Sobre "Los sacrificios de la carne" de Jhemy Tineo Mulatillo  

Paraíso infernal


 
 
Sobre "Los sacrificios de la carne" de Jhemy Tineo Mulatillo
 

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La primera vez que leí "Los Cachorros" pensé, por el inicio, que el autor se había equivocado. Sí, el autor, o sea, Vargas Llosa. ...

El cachorro y Los cachorros

La primera vez que leí "Los Cachorros" pensé, por el inicio, que el autor se había equivocado. Sí, el autor, o sea, Vargas Llosa. Equivocado. Entiendan: yo era chibolo y cuando eres chibolo lo sabes todo (menos que el resto de tu vida será un largo desengaño). Así que sí, yo, convencido, me decía "esto está mal". ¿Pasar de la primera persona a la tercera en un mismo párrafo? ¿Qué #$%& es esta?

Todavía llevaban pantalón corto ese año, aún no fumábamos, entre todos los deportes preferían el fútbol y estábamos aprendiendo a correr olas.



Orgulloso de mi clarividencia ¿cómo es que nadie se había dado cuenta?) seguí leyendo. Y, claro, empecé a entender el truco. La historia (la tremenda historia) de Pichula Cuéllar, a quien un perro mordelón le cambió la vida, es contada por muchos narradores que se alternan pero, básicamente, por dos: 1) El clásico sabelotodo que, desde lejos, como un dios, ve todos los ángulos de la historia 2) Un imposible narrador coral, formado por las voces de los cuatro amigos del "chanconcito (pero no sobón)" protagonista, que se van turnando con el omnisciente para contarnos los secretos a voces (y los indecibles), de la historia.


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El asunto empezó en 1920. Para entonces César Vallejo, de 28 años, ya tenía cierta fama por su primer poemario. Vivía en Lima pero viajaba s...

Trilce en la prisión

El asunto empezó en 1920. Para entonces César Vallejo, de 28 años, ya tenía cierta fama por su primer poemario. Vivía en Lima pero viajaba seguido a su tierra (Santiago de Chuco) para visitar a la familia. Hacía poco que había muerto su madre y, en esta ocasión, permaneció en el pueblo más tiempo del normal. Entonces, en un confuso incidente vinculado a las luchas de poder entre autoridades locales, un hombre fue asesinado por la policía. La población protestó, pidió justicia, hubo desorden (incluyendo el incendio de unas ricas propiedades). Se abrió una investigación. Vallejo fue uno de los testigos. Pero, en un giro extraordinario (que juristas y biógrafos han demostrado fraudulento) se coló en el expediente un testimonio según el cual el muerto se había suicidado (!) y los que eran testigos fueron acusados de instigar una insurrección injustificada. Vallejo huyó. Se escondió en Trujillo pero fue capturado y encarcelado.


 

 

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  No fue su vida de novela lo que volvió a Ricardo Palma memorable... aunque bien podría: fue marino, naufragó dos veces y peléo en tres g...

Para leer a Palma

 


No fue su vida de novela lo que volvió a Ricardo Palma memorable... aunque bien podría: fue marino, naufragó dos veces y peléo en tres guerras. Estuvo en el desembarco de Guayaquil (1860), en la defensa del Callao (en 1866, en donde casi muere junto a José Gálvez), y en la defensa de Lima en Miraflores (1881). Se involucró en dos rebeliones, purgó prisión, fue perseguido y deportado... para luego volver como asesor de presidentes y embajador. Pero a Palma se le celebra por dos razones muy distintas.



La primera: su labor en la Biblioteca Nacional que, tras ser arrasada por el ejército chileno (1881), se encargó de reconstruir, valiéndose de los muchos contactos que tenía en el extranjero (pues conocía a todos los que había que conocer) y consiguiendo donaciones de libros de todo el mundo. Así es como se ganó su apelativo de bibliotecario mendigo. ¿Por qué lo ayudaron? Por la segunda razón: era un escritor admirado, aquí y afuera. No por sus obras de teatro (mediocres), ni por sus poemas (medianos), ni por sus críticas literarias (esas sí, valiosas) sino por ser uno de los narradores más hábiles de su época. Inventó un género —la tradición— que no era cuento ni artículo de opinión ni crónica de costumbres ni ensayo histórico…. sino todo eso revuelto y sazonado con juegos de palabras, refranes, bromas al lector y un montón de digresiones. Lo curioso es que, a pesar de que tratan de asuntos muy peruanos (historias de incas, de virreyes, libertadores, caudillos y mucha gente del montón), las tradiciones encontraron la forma de hacerse populares en Latinoamérica y en España. Su éxito se explica porque trataba temas universales (amor, poder, ambición, fe) y por la amenidad de su escritura, que combinaba hábilmente el habla callejera con una prosa exquisita.
 
 
Pero, como saben, todo astro tiene sus haters...

En el último tercio de su vida, Palma fue furiosamente combatido por los escritores modernistas (especialmente Gonzáles Prada) que lo veían muy conservador, extranjerizante y defensor de los poderosos. Algo hay de cierto en esas críticas: Palma se las ingenió para acomodarse y engreírse con las élites de su tiempo. Pero no es cierto que su arte sea conservador. En sus textos golpea a todos sus personajes (poderosos y pobres, religiosos o no), se burla de ellos, los colma de defectos pero, también, de humanidad. Lo de extranjerizante tampoco es, visto hoy, muy justo, pues su decidida apuesta por los temas peruanos y el habla popular alumbró una nueva idea de lo "nacional", aunque, ciertamente, centralista. Pero, habiéndose vuelto su "modelo" tan rápidamente popular, se vio desprestigiado —como todo lo "viejo"— tras la derrota peruana en la guerra del Pacífico.

Como antes hiciera el Inca Garcilaso, Palma falsea y exagera los hechos históricos, aunque, a diferencia del Inca, él lo admite, explicando que "para atraer la atención del pueblo creemos útil adornar con las galas del romance toda narración histórica." Palma antepuso siempre la eficacia del narrador a la exactitud del erudito.

Pero, ¿cómo logra esa eficacia? Para el lector entregado no es tan difícil descubrir sus mañas pues, de cierta manera, la mayor parte de sus tradiciones sigue un esquema. Y lo hace sin que la obra pierda interés. Veamos un rápido resumen.

Los principios


Aunque siempre hay variaciones, Palma suele arrancar sus tradiciones con una introducción en la que dialoga con el lector y adelanta algo de la historia que va a contar. 

La huaca Juliana, cuya celebridad data desde la batalla de la Palma, el 5 de enero de 1855, por haber sido ella la posición más disputada, tiene su leyenda popular que hoy se me antoja referir a mis lectores. (Inicio de "El carbunclo del diablo” Tradiciones Peruanas - Quinta Serie)


Cabe indicar que el relato que seguirá al fragmento citado no tendrá ninguna relación con la batalla que se menciona. Esa es solo una de las digresiones típicas del autor, para capturar a su lector.

Luego, Palma suele presentar a su protagonista describiéndolo someramente... o con mucho detalle:

«Don Juan de Andueza era todo lo que hay que ser de tarambana y mozo tigre. Para esto de chamuscar casadas y encender doncellas no tenía coteja. Gran devoto de San Rorro, patrón de holgazanes y borrachos, vivía, como dicen los franceses, au jour le jour, y tanto se le daba de lo de arriba como de lo de abajo. Mientras encontrara sobre la tierra mozas, vino, naipes, pendencias y francachelas, no había que esperar reforma en su conducta. Para gallo sin traba, todo terreno es cancha.» (“Conversión de un libertino” - Tradiciones Peruanas. Tercera Serie)


para luego interrumpir el relato (enfriándolo) tocando temas de historia o de costumbres (el "contexto"), yéndose intencionalmente por las ramas con asuntos secundarios (pero interesantes), como en el siguiente párrafo, que interrumpe la historia de un grupo de personas que bailaba zamacueca en una taberna chalaca. El autor salta de la descripción a una anécdota que no tendrá relación directa con la historia principal:

«La zamacueca o mozamala es un bailecito de mi tierra y que, nacido en Lima, no ha podido aclimatarse en otros pueblos. Para bailarlo bien es indispensable una limeña con mucha sal y mucho rejo. Según la pareja que lo baila, puede tocar en los extremos: fantásticamente espiritual o desvergonzadamente sensual: habla al alma o a los sentidos. Todo depende de la almea. Refieren que un arzobispo vio de una manera casual bailar la mozamala, y volviéndose al familiar que lo acompañaba, preguntó:

-¿Cómo se llama este bailecito?
-La zamacueca, ilustrísimo señor.
-Mal puesto nombre. Esto debe llamarse la resurrección de la carne. »
(De “Conversión de un libertino” - Tradiciones Peruanas - Tercera Serie)


Normalmente no se extiende demasiado en estas escapadas. Pero, cuando lo hace, se atreve a pedirle al lector que se espere otro ratito más:

«Pero a todo esto, ¿por qué se llama esa la casa de Pilatos? No digas, lector, que se me ha ido el santo al cielo. Ten paciencia, que allá vamos.»  (Extracto de “La casa de Pilatos” - Tradiciones Peruanas - Primera Serie)
Entrando en materia

Solo después de eso, el autor se mete de lleno, por fin, en la anécdota principal. Y lo hace sin ser neutral, tomando partido, metiendo su cuchara una y otra vez en el relato porque, en Palma, el narrador es siempre protagonista.

«Aunque sólo contaba treinta y cuatro años de edad y era de bello rostro, vigoroso de cuerpo, hábil músico e insinuante y simpático en la conversación, nunca había dado pábulo a la maledicencia ni escandalizado a los feligreses con un pecadillo venial. El estudio absorbía por completo el alma y los sentidos del cura de Yanaquihua, y así por esta circunstancia como por la benevolencia de su carácter era la idolatría de la parroquia.

Pero llegó un día fatal en que el diablo anda suelto y tentando al prójimo. Una linda muchacha de veinte pascuas muy floridas, con una boquita como un azucarillo, y unos ojos como el lucero del alba, y una sonrisita de Gloria in excelsis Deo, y una cintura cenceña, y un piececito como el de la emperatriz de la Gran China, y un todo más revolucionario que el Congreso, se atravesó en el camino del doctor Angulo, y desde ese instante anduvo con la cabeza a pájaros y hecho un memo.

Decididamente el cuerpo le pedía jarana..., y ¡vamos!, no todo ha de ser rigor. Alguna vez se le ha de dar gusto al pobrecito sin que raye en vicioso; que ni un dedo hace mano ni una golondrina verano.» (Extracto de "El Manchay Puito" - Tradiciones Peruanas - Cuarta Serie )
Los finales

Y al final, como en los cuentos antiguos, suele valerse de alguna fórmula de cierre. Puede ser una "moraleja" (casi siempre maliciosa), un refrán, la letra de una canción satírica, un juego de palabras… o todo eso. Incluso reta al lector y recurre al final abierto como en la memorable conclusión de "Un litigio original"

Ahora estoy segurísimo de que en los labios de todos mis lectores retoza esta pregunta: ¡Y bien, señor tradicionalista! ¿Quién ganó el pleito? ¿El de Santiago o el de Sierrabella?.

—Averígüelo Vargas. (Y a propósito. Este Vargas debió haber sido un gran husmeador de vidas ajenas, pues siempre anda metido en chismes y averiguaciones).

Yo lo sé; pero es el caso que no quiero decirlo. Amigos tengo en ambos bandos, y no estoy de humor para indisponerme con nadie por satisfacer curiosidades impertinentes.

Conque lo dicho. Averígüelo Vargas.


Tres consejos para quien no lo ha leído

Entonces, ¿vale la pena leerlo? Sí. Pero me permito, con la humilde autoridad del fan-no-académico, dar tres recomedaciones para quienes no lo han hecho. 

Primero: No temerle. Aunque Palma usa a veces palabras poco usuales, casi todas se entienden por el contexto o no son esenciales para comprender el relato (y siempre puedes usar tu RAE, por las dudas). 

Dos: Más que leerlo, a Palma hay que "escucharlo". Su lenguaje es muy oral, incluso para estos tiempos. Cuando lo lees en voz alta sientes que estás en una reunión familiar y un tío tuyo —el de los chistes— se acerca a ti para contarte, chela en mano, una anécdota. Quizá se va un poco por las ramas... pero te mantiene pegado al cuento.

Tres: Hay que tener en cuenta la sensibilidad de su tiempo: Palma escribe a fines del siglo 19 y recoge las taras de su época. Hay algo de machismo pero, también, ligeras críticas a los prejuicios de género:

«Siglos y siglos hace que a la pobre Eva le estamos echando en cara la curiosidad de haberle pegado un mordisco a la consabida manzana, como si no hubiera estado en manos de Adán devolver el recurso por improcedente [...] Aceptemos también los hombres nuestra parte de responsabilidad en una tentación que tan buenos ratos proporciona, y no hagamos cargar con todo el mochuelo al bello sexo.» (Extracto de “Don Dimas de la Tijereta” (Tradiciones Peruanas, primera serie) )

También cae en el paternalismo con los pueblos originarios; no se burla de ellos, pero los considera atrasados. Y también ignora por completo la historia pre inca (porque, en su tiempo, la arqueología andina estaba en pañales). En la literatura —como en todas las artes— el contexto importa.

En fin. Si no lo han leído, es bueno arrancar con la primera serie de sus tradiciones (son solo 10). Ahí está la historia del abogado (escribano) que le gana un juicio al diablo. O la de la mujer "más mala de la tierra". O la historia del juerguero rico y el santo "super héroe". Y no hay excusa: su obra ya está libre de derechos de autor y está en la web. Pueden leerlas aquí: http://cervantesvirtual.com/obra-visor/tradiciones-peruanas-primera-serie--0/html/ff170c4a-82b1-11df-acc7-002185ce6064_2.html  


Pablo Ignacio Chacón


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  Nota previa   Cuando era niño, José María Arguedas oyó muchas historias. No tantas de su padre (un abogado itinerante que siempre estaba d...

Arguedas y qué hay detrás de Rasu Ñiti

 


Nota previa

 

Cuando era niño, José María Arguedas oyó muchas historias. No tantas de su padre (un abogado itinerante que siempre estaba de viaje, recorriendo pueblos de la sierra sur) ni de su madrastra (que no sentía afecto por él) sino de los sirvientes de las casas en las que vivió (en Puquio y en San Juan de Lucanas) con los que ella le obligaba a comer y pasar el tiempo, pues no sentía afecto por el muchacho. En ocasiones lo trataba como a un criado más. Y en ese tiempo, a los criados se les trataba terriblemente.
Fue así como el niño supo que, en las provincias de Ayacucho a inicios del siglo XX, había dos formas muy distintas de ver el mundo. La "oficial" (la de la familia, la de las habitaciones limpias, la del colegio y el idioma castellano) y la andina, oculta y denostada, que aprendió de los sirvientes y campesinos quechuas que parecían encontrar en todo lo que existe (es decir, en los humanos, los animales, los arroyos y las piedras) una conexión secreta, íntima, mágica.
 
Ya adulto, volcó ese aprendizaje en las dos pasiones a las que dedicó su vida: la antropología y la literatura. En su narrativa Arguedas supo hablar del encuentro cruel y cotidiano de esos mundos, pero no solo desde la perspectiva social-política (la habitual en el arte indigenista de su tiempo) sino, también, emocional y mágica. Lo logró, con mano maestra, en al menos dos de sus novelas: "Los ríos profundos" y la inconclusa "El Zorro de arriba y el zorro de abajo" (con las que corona su viaje hacia un estilo inconfundible que empezó a trazar en los relatos de "Agua" y que alcanzó su primera cima en "Yawar Fiesta"). Pero puede que nunca lo hiciera con tanta brevedad, precisión y belleza como en su cuento "La agonía de Rasu Ñiti" (1961).


Narra las últimas horas de un viejo dansak (o danzaq, un danzante de tijeras de la sierra sur) que durante años había sido invitado a las fiestas patronales de los pueblos para mostrar su arte, misterioso y reverenciado. El narrador en tercera persona (que no participa en la acciones que se cuentan pero que usa una voz que comparte y conjuga bien las sensibilidades andina y mestiza) intercala en el relato, como acotaciones, su propia experiencia con los dansak, pero con la suficiente prudencia como para que no parezca "una explicación", sino los comentarios naturales que haría cualquier narrador oral que refiera la anécdota. Así, el lector llega, si no a entender, por lo menos a sentir qué clase de fuerzas invocaban los danzantes de tijeras y qué impacto tenía su arte en los espectadores.

Yo vi al gran padre Untu, trajeado de negro y rojo, cubierto de espejos, danzar sobre una soga movediza en el cielo, tocando sus tijeras. El canto del acero se oía más fuerte que la voz del violín y del arpa que tocaban a mi lado.

Y agrega:

El genio de un dansak depende de quién vive en él: ¿el espíritu (wamani) de una montaña; de un precipicio cuyo silencio es transparente; de una cueva de la que salen toros de oro y condenados en andas de fuego? ¿O la cascada de un río que se precipita de todo lo alto de una cordillera; o quizás sólo un pájaro, o un insecto volador que conoce el sentido de los abismos?.

Gracias a esa "puesta en contexto", el lector acepta que el protagonista, moribundo, quiera bailar antes de dejar la tierra para invocar al wamani del que proviene su don. Su familia asiste a la imprevista ceremonia (en la única habitación de la vivienda en la que habitan) con emoción pero si asombro, generando diálogos —como el que sigue— en el que Arguedas revela, con sutileza, no solo sus creencias sino las injusticias (y la rabia) que padecen:
—¿Estás viendo al Wamani sobre mi cabeza? —preguntó el bailarín a su mujer. Ella levantó la cabeza.
—Está —dijo—. Está tranquilo.
—¿De qué color es? —Gris. La mancha blanca de su espalda está ardiendo. [...]
—¿Ves al Wamani en la cabeza de tu padre? —preguntó la mujer a la mayor de sus hijas.

Las tres lo contemplaron, quietas.

—No —dijo la mayor. —No tienes fuerza aún para verlo. Está tranquilo, oyendo todos los cielos; sentado sobre la cabeza de tu padre. La muerte le hace oir todo. Lo que tú has padecido; lo que has bailado; lo que más vas a sufrir.
—¿Oye el galope del caballo del patrón?
—Sí oye —contestó el bailarín, a pesar de que la muchacha había pronunciado las palabras en voz bajísima—. ¡Sí oye! También lo que las patas de ese caballo han matado. La porquería que ha salpicado sobre ti. Oye también el crecimiento de nuestro dios que va a tragar los ojos de ese caballo. Del patrón no. ¡Sin el caballo él es sólo excremento de borrego!

Empezó a tocar las tijeras. Bajo la sombra de la habitación la voz del acero era profunda.

—El Wamani me avisa. ¡Ya vienen! —dijo.
—¿Oyes, hija? Las tijeras no son manejadas por los dedos de tu padre. El Wamani las hace chocar. Tu padre sólo está obedeciendo.

Antes de dar paso al relato, incluimos un brevísimo glosario:

dansak: bailarín de tijeras

wamani: un espíritu de las montañas

chirrinka: un tipo de mosca azul 

Rasu ñiti : "el que aplasta la nieve"

Atok’ sayku : "El que cansa al zorro"

 

La agonía de Rasu Ñiti

José María Arguedas

 

Estaba tendido en el suelo, sobre una cama de pellejos. Un cuero de vaca colgaba de uno de los maderos del techo. Por la única ventana que tenía la habitación, cerca del mojinete, entraba la luz grande del sol; daba contra el cuero y su sombra caía a un lado de la cama del bailarín. La otra sombra, la del resto de la habitación, era uniforme. No podía afirmarse que fuera oscuridad; era posible distinguir las ollas, los sacos de papas, los copos de lana; los cuyes, cuando salían algo espantados de sus huecos y exploraban en el silencio. La habitación era ancha para ser vivienda de un indio.

Tenía una troje. Un altillo que ocupaba no todo el espacio de la pieza, sino un ángulo. Una escalera de palo de lambras servía para subir a la troje. La luz del sol alumbraba fuerte. Podía verse cómo varias hormigas negras subían sobre la corteza del lambras que aún exhalaba perfume.

 —El corazón está listo. El mundo avisa. Estoy oyendo la cascada de Saño. ¡Estoy listo! Dijo el dansak’ “Rasu-Ñiti” .

Se levantó y pudo llegar hasta la petaca de cuero en que guardaba su traje de dansak’ y sus tijeras de acero. Se puso el guante en la mano derecha y empezó a tocar las tijeras.

Los pájaros que se espulgaban tranquilos sobre el árbol de molle, en el pequeño corral de la casa, se sobresaltaron.

La mujer del bailarín y sus dos hijas que desgranaban maíz en el corredor, dudaron.

— Madre ¿has oído? ¿Es mi padre, o sale ese canto de dentro de la montaña? —preguntó la mayor.
—¡Es tu padre! —dijo la mujer.

Porque las tijeras sonaron más vivamente, en golpes menudos.

Corrieron las tres mujeres a la puerta de la habitación.

“Rasu-Ñiti” se estaba vistiendo. Sí. Se estaba poniendo la chaqueta ornada de espejos.

— ¡Esposo! ¿Te despides? — preguntó la mujer, respetuosamente, desde el umbral. Las dos hijas lo contemplaron temblorosas.
—El corazón avisa, mujer. Llamen al “Lurucha” y a don Pascual. ¡Qué vayan ellas!

Corrieron las dos muchachas.

La mujer se acercó al marido.

—Bueno. ¡Wamani está hablando! —dijo él— Tú no puedes oír. Me habla directo al pecho. Agárrame el cuerpo. Voy a ponerme el pantalón. ¿Adónde está el sol? Ya habrá pasado mucho el centro del cielo.
—Ha pasado. Está entrando aquí. ¡Ahí está!
Sobre el fuego del sol, en el piso de la habitación, caminaban unas moscas negras.
—Tardará aún la chiririnka que viene un poco antes de la muerte. Cuando llegue aquí no vamos a oírla aunque zumbe con toda su fuerza, porque voy a estar bailando.

Se puso el pantalón de terciopelo, apoyándose en la escalera y en los hombros de su mujer. Se calzó las zapatillas. Se puso el tapabala y la montera. El tapabala estaba adornado con hilos de oro. Sobre las inmensas faldas de la montera, entre cintas labradas, brillaban espejos en forma de estrella. Hacia atrás, sobre la espalda del bailarín, caía desde el sombrero una rama de cintas de varios colores.

La mujer se inclinó ante el dansak’. Le abrazó los pies. ¡Estaba ya vestido con todas sus insignias! Un pañuelo blanco le cubría parte de la frente. La seda azul de su chaqueta, los espejos, la tela roja del pantalón, ardían bajo el angosto rayo de sol que fulguraba en la sombra del tugurio que era la casa del indio Pedro Huancayre, el gran dansak’ “Rasu-Ñiti”, cuya presencia se esperaba, casi se temía, y era luz de las fiestas de centenares de pueblos.

—¿Estás viendo al Wamani sobre mi cabeza? —preguntó el bailarín a su mujer.

Ella levantó la cabeza.

—Está —dijo—. Está tranquilo.
—¿De qué color es?
—Gris. La mancha blanca de su espalda está ardiendo.
—Así es. Voy a despedirme. ¡Anda tú a bajar los tipis de maíz del corredor! ¡Anda!

La mujer obedeció. En el corredor de los maderos del techo, colgaban racimos de maíz de colores. Ni la nieve, ni la tierra blanca de los caminos, ni la arena del río, ni el vuelo feliz de las parvadas de palomas en las cosechas, ni el corazón de un becerro que juega, tenían la apariencia, la lozanía, la gloria de esos racimos. La mujer los fue bajando, rápida pero ceremonialmente.

Se oía ya, no tan lejos, el tumulto de la gente que venía a la casa del bailarín.

Llegaron las dos muchachas. Una de ellas había tropezado en el campo y le salía sangre de un dedo del pie. Despejaron el corredor. Fueron a ver después al padre.

Ya tenía el pañuelo rojo en la mano izquierda. Su rostro enmarcado por el pañuelo blanco, casi salido del cuerpo, resaltaba, porque todo el traje de color y luces y la gran montera lo rodeaban, se diluían para alumbrarlo; su rostro cetrino, no pálido, cetrino duro, casi no tenía expresión. Sólo sus ojos aparecían hundidos como en un mundo, entre los colores del traje y la rigidez de los músculos.

—¿Ves al Wamani en la cabeza de tu padre? —preguntó la mujer a la mayor de sus hijas.

Las tres lo contemplaron, quietas.

—No —dijo la mayor.
—No tienes fuerza aún para verlo. Está tranquilo, oyendo todos los cielos; sentado sobre la cabeza de tu padre. La muerte le hace oir todo. Lo que tú has padecido; lo que has bailado; lo que más vas a sufrir.
—¿Oye el galope del caballo del patrón?
—Sí oye —contestó el bailarín, a pesar de que la muchacha había pronunciado las palabras en voz bajísima—. ¡Sí oye! También lo que las patas de ese caballo han matado. La porquería que ha salpicado sobre ti. Oye también el crecimiento de nuestro dios que va a tragar los ojos de ese caballo. Del patrón no. ¡Sin el caballo él es sólo excremento de borrego!

Empezó a tocar las tijeras de acero. Bajo la sombra de la habitación la fina voz del acero era profunda.

—El Wamani me avisa. ¡Ya vienen! —dijo.
—¿Oyes, hija? Las tijeras no son manejadas por los dedos de tu padre. El Wamani las hace chocar. Tu padre sólo está obedeciendo.

Son hojas de acero sueltas. Las engarza el dansak’ por los ojos, en sus dedos y las hace chocar. Cada bailarín puede producir en sus manos con ese instrumento una música leve, como de agua pequeña, hasta fuego: depende del ritmo, de la orquesta y del “espíritu” que protege al dansak’.

Bailan solos o en competencia. Las proezas que realizan y el hervor de su sangre durante las figuras de la danza dependen de quién está asentado en su cabeza y su corazón, mientras él baila o levanta y lanza barretas con los dientes, se atraviesa las carnes con leznas o camina en el aire por una cuerda tendida desde la cima de un árbol a la torre del pueblo.

Yo vi al gran padre “Untu”, trajeado de negro y rojo, cubierto de espejos, danzar sobre una soga movediza en el cielo, tocando sus tijeras. El canto del acero se oía más fuerte que la voz del violín y del arpa que tocaban a mi lado, junto a mí. Fue en la madrugada. El padre “Untu” aparecía negro bajo la luz incierta y tierna; su figura se mecía contra la sombra de la gran montaña. La voz de sus tijeras nos rendía, iba del cielo al mundo, a los ojos y al latido de los millares de indios y mestizos que lo veíamos avanzar desde el inmenso eucalipto de la torre. Su viaje duró acaso un siglo. Llegó a la ventana de la torre cuando el sol encendía la cal y el sillar blanco con que estaban hechos los arcos. Danzó un instante junto a las campanas. Bajó luego. Desde dentro de la torre se oía el canto de sus tijeras; el bailarín iría buscando a tientas las gradas en el lóbrego túnel. Ya no volverá a cantar el mundo en esa forma, todo constreñido, fulgurando en dos hojas de acero. Las palomas y otros pájaros que dormían en el gran eucalipto, recuerdo que cantaron mientras el padre “Untu” se balanceaba en el aire. Cantaron pequeñitos, jubilosamente, pero junto a la voz del acero y a la figura del dansak’ sus gorjeos eran como una filigrana apenas perceptible, como cuando el hombre reina y el bello universo solamente, parece, lo orna, le da el jugo vivo a su señor.

El genio de un dansak’ depende de quién vive en él: ¿el “espíritu” de una montaña (Wamani); de un precipicio cuyo silencio es transparente; de una cueva de la que salen toros de oro y “condenados” en andas de fuego? O la cascada de un río que se precipita de todo lo alto de una cordillera; o quizás sólo un pájaro, o un insecto volador que conoce el sentido de abismos, árboles, hormigas y el secreto de lo nocturno; alguno de esos pájaros “malditos” o “extraños”, el hakakllo, el chusek, o el San Jorge, negro insecto de alas rojas que devora tarántulas.
    
“Rasu-Ñiti” era hijo de un Wamani grande, de una montaña con nieve eterna. Él, a esa hora, le había enviado ya su “espíritu”: un cóndor gris cuya espalda blanca estaba vibrando.

Llegó “Lurucha”, el arpista del dansak’, tocando; le seguía don Pascual, el violinista. Pero el “Lurucha” comandaba siempre el dúo. Con su uña de acero hacía estallar las cuerdas de alambre y las de tripa, o las hacía gemir sangre en los pasos tristes que tienen también las danzas.
    
Tras de los músicos marchaba un joven: “Atok’ sayku”, el discípulo de “Rasu-Ñiti”. También se había vestido. Pero no tocaba las tijeras; caminaba con la cabeza gacha. ¿Un dansak’ que llora? Sí, pero lloraba para adentro. Todos lo notaban.

“Rasu-Ñiti” vivía en un caserío de no más de veinte familias. Los pueblos grandes estaban a pocas leguas. Tras de los músicos venía un pequeño grupo de gente.

—¿Ves “Lurucha” al Wamani?— preguntó el dansak’ desde la habitación.
—Sí, lo veo. Es cierto. Es tu hora.
—¡“Atok’ sayku”! ¿Lo ves?

El muchacho se paró en el umbral y contempló la cabeza del dansak’.

—Aletea no más. No lo veo bien, padre.
—¿Aletea?
—Sí, maestro.
—Está bien. “Atok’ sayku” joven.
— Ya siento el cuchillo en el corazón. ¡Toca! —le dijo al arpista.

“Lurucha” tocó el jaykuy (entrada) y cambió enseguida al sisi nina (fuego hormiga), otro paso de la danza.

“Rasu-Ñiti” bailó, tambaleándose un poco. El pequeño público entró en la habitación. Los músicos y el discípulo se cuadraron contra el rayo de sol. “Rasu-Ñiti” ocupó el suelo donde la franja de sol era más baja. Le quemaban las piernas. Bailó sin hervor, casi tranquilo, el jaykuy; en el “sisi nina” sus pies se avivaron.

—¡El Wamani está aleteando grande; está aleteando! —dijo “Atok’ sayku”, mirando la cabeza del bailarín.

Danzaba ya con brío. La sombra del cuarto empezó a hen-chirse como de una cargazón de viento; el dansak’ renacía. Pero su cara, enmarcada por el pañuelo blanco, estaba más rígida, dura; sin embargo, con la mano izquierda agitaba el pañuelo rojo, como si fuera un trozo de carne que luchara. Su montera se mecía con todos sus espejos; en nada se percibía mejor el ritmo de la danza. “Lurucha” había pegado el rostro al arco del arpa. ¿De dónde bajaba o brotaba esa música? No era sólo de las cuerdas y de la madera.

—¡Ya! ¡Estoy llegando! ¡Estoy por llegar! —dijo con voz fuerte el bailarín, pero la última sílaba salió como traposa, como de la boca de un loro.

Se le paralizó una pierna

—¡Está el Wamani! ¡Tranquilo! —exclamó la mujer del dansak’ porque sintió que su hija menor temblaba.

El arpista cambió la danza al tono de Waqtay (la lucha). “Rasu-Ñiti” hizo sonar más alto las tijeras. Las elevó en dirección del rayo de sol que se iba alzando. Quedó clavado en el sitio; pero con el rostro aún más rígido y los ojos más hundidos, pudo dar una vuelta sobre su pierna viva. Entonces sus ojos dejaron de ser indiferentes; porque antes miraba como en abstracto, sin precisar a nadie. Ahora se fijaron en su hija mayor, casi con júbilo.

—El dios está creciendo. ¡Matará al caballo! —dijo.

Le faltaba ya saliva. Su lengua se movía como revolcándose en polvo.

—¡“Lurucha”! ¡Patrón! ¡Hijo! El Wamani me dice que eres de maíz blanco. De mi pecho sale tu tonada. De mi cabeza.

Y cayó al suelo. Sentado. No dejó de tocar las tijeras. La otra pierna se le había paralizado.

Con la mano izquierda sacudía el pañuelo rojo, como un pendón de chichería en los meses de viento.

“Lurucha”, que no parecía mirar al bailarín, empezó el yawar mayu (río de sangre), paso final que en todas las danzas de indios existe.

El pequeño público permaneció quieto. No se oían ruidos en el corral ni en los campos más lejanos. ¿Las gallinas y los cuyes sabían lo que pasaba, lo que significaba esa despedida?

La hija mayor del bailarín salió al corredor, despacio. Trajo en sus brazos uno de los grandes racimos de mazorcas de maíz de colores. Lo depositó en el suelo. Un cuy se atrevió también a salir de su hueco. Era macho, de pelo encrespado; con sus ojos rojísimos revisó un instante a los hombres y saltó a otro hueco. Silbó antes de entrar.

“Rasu-Ñiti” vio a la pequeña bestia. ¿Por qué tomó más impulso para seguir el ritmo lento, como el arrastrarse de un gran río turbio, del yawar mayu éste que tocaban “Lurucha” y don Pascual? “Lurucha” aquietó el endiablado ritmo de este paso de la danza. Era el yawar mayu, pero lento, hondísimo; sí, con la figura de esos ríos inmensos, cargados con las primeras lluvias; ríos, de las proximidades de la selva que marchan también lentos, bajo el sol pesado en que resaltan todos los polvos y lodos, los animales muertos y árboles que arrastran, indeteniblemente. Y estos ríos van entre montañas bajas, oscuras de árboles. No como los ríos de la sierra que se lanzan a saltos, entre la gran luz; ningún bosque los mancha y las rocas de los abismos les dan silencio.

“Rasu-Ñiti” seguía con la cabeza y las tijeras este ritmo denso. Pero el brazo con que batía el pañuelo empezó a doblarse; murió. Cayó sin control, hasta tocar la tierra.

Entonces “Rasu-Ñiti” se echó de espaldas.

—¡El Wamani aletea sobre su frente! —dijo “Atok’ sayku”.
—Ya nadie más que él lo mira —dijo entre sí la esposa—. Yo ya no lo veo.

“Lurucha” avivó el ritmo del yawar mayu. Parecía que tocaban campanas graves. El arpista no se esmeraba en recorrer con su uña de metal las cuerdas de alambre; tocaba las más extensas y gruesas. Las cuerdas de tripa. Pudo oírse entonces el canto del violín más claramente.

A la hija menor le atacó el ansia de cantar algo. Estaba agitada, pero como los demás, en actitud solemne. Quiso cantar porque vio que los dedos de su padre que aún tocaban las tijeras iban agotándose, que iban también a helarse. Y el rayo de sol se había retirado casi hasta el techo. El padre tocaba las tijeras revolcándolas un poco en la sombra fuerte que había en el suelo.

“Atok’ sayku” se separó un pequeñísimo espacio, de los músicos. La esposa del bailarín se adelantó un medio paso de la fila que formaba con sus hijas. Los otros indios estaban mudos; permanecieron más rígidos. ¿Qué iba a suceder luego? No les habían ordenado que salieran afuera.

—¡El Wamani está ya sobre el corazón! —exclamó “Atok’ sayku”, mirando.

“Rasu-Ñiti” dejó caer las tijeras. Pero siguió moviendo la cabeza y los ojos.

El arpista cambió de ritmo, tocó el illapa vivon (el borde del rayo). Todo en las cuerdas de alambre, a ritmo de cascada. El violín no lo pudo seguir. Don Pascual adoptó la misma actitud rígida del pequeño público, con el arco y el violín colgándole de las manos.

“Rasu-Ñiti” movió los ojos; la córnea, la parte blanca, parecía ser la más viva, la más lúcida. No causaba espanto. La hija menor seguía atacada por el ansia de cantar, como solía hacerlo junto al río grande, entre el olor de flores de retama que crecen a ambas orillas. Pero ahora el ansia que sentía por cantar, aunque igual en violencia, era de otro sentido. ¡Pero igual en violencia!

Duró largo, mucho tiempo, el “illapa vivon”. “Lurucha” cambiaba la melodía a cada instante, pero no el ritmo. Y ahora sí miraba al maestro. La danzante llama que brotaba de las cuerdas de alambre de su arpa, seguía como sombra el movimiento cada vez más extraviado de los ojos del dansak’; pero lo seguía. Es que “Lurucha” estaba hecho de maíz blanco, según el mensaje del Wamani. El ojo del bailarín moribundo, el arpa y las manos del músico funcionaban juntos; esa música hizo detenerse a las hormigas negras que ahora marchaban de perfil al sol, en la ventana. El mundo a veces guarda un silencio cuyo sentido sólo alguien percibe. Esta vez era por el arpa del maestro que había acompañado al gran dansak’ toda la vida, en cien pueblos, bajo miles de piedras y de toldos.
“Rasu-Ñiti” cerró los ojos. Grande se veía su cuerpo. La montera le alumbraba con sus espejos.

“Atok’ sayku” salió junto al cadáver. Se elevó ahí mismo, danzando; tocó las tijeras que brillaban. Sus pies volaban. Todos estaban mirando. “Lurucha” tocó el lucero kanchi (alumbrar de la estrella), del wallpa wak’ay (canto del gallo) con que empezaban las competencias de los dansak’, a la media noche.

—¡El Wamani aquí! ¡En mi cabeza! ¡En mi pecho, aleteando! —dijo el nuevo dansak’.

Nadie se movió.

Era él, el padre “Rasu-Ñiti”, renacido, con tendones de bestia tierna y el fuego del Wamani, su corriente de siglos aleteando.

“Lurucha” inventó los ritmos más intrincados, los más solemnes y vivos. “Atok’ sayku” los seguía, se elevaban sus piernas, sus brazos, su pañuelo, sus espejos, su montera, todo en su sitio. Y nadie volaba como ese joven dansak’; dansak’ nacido.

—¡Está bien! —dijo “Lurucha”—. ¡Está bien! Wamani contento. Ahistá en tu cabeza, el blanco de su espalda como el sol del medio día en el nevado, brillando.
 —¡No lo veo! —dijo la esposa del bailarín.
—Enterraremos mañana al oscurecer al padre “Rasu-Ñiti”.
 —No muerto. ¡Ajajayllas! —exclamó la hija menor—. No muerto. ¡Él mismo! ¡Bailando!

“Lurucha” miró profundamente a la muchacha. Se le acercó, casi tambaleándose, como si hubiera tomado una gran cantidad de cañazo.

—¡Cóndor necesita paloma! ¡Paloma, pues, necesita cóndor! ¡Dansak’ no muere! — le dijo.
—Por dansak’ el ojo de nadie llora. Wamani es Wamani.
 

 FIN

 

 Introducción de Pablo Ignacio Chacón

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