercambiado a sus hijos.
Aunque su madre no captara la importancia simbólica del hecho, sin duda lo
presentía. El regocijo de él se reflejó claramente en su rostro.
La mujer
sentada a su lado masculló algo ininteligible. Julian tuvo conciencia de una
presencia encrespada a su lado, de un maullido sordo como el de un gato
furioso. Sólo veía el bolso rojo en posición vertical sobre los muslos verdes y
enormes. Recordó a la mujer en el momento en que esperaba las fichas: la figura
pesada que brotaba de los zapatos rojos, las caderas macizas, el busto enorme,
la expresión altiva, y llegó al sombrero verde y morado.
Sus ojos se
abrieron como platos.
El espectáculo
de los dos sombreros, idénticos, apareció ante él con el resplandor de un
radiante amanecer. Su rostro se iluminó de alegría. Le costaba creer que el
destino le hubiera impuesto a su madre una lección semejante. Soltó una risita
para que ella le mirara y viera que ya se había dado cuenta. La madre volvió
despacio los ojos hacia él. El azul de sus pupilas se había convertido en un
violáceo como el de un moretón. Por un momento Julian percibió con incomodidad
su inocencia, pero sólo unos segundos, hasta que sus principios lo rescataron.
La justicia le daba derecho a reírse. La sonrisa se fue endureciendo en sus
labios para comunicar a la madre, tan claramente como si lo hiciera con
palabras: «Tu mezquindad merece este castigo. Nunca olvidarás esta lección».
Los ojos de la
madre se dirigieron hacia la mujer. No parecía poder sostener la mirada de
Julian y prefirió concentrarse en la mujer. Él volvió a tener conciencia de
aquella presencia encrespada a su lado. La mujer rugía como un volcán a punto
de erupción. Un ligero temblor empezó a insinuarse en la comisura de la boca de
su madre. Con gran desánimo, Julian descubrió señales incipientes de
recuperación en su rostro y se dio cuenta de que, de repente, aquello iba a
parecerle muy divertido y de que, a fin de cuentas, no habría tal lección. La
madre no apartaba la vista de la mujer y apareció en su rostro una sonrisa
divertida, como si la otra fuera un mono que le hubiera robado el sombrero. El
negrito la miraba con ojos grandes y fascinados. Llevaba un buen rato
intentando atraer su atención.
—¡Carver! —dijo
la mujer de repente—. ¡Ven aquí!
Al ver que por
fin todos estaban pendientes de él, Carver puso los pies sobre el asiento y se
volvió hacia la madre de Julian con una risita.
—¡Carver!
—repitió la mujer—. ¿M’oyes? ¡Ven aquí!
Carver bajó del
asiento pero permaneció en cuclillas, recostado contra él y con la cabeza
vuelta pícaramente hacia la madre de Julian, que le sonreía. La negra extendió
la mano y agarró al niño. Él se enderezó y apoyó la espalda en las rodillas de
la mujer, todavía sonriendo a la madre de Julian.
—Qué curioso,
¿verdad? —dijo la madre de Julian a la mujer de los dientes salidos.
—Supongo que sí
—repuso la otra sin demasiada convicción.
La negra tiró
de su hijo para que se pusiera en pie, pero él se soltó, volvió a cruzar
corriendo el pasillo y sin parar de reír se encaramó a toda prisa en el asiento
vacío al lado de su amor.
—Me parece que
le gusto —comentó la madre de Julian, y sonrió a la negra.
Era la sonrisa
que utilizaba cuando quería ser especialmente amable con un inferior. Julian
vio que todo estaba perdido. La lección resbalaba por ella como la lluvia por
un tejado.
La negra se
levantó y arrancó al niño del asiento como si lo estuviera librando de un
contagio. Julian podía sentir la rabia de la negra por no tener un arma como la
sonrisa de su madre. Dio al niño un manotazo en la pierna. El crío lanzó un
aullido y después hundió la cabeza en el estómago de la negra y empezó a darle
patadas en las canillas.
—Compórtate
—dijo la mujer con vehemencia.
El autobús paró
de nuevo y bajó el negro que había estado leyendo el periódico. La mujer se
corrió en el asiento y colocó de malos modos al niño entre ella y Julian. Lo
agarraba con firmeza por la rodilla. Inesperadamente el chiquillo se tapó la
cara con las manos y miró a la madre de Julian por entre los dedos.
—¡Te veoooo!
—dijo ella, y se puso también una mano delante de la cara y le miró.
La negra bajó
las manos de su hijo a bofetadas.
—Deja d’hacer
el tonto —le ordenó—, ¡o te mato a palos!
Julian
agradeció que la siguiente parada fuera la suya. Se levantó y tocó el timbre.
La mujer también alzó la mano para tocarlo. «Dios mío», pensó él. Tuvo el
terrible presentimiento de que, cuando bajaran todos juntos del autobús, su
madre abriría el bolso para darle al niño una moneda. Ese gesto sería en ella
tan natural como el respirar. El autobús se detuvo, la negra se levantó y,
arrastrando al niño tras ella, se dirigió a la puerta a grandes pasos. El niño
quería quedarse. Julian y su madre se levantaron y los siguieron. Al acercarse
a la puerta, Julian intentó coger el bolso de su madre.
—No —murmuró
ella—, quiero darle al pequeño una moneda.
—¡No! —siseó
Julian—. ¡No!
Su madre sonrió
al niño y abrió el bolso. La puerta del autobús se abrió y la negra cogió al
niño por el brazo y bajó con él colgado de la cadera. Ya en la calle, lo puso
en el suelo y lo zarandeó.
La madre de
Julian había tenido que cerrar el bolso mientras bajaba el estribo del autobús,
pero en cuanto puso los pies en el suelo volvió a abrirlo y a buscar dentro de
él.
—Sólo encuentro
un centavo —susurró—, pero parece nuevo.
—¡No lo hagas! —masculló Julian con furia.
Había una
farola en la esquina y su madre corrió hacia ella para ver mejor. La negra se
alejaba rápidamente tirando del niño, que todavía miraba hacia atrás.
—¡Oye, pequeño!
—lo llamó la madre de Julian. Dio unos pasos rápidos y los alcanzó más allá de
la farola—. Toma, un centavo nuevo y reluciente para ti. —Y le tendió la
moneda, que brillaba cobriza bajo la luz tenue.
La mujerona se
volvió y se quedó allí plantada unos instantes, con los hombros levantados y en
el rostro una expresión de ira frustrada, mirando fijamente a la madre de
Julian. De repente, pareció estallar como la pieza de una máquina a la que se
hubiera aplicado una presión excesiva. Julian vio que salía disparado el puño negro
con el bolso rojo. Cerró los ojos y se encogió al oír gritar a la mujer.
—¡No acepta
limosna de nadie!
Cuando abrió
los ojos, la mujer desaparecía calle abajo con el crío, que miraba con los ojos
muy abiertos por encima del hombro. La madre de Julian estaba sentada en la
acera.
—Te dije que no
lo hicieras —exclamó Julian, furioso—. ¡Te dije que no lo hicieras!
Se quedó
mirándola un instante, con los dientes apretados. Ella tenía las piernas
estiradas y el sombrero en el regazo. Julian se agachó y le miró la cara.
Estaba vacía de expresión.
—Has recibido
exactamente lo que merecías. Ahora levántate.
Recogió su
bolso y metió en él lo que estaba esparcido por el suelo. Le quitó el sombrero
del regazo. Vio el centavo sobre la acera, lo cogió también y lo dejó caer en
el bolso ante los ojos de su madre. Después se irguió y le ofreció las manos
para ayudarla a levantarse. Ella seguía inmóvil. Julian suspiró. Estaban
rodeados de edificios de pisos negros, en los que resaltaban rectángulos
irregulares de luz. Al final de la calle, un hombre salió por una puerta y se
fue en dirección opuesta.
—Está bien
—dijo Julian—. Supón que alguien pasa por aquí y quiere saber por qué estás
sentada en la acera.
Ella aceptó la
mano y respirando con dificultad tiró de ella hasta levantarse. Una vez en pie,
se tambaleó ligeramente, como si las manchas de luz dieran vueltas a su
alrededor en la oscuridad. Sus ojos, apagados y confusos, se fijaron por fin en
el rostro de Julian. Él no hizo el menor esfuerzo por ocultar su irritación.
—Espero que
esto te sirva de lección —le dijo.
La mujer se
inclinó hacia delante y sus ojos examinaron el rostro de Julian. Parecía
intentar determinar su identidad. Luego, como si no lo conociera de nada, echó
a andar deprisa en dirección contraria a donde estaba el gimnasio.
—¿No vas al
gimnasio? —le preguntó él.
—A casa
—murmuró ella.
—¿Vamos a ir
andando?
Por toda
respuesta, su madre continuó caminando. Julian la siguió, con las manos a la
espalda. No veía por qué razón no había de rematar la lección que ella había
recibido con una explicación sobre su significado. Era mejor que comprendiera
lo que le había ocurrido.
—No creas que
era sólo una negra con pretensiones —dijo Julian—. Era toda la raza negra, que
ya no aceptará tus centavos condescendientes. Era tu doble negro. Tiene derecho
a llevar el mismo sombrero que tú, y, a decir verdad —añadió gratuitamente
(porque le pareció divertido)—, le sentaba mejor que a ti. Lo que todo esto
significa es que ha desaparecido el viejo mundo. Las viejas costumbres han caído
en desuso y tu afabilidad no vale un pimiento. —Pensó con amargura en la casa
perdida para él—. Ya no eres la que crees ser.
Ella siguió
adelante, sin hacerle caso. El pelo se le había soltado por un lado. Dejó caer
el bolso sin darse cuenta. Él se agachó a recogerlo y se lo tendió, pero ella
no lo cogió.
—No tienes que
comportarte como si esto fuera el fin del mundo, porque no lo es —prosiguió
Julian—. De ahora en adelante tendrás que vivir en un mundo nuevo y enfrentarte
por primera vez a algunas cosas. Ánimo, que de eso no se muere nadie.
La madre
respiraba rápidamente.
—Esperemos el
autobús —propuso Julian.
—Casa —dijo
ella con voz pastosa.
—No me gusta
que te portes, así. Pareces una niña. Esperaba más de ti. —Decidió esperar él
el autobús y obligarla así a detenerse—. Yo no doy un paso más. Nos vamos en el
autobús.
Ella siguió
como si no le hubiera oído. Julian dio unos pasos, la cogió por el brazo y la
detuvo. Le miró la cara y se le cortó el aliento. Aquella cara le era
desconocida.
—Dile al abuelo
que me venga a recoger —dijo ella.
Él la miró
fijamente, anonadado.
—Dile a
Caroline que me venga a recoger —dijo ella.
Él la soltó,
atónito, y la madre echó a andar, de nuevo. Caminaba como si tuviera una pierna
más corta que la otra. Una marea de oscuridad pareció llevársela lejos de él.
—¡Madre! —gritó
Julian—. ¡Cariño, tesoro, espérame!
Ella se
desmoronó y se desplomó en el suelo. Julian corrió y cayó a su lado gritando:
—¡Mamá, mamá!
Dio la vuelta
al cuerpo. Vio que su rostro estaba desencajado. La pupila de un ojo, enorme y
fija, se desplazaba levemente hacia la izquierda como si se hubiera
desprendido. El otro ojo estaba fijo en él, examinaba de nuevo su cara y, al no
encontrar nada, se cerró.
—¡Espérame
aquí! ¡Espérame aquí! —gritó Julian, que se levantó de un salto y echó a correr
hacia un grupo de luces que vio a lo lejos—. ¡Socorro, socorro! —exclamó, pero
su voz era débil, apenas un hilo.
Las luces se
alejaban más cuanto más deprisa corría y sus pies se movían entumecidos como si
no lo llevaran a ninguna parte. La marea de oscuridad parecía arrastrarlo de
nuevo hacia ella, retrasando instante tras instante la entrada de Julian en el
mundo del remordimiento y el pesar.
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