El
texto que aquí consignamos, el relato más famoso y celebrado de su
autor, fue publicado por primera vez el 13 de noviembre de 1913 en el
diario limeño La Nación. Posteriormente Valdelomar lo publicaría junto
con un grupo significativo de relatos en un volumen homónimo en 1918.
EL CABALLERO CARMELO
Por: Abraham Valdelomar
I
Un día, después del desayuno, cuando el sol empezaba a calentar, vimos aparecer, desde la reja, en el fondo de la plazoleta, un jinete en bellísimo caballo de paso, pañuelo al cuello que agitaba el viento, sanpedrano pellón de sedosa cabellera negra, y henchida alforja, que picaba espuelas en dirección a la casa.
Reconocímosle. Era el hermano mayor, que años corridos, volvía. Salimos atropelladamente gritando:
–¡Roberto, Roberto!
Entró el viajero al empedrado patio donde el ñorbo y la
campanilla enredábanse en las columnas como venas en un brazo y
descendió en los de todos nosotros. ¡Cómo se regocijaba mi madre!
Tocábalo, acariciaba su tostada piel, encontrábalo viejo, triste,
delgado. Con su ropa empolvada aún, Roberto recorría las habitaciones
rodeados de nosotros; fue a su cuarto, pasó al comedor, vio los objetos
que se habían comprado durante su ausencia, y llegó al jardín.
–¿Y la higuerilla? –dijo.
Buscaba entristecido aquel árbol cuya semilla sembrara él mismo antes de partir. Reímos todos:
–¡Bajo la higuerilla estás!…
El árbol había crecido y se mecía armoniosamente con la brisa
marina. Tocólo mi hermano, limpió cariñosamente las hojas que le
rebozaban la cara, y luego volvimos al comedor. Sobre la mesa estaba la
alforja rebosante; sacaba él, uno a uno, los objetos que traía y los iba
entregando a cada uno de nosotros. ¡Qué cosas tan ricas! ¡Por donde
había viajado! Quesos frescos y blancos envueltos por la cintura con
paja de cebada, de la Quebrada de Humay; chancacas hechas con cocos,
nueces, maní y almendras; frijoles colados, en sus redondas calabacitas,
pintadas encima con un rectángulo de su propio dulce, que indicaba la
tapa, de Chincha Baja; bizcochuelos, en sus cajas de papel, de yema de
huevo y harina de papas, leves, esponjosos, amarillos y dulces; santitos
de piedra de Guamanga tallados en la feria serrana; cajas de manjar
blanco, tejas rellenas y una traba de gallo con los colores blanco y
rojo. Todos recibíamos el obsequio, y él iba diciendo, al entregárnoslo:
–Para mamá… para Rosa… para Jesús… para Héctor…
–¿Y para papá? –le interrogamos cuando terminó.
–Nada…
–¿Cómo? ¿Nada para papá?
Sonrió el amado, llamó al sirviente y le dijo
–¡El Carmelo!
A poco volvió éste con una jaula y sacó de ella un gallo, que, ya
libre, estiró sus cansados miembros, agitó las alas y cantó
estentóreamente:
–¡Cocorocóooo!…
–¡Para papá! – dijo mi hermano.
Así entró en nuestra casa el amigo íntimo de nuestra infancia ya
pasada, a quien acaeciera historia digna de relato; cuya memoria perdura
aún en nuestro hogar como una sombra alada y triste: el Caballero
Carmelo.
II
Amanecía, en Pisco, alegremente. A la agonía de las sombras nocturnas, en el frescor del alba, en el radiante despertar del día, sentíamos los pasos de mi madre en el comedor, preparando el café para papá. Marchábase éste a la oficina. Despertaba ella a la criada, chirriaba la puerta de la calle con sus mohosos goznes; oíase el canto del gallo que era contestado a intervalo por todos los de la vecindad; sentíase el ruido del mar, el frescor de la mañana, la alegría sana de la vida. Después mi madre venía a nosotros, nos hacía rezar, arrodillados en la cama, con nuestras blancas camisas de dormir; vestíanos luego, y, al concluir nuestro tocado, se anunciaba a lo lejos la voz del panadero. Llegaba éste a la puerta y saludaba. Era un viejo dulce y bueno, y hacía muchos años, al decir de mi madre, que llegaba todos los días, a la misma hora, con el pan calientito y apetitoso, montado en su burro, detrás de dos capachos de cuero, repletos de toda clase de pan: hogazas, pan francés, pan de mantecado, rosquillas…
Mi madre escogía el que habíamos de tomar y mi hermana Jesús lo
recibía en el cesto. Marchábase el viejo, y nosotros, dejando la
provisión sobre la mesa del comedor, cubierta de hule brillante, íbamos a
dar de comer a los animales. Cogíamos las mazorcas de apretados
dientes, las desgranábamos en un cesto y entrábamos al corral donde los
animales nos rodeaban. Volaban las palomas, picoteábanse las gallinas
por el grano, y entre ellas, escabullíanse los conejos. Después de su
frugal comida, hacían grupo alrededor nuestro. Venía hasta nosotros la
cabra, refregando su cabeza en nuestras piernas; piaban los pollitos;
tímidamente ese acercaban los conejos blancos, con sus largas orejas,
sus redondos ojos brillantes y su boca de niña presumida; los patitos,
recién sacados, amarillos como yema de huevo, trepaban en un panto
de agua; cantaba desde su rincón, entrabado, el “Carmelo”, y el pavo,
siempre orgulloso, alharaquero y antipático, hacía por desdeñarnos,
mientras los patos, balanceándose como dueñas gordas, hacían, por lo
bajo, comentarios, sobre la actitud poco gentil del petulante.
Aquel día, mientras contemplábamos a los discretos animales,
escapóse del corral “el Pelado”, un pollo sin plumas, que parecía uno de
aquellos jóvenes de diecisiete años, flacos y golosos. Pero “el
Pelado”, a más de eso, era pendenciero y escandaloso, y aquel día,
mientras la paz era en el corral, y lo otros comían el modesto grano,
él, en pos de mejores viandas, habíase encaramado en la mesa del comedor
y rotos varias piezas de nuestra limitada vajilla.
En el almuerzo tratóse de suprimirlo, y cuando mi padre supo sus fechorías, dijo, pausadamente:
–Nos lo comeremos el domingo…
Defendiólo mi primer hermano, Anfiloquio, su poseedor, suplicante
y lloroso. Dijo que era un gallo que haría crías espléndidas. Agregó
que desde que había llegado el “Carmelo” todos miraban mal al “Pelado”,
que antes era la esperanza del corral y el único que mantenía la
aristocracia de la afición y de la sangre fina.
–¿Cómo no matan –decía en defensa del gallo– a los patos que no
hacen más que ensuciar el agua, ni al cabrito que el otro día aplasto a
un pollo, ni al puerco que todo lo enloda y sólo sabe comer y gritar, ni
a las palomas, que traen mala suerte?…
Se adujeron razones. El cabrito era un bello animal, de suave
piel, alegre, simpático, inquieto, cuyos cuernos apenas apuntaban;
además, no estaba comprobado que había matado al pollo. El puerco
mofletudo había sido criado en casa desde pequeño. Y las palomas con sus
alas de abanico, eran la nota blanca, subíanse a la cornisa conversar
en voz baja, hacían sus nidos con amoroso cuidado y se sacaban el maíz
del buche para darlo a sus polluelos.
El pobre “Pelado” estaba condenado. Mis hermanos le pidieron que
se le perdonase, pero las roturas eran valiosas y el infeliz sólo tenía
un abogado, mi hermano y su señor, de poca influencia. Viendo ya pérdida
su defensa y estando la audiencia al final, pues iban a partir la sandía,
inclinó la cabeza. Dos gruesas lágrimas cayeron sobre el plato, como un
sacrificio, y un sollozo se ahogó en su garganta. Callamos todos.
Levantóse mi madre, acercóse al muchacho, lo besó en la frente y le
dijo:
– No llores; no nos lo comeremos…
III
Quien sale de Pisco, de la plazuela sin nombre, salitrosa y tranquila, vecina a la Estación y torna por la calle del Castillo, que hacia el sur se alarga, encuentra, al terminar, una plazuela pequeña donde quemaban a Judas el Domingo de Pascua de Resurrección, desolado lugar en cuya arena verdeguean a trechos las malvas silvestres. Al lado del poniente, en vez de casas, extiende el mar su manto verde, cuya espuma teje complicados encajes al besar la húmeda orilla.
Termina en ella el puerto, y, siguiendo hacia el sur, se va, por
estrecho y arenoso camino, teniendo a diestra el mar y a izquierda mano
angostísima faja, ora fértil, ora infecunda, pero escarpada siempre,
detrás de la cual, a oriente, extiéndese el desierto cuya entrada
vigilan de trecho en trecho, como centinelas, una que otra palmera
desmedrada, alguna higuera nervuda y enana y los toñuces siempre coposos
y frágiles. Ondea en el terreno la “hierba del alacrán”, verde y jugosa
al nacer, quebradiza en sus mejores días, y en la vejez, bermeja como
sangre de buey. En el fondo del desierto, como si temieran su silenciosa
aridez, las palmeras únense en pequeños grupos, tal como lo hacen los
peregrinos al cruzarlo y, ante el peligro, los hombres.
Siguiendo el camino, divísase en la costa, en la borrosa y
vibrante vaguedad marina, San Andrés de los Pescadores, la aldea de
sencillas gentes, que eleva sus casuchas entre la rumorosa orilla y el
estéril desierto. Allí, las palmeras se multiplican y las higueras dan
sombra a los hogares, tan plácida y fresca, que parece que no fueran
malditas del buen Dios, o que su maldición hubiera caducado; que
bastante castigo recibió la que sostuvo en sus ramas al traidor, y todas
sus flores dan frutos que al madurar revientan.
En tan peregrina aldea, de caprichoso plano, levántanse las
casuchas de frágil caña y estera leve, junto a las palmeras que a la
puerta vigilan; limpio y brillante, reposando en la arena blanda sus
caderas amplias, duerme, a la puerta, el bote pescador, con sus velas
plegadas, sus remos tendidos como tranquilos brazos que descansan, entre
los cuales yacen con su muda y simbólica majestad, el timón grácil, la
calabaza que “achica” el agua mar afuera y las sogas retorcidas como
serpientes que duermen. Cubre, piadosamente, la pequeña nave, cual
blanca mantilla, la pescadora red circundada de caireles de liviano
corcho.
En las horas del medio día, cuando el aire en la sombra invita al
sueño, junto a la nave, teje la red el pescador abuelo; sus toscos
dedos añudan el lino que ha de enredar al sorprendido pez; raspa la
abuela el plateado lomo de los que la víspera trajo la nave; saltan al
sol, como chispas, las escamas y el perro husmea en los despojos. Al
lado, en el corral que cercan enormes huesos de ballenas, trepan los
chiquillos desnudos sobre el asno pensativo, o se tuestan al sol en la
orilla; mientras, bajo la ramada, el más fuerte pule un remo; la moza,
fresca y ágil, saca agua del pozuelo y las gaviotas alborozadas recorren
la mansión humilde dando gritos extraños.
Junto al bote duerme el hombre de mar, el fuerte mancebo,
embriagado por la brisa caliente y por la tibia emanación de la arena,
su dulce sueño de justo, con el pantalón corto, las musculosas
pantorrillas cruzadas, y en cuyos duros pies de redondos dedos,
piérdense, como escamas, las diminutas uñas. La cara tostada por el aire
y el sol, la boca entreabierta que deja pasar la respiración tranquila,
y el fuerte pecho desnudo que se levanta rítmicamente, con el ritmo de
la Vida, el más armonioso que Dios ha puesto sobre el mundo.
Por las calles no transitan al medio día las personas y nada
turba la paz de aquella aldea, cuyos habitantes no son más numerosos que
los dátiles de sus veinte palmeras. Iglesia ni cura habían, en mi
tiempo. Las gentes de San Andrés, los domingos, al clarear el alba, iban
al puerto, con los jumentos cargados de corvinas frescas y luego en la
capilla, cumplían con Dios. Buenas gentes, de dulces rostros, tranquilo
mirar, morigeradas y sencillas, indios de la más pura cepa,
descendientes remotos y ciertos de los hijos del Sol, cruzaban a pie
todos los caminos, como en la Edad Feliz del Inca, atravesaban en
caravana inmensa la costa para llegar al templo y oráculo del buen
Pachacámac, con la ofrenda en la alforja, la pregunta en la memoria y la
fe en el sencillo espíritu.
Jamás riña alguna manchó sus claros anales; morales y austeros,
labios de marido besaron siempre labios de esposa; y el amor, fuente
inagotable de odios y maldecires, era, entre ellos, tan normal y
apacible como el agua de sus pozos. De fuertes padres, nacían, sin
comadronas, rozagantes muchachos, en cuyos miembros la piel hacía
gruesas arrugas; aires marinos henchían sus pulmones, y crecían sobre la
arena caldeada, bajo el sol ubérrimo, hasta que aprendían a lanzarse al
mar y a manejar los botes de piquete que, zozobrando en las olas, les
enseñaban a domeñar la marina furia.
Maltones, musculosos, inocentes y buenos, pasaban su juventud
hasta que el cura de Pisco unía a las parejas que formaban un nuevo
nido, compraban un asno y se lanzaban a la felicidad, mientras las
tortugas centenarias del hogar paterno, veían desenvolverse, impasibles,
las horas; filosóficas, cansadas y pesimistas, mirando con llorosos
ojos desde la playa, el mar, al cual no intentaban volver nunca; y al
crepúsculo de cada día, lloraban, lloraban, pero hundido el sol, metían
la cabeza bajo la concha poliédrica y dejaban pasar la vida llenas de
experiencia, sin fe, lamentándose siempre del perenne mal, pero
inactivas, inmóviles, infecundas, y solas...
IV
Esbelto, magro, musculoso y austero, su afilada cabeza roja era la de un hidalgo altísimo, caballeroso, justiciero y prudente. Agallas bermejas, delgada cresta de encendido color, ojos vivos y redondos, mirada fiera y perdonadora, acerado pico agudo. La cola hacía un arco de plumas tornasoles, su cuerpo de color carmelo avanzaba en el pecho audaz y duro. Las piernas fuertes que estacas musulmanas defendían, cubiertas de escamas, parecían las de un armado caballero medieval.
Una tarde, mi padre, después del almuerzo, nos dio la noticia.
Había aceptado una apuesta para la jugada de gallos de San Andrés, el 28
de Julio. No había podido evitarlo. Le habían dicho que el “Carmelo”,
cuyo prestigio era mayor que el del alcalde, no era un gallo de raza.
Molestóse mi padre. Cambiáronse frases y apuestas; y acepto. Dentro de
un mes toparía al Carmelo, con el Ajiseco, de otro
aficionado, famoso gallo vencedor, como el nuestro, en muchas lides
singulares. Nosotros recibimos la noticia con profundo dolor. El
“Carmelo” iría a un combate y a luchar a muerte, cuerpo a cuerpo, con un
gallo más fuerte y más joven. Hacía ya tres años que estaba en casa,
había él envejecido mientras crecíamos nosotros, ¿por qué aquella
crueldad de hacerlo pelear?...
Llegó el día terrible. Todos en casa estábamos tristes. Un hombre
había venido seis días seguidos a preparar al “Carmelo”. A nosotros ya
no nos permitían ni verlo. El día 28 de julio, por la tarde, vino el
preparador, y de una caja llena de algodones, sacó una media luna de
acero con unas pequeñas correas: era la navaja, la espada del soldado.
El hombre la limpiaba, probándola en la uña, delante de mi padre. A los
pocos minutos, en silencio, con una calma trágica, sacaron al gallo, que
el hombre cargó en sus brazos como a un niño. Un criado llevaba la
cuchilla y mis dos hermanos lo acompañaron.
–¡Qué crueldad! – dijo mi madre.
Lloraban mis hermanas, y la más pequeña, Jesús, me dijo en secreto, antes de salir:
–Oye, anda junto con él… Cuídalo… ¡pobrecito!…
Llevóse la mano a los ojos, echóse a llorar, y yo salí precipitadamente y hube de correr unas cuadras para poder alcanzarlos.
V
Llegamos a San Andrés. El pueblo estaba de fiesta. Banderas peruanas agitaban sobre las casas por el día de la Patria, que allí sabían celebrar con una gran jugada de gallos a la que solían ir todos los hacendados y ricos hombres del valle. En ventorrillos, a cuya entrada había arcos de sauces envueltos en colgaduras, y de los cuales prendían alegres quitasueños de cristal, vendían chicha de bonito, butifarras, pescado fresco asado en brasas y anegado en cebollones y vinagre. El pueblo los invadía, parlanchín y endomingado con sus mejores trajes. Los hombres de mar lucían camisetas nuevas de horizontales franjas rojas y blancas, sombrero de junco, alpargatas y pañuelos añudados al cuello.
Nos encaminamos a “la cancha”. Una frondosa higuera daba acceso
al circo, bajo sus ramas enarcadas. Mi padre, rodeado de algunos amigos,
se instaló. Al frente estaba el juez y a la derecha el dueño del
paladín Ajiseco. Sonó una campanilla, acomodáronse las gentes y
empezó la fiesta. Salieron por lugares opuestos dos hombres, llevando
cada uno un gallo. Lanzáronlos al ruedo con singular ademán. Brillaron
las cuchillas, miráronse los adversarios, dos gallos de débil
contextura, y uno de ellos cantó. Colérico respondió el otro echándose
al medio del circo; miráronse fijamente; alargaron los cuellos, erizadas
las plumas, y se acometieron. Hubo ruido de alas, plumas que volaron,
gritos de la muchedumbre, y a los pocos segundos de jadeante lucha cayó
uno de ellos. Su cabecita afilada y roja besó el suelo, y la voz del
juez:
– ¡Ha enterrado el pico, señores!
Batió las alas el vencedor. Aplaudió la multitud enardecida, y
ambos gallos, sangrando, fueron sacados del ruedo. La primera jornada
había terminado. Ahora entraba el nuestro: el “Caballero Carmelo”. Un
rumor de expectación vibró en el circo:
– ¡El Ajiseco y el Carmelo!
–¡Cien soles de apuesta!…
Sonó la campanilla del juez y yo empecé a temblar.
En medio de la expectación general, salieron los dos hombres,
cada uno con su gallo. Se hizo un profundo silencio y soltaron a los dos
rivales. Nuestro Carmelo, al lado del otro, era un gallo viejo y
achacoso; todos apostaban al enemigo, como augurio de que nuestro gallo
iba a morir. No faltó aficionado que anunció el triunfo del Carmelo, pero la mayoría de las apuestas favorecía al adversario. Una vez frente al enemigo, el Carmelo
empezó a picotear, agitó las alas y cantó estentóreamente. El otro, que
en verdad parecía ser un gallo fino de distinguida sangre y alcurnia,
hacía cosas tan petulantes cuan humanas: miraba con desprecio a nuestro
gallo y se paseaba como dueño de la cancha. Enardeciéronse los ánimos de
los adversarios, llegaron al centro y alargaron sus erizados cuellos,
tocándose los picos sin perder terreno. El Ajiseco dio la primera
embestida; entablóse la lucha; las gentes presenciaban en silencio la
singular batalla y yo rogaba a la Virgen que sacara con bien a nuestro
viejo paladín.
Batíase él con todo los aires de un experto luchador,
acostumbrando a las artes azarosas de la guerra. Cuidaba poner las patas
armadas en el enemigo pecho; jamás picaba a su adversario –que tal cosa
es cobardía–, mientras que éste, bravucón y necio, todo quería hacerlo a
aletazos y golpes de fuerza. Jadeantes, se detuvieron un segundo. Un
hilo de sangre corría por la pierna del Carmelo. Estaba herido, mas parecía no darse cuenta de su dolor. Cruzáronse nuevas apuestas en favor del Ajiseco, y las gentes felicitaban ya al poseedor del menguado. En un nuevo encuentro, el Carmelo
cantó, acordóse de sus tiempos y acometió con tal furia, que desbarató
al otro de un solo impulso. Levantóse éste y la lucha fue cruel e
indecisa. Por fin, una herida grave hizo caer al Carmelo, jadeante…
–¡Bravo! ¡Bravo el Ajiseco! –gritaron sus partidarios, creyendo ganada la prueba.
Pero el juez, atento a todos los detalles de la lucha y con acuerdo de cánones, dijo:
–¡Todavía no ha enterrado el pico, señores!
En efecto, incorporóse el Carmelo. Su enemigo, como para
humillarlo, se acercó a él, sin hacerle daño. Nació entonces, en medio
del dolor de la caída, todo el coraje de los gallos de Caucato.
Incorporado el Carmelo, como un soldado herido, acometió de
frente y definitivo sobre su rival, con una estocada que lo dejó muerto
en el sitio. Fue entonces cuando el Carmelo, que se desangraba, se dejó caer, después que el Ajiseco
había enterrado el pico. La jugada estaba ganada y un clamoreo
incesante se levantó en la cancha. Felicitaron a mi padre por el
triunfo, y, como esa era la jugada más interesante, se retiraron del
circo, mientras resonaba un grito entusiasta:
–¡Viva el Carmelo!
Yo y mis hermanos lo recibimos y lo condujimos a casa,
atravesando por la orilla del mar el pesado camino, y soplando
aguardiente bajo las alas del triunfador, que desfallecía.
VI
Dos días estuvo el gallo sometido a toda clase de cuidado. Mi hermana Jesús y yo, le dábamos maíz, se lo poníamos en el pico; pero el pobrecito no podía comerlo ni incorporarse. Una gran tristeza reinaba en la casa. Aquel segundo día, después del colegio, cuando fuimos yo y mi hermana a verlo, lo encontramos tan decaído que nos hizo llorar. Le dábamos agua con nuestras manos, le acariciábamos, le poníamos en el pico rojo granos de granada. De pronto el gallo se incorporó. Caía la tarde, y por la ventana del cuarto donde estaba entró la luz sangrienta del crepúsculo. Acercóse a la ventana, miró la luz, agitó débilmente las alas y estuvo largo rato en la contemplación del cielo. Luego abrió nerviosamente las alas de oro, enseñoreóse y cantó. Retrocedió unos pasos, inclinó el tornasolado cuello sobre el pecho, tembló, desplomóse, estiró sus débiles patitas escamosas, y mirándonos, mirándonos amoroso, expiró apaciblemente.
Echamos a llorar. Fuimos en busca de mi madre, y ya no lo vimos
más. Sombría fue la comida aquella noche. Mi madre no dijo una sola
palabra, y bajo la luz amarillenta del lamparín, todos nos mirábamos en
silencio. Al día siguiente, en el alba, en la agonía de las sombras
nocturnas, no se oyó su canto alegre.
Así pasó por el mundo aquel héroe ignorado, aquel amigo tan querido de nuestra niñez: el Caballero Carmelo,
flor y nata de paladines, y último vástago de aquellos gallos de sangre
y de raza, cuyo prestigio unánime fue el orgullo, por muchos años, de
todo el verde y fecundo valle de Caucato.
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