Nunca me gustaron las fotografías tamaño carné. Desde pequeño
salía más feo que Quasimodo. De acuerdo, reconozco que soy poco agraciado pero
digamos, que las fotos, flaco favor me hacían. Por más que mi mamá se esmerara
en lavarme la cara, peinarme con gotitas de limón o corregirme al momento de la
fotografía (“Levanta la cara”, “Abre más los ojos”, “Inclínate un poquito a la
derecha”), nada de eso funcionaba, sentía que en cada disparo del flash me iba
desfigurando como el retrato de Dorian Gray.
Por eso, para mí fue un castigo sacado de la santa
inquisición, cuando los negocios empezaron a regalar por cada media docena de
fotos, una instantánea grande, artística decían, con pose de medio lado y mano
en la barbilla. Eso significaba una sola cosa, ampliar mi vergüenza, mis
defectos, mi degradación extrema.
La primera vez que noté este inconveniente fue cuando me
retrataron en primaria y me desconocí. “Sí eres tú” me dijo mi mamá, “No soy
yo, él es Cabanillas” le respondí. Cabanillas era un compañero de aula que
había repetido segundo grado. Su chapa era ‘mostro’.
Aparte de ser flojo, era malcriado, levantaba las faldas a las niñas y olía siempre
a fritura. Había salido igual a él.
En la secundaria, poco antes de terminar, mi papá me anunció que
la próxima semana me llevaría al estudio fotográfico de su confianza, al mismo
donde el año pasado habían retratado a mi hermano con excelentes resultados. El
terno prestado a su medida, la corbata bien puesta, el peinado preciso y hasta
se resaltaban sus ojos verdes. Con este fotógrafo se acabarían mis problemas,
saldría decente, digno de un Rodríguez. Además ¡Total! Ya estaba en la
adolescencia “Ya se empluman los chicos a esta edad” decía siempre mamá.
Tendría que salir mejor que los años anteriores.
Si bien no había nada escrito, esa advertencia que mi padre
me llevaría esta vez, había sido una afrenta para mi madre, que en los once
años anteriores, los que había durado el colegio, no logró sacarme un retrato decoroso.
Por eso, queriendo remediar su fracaso decidió intentarlo por última vez. Me
llevó al estudio fotográfico antes de la fecha que había pactado mi papá. Pero
haberme despertado tempranísimo fue un terrible error, con la cara hinchada, el
pelo enmarañado y tieso, el saco y la corbata prestados por el estudio no
pudieron tener peor resultado. “¡Pareces un culo!” Me dijo mi papá cuando vio
la foto. “¡Yo te dije que te iba a llevar!”.
A la semana siguiente, llegó temprano del trabajo dispuesto a
resolver el problema. Su hijo menor no era el culpable. Debieron ser esas
máquinas antiguas que ya no sirven para nada. Descolgó un saco de su ropero de
cuando él era joven. Me lo probó y me dijo “Yo tenía tu misma contextura, te
cae como anillo al dedo”. Extrajo luego una camisa y una corbata de seda que puso
al lado del traje y asintió dando conformidad. Fuimos al medio día. Nos
hicieron pasar al cuarto donde se disponían unas luces, un fondo blanco y una
cámara fotográfica moderna. Mi papá pidió un par de minutos. Sacó su peine.
Pidió un poco de agua y brillantina y trató de dibujar la línea perfecta sobre
mi pelambrera. Me puso el saco, la camisa, la corbata de seda y después de
acomodar el nudo más de una vez, llamó al fotógrafo. Un par de disparos y
listo.
Ese viernes, saliendo del trabajo, mi papá pasó a recoger mis
fotos. Al llegar a casa lo sentí entrar. Cuando pasó por mi lado tiró el papel
que envolvía los resultados. "No tienes solución" me dijo al pasar.
Abrí el sobre y en efecto nuevamente diríase 'salí hasta las huevas', solo que
esta vez, al mirar bien, descubrí que estaba pareciéndome mucho a él.
Sobre el autor
Eduardo Rodríguez: Economista, músico, cuentista y cuentero. Algunos de sus relatos han salido publicados en El Comercio.
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