Un relato de
Truman Capote.
Se publicó originalmente en la revista
Mademoiselle en 1956, pero se volvió popular porque Capote y Random
House decidieron editarlo como un libro independiente en 1966, el mismo
año en el que se había publicado la que sin duda es su obra más
importante y celebrada: A sangre Fría. El cuento largo se convirtió así
en un éxito comercial que tuvo incluso más de una adaptación televisiva. Curiosamente, Un recuerdo de Navidad se ambienta en la modesta
niñez que vivió Capote en Alabama, en el seno de su familia materna. Su
protagonista, una mujer casi anciana pero anclada en su niñez y soledad,
es descrita como la única amiga del narrador, un niño de siete años.
Son dos personajes a quienes hermana la inocencia y un entusiasmo
entrañable por las navidades que Capote, con maestría, jamás deja caer
en lo cursi.
Un recuerdo de Navidad
Imaginen una mañana a fines de noviembre.
Una mañana al comienzo del invierno, hace más de veinte años. Piensen en la
cocina de un viejo caserón de pueblo. Su característica principal es una estufa
negra enorme; pero tiene también una mesa redonda muy grande y una chimenea con
un par de mecedoras, frente a ella. Precisamente hoy comienza la estufa su
temporada de rugidos.
Una mujer de gastado pelo blanco está de
pie junto a la ventana de la cocina. Tiene puestas unas zapatillas de tenis y
un pulóver gris muy deformado sobre un veraniego vestido de algodón. Es pequeña
y vivaz, como una gallina bantam; pero tiene los hombros horriblemente
encorvados, debido a una prolongada enfermedad juvenil. Su rostro es notable,
semejante al de Lincoln, igual de marcado, y teñido por el sol y el viento;
pero también es delicado, de huesos finos, y con unos ojos de color jerez y
expresión tímida.
—¡Dios mío! —exclama, y su aliento empaña
el cristal—.¡Ha llegado la temporada de las tartas de frutas!
La persona con la que habla soy yo. Tengo
siete años; ella, sesenta y tantos. Somos primos, muy lejanos, y hemos vivido
juntos, bueno, desde que recuerdo. En la casa también viven otras personas,
parientes; y aunque tienen poder sobre nosotros y nos hacen llorar
frecuentemente, en general, apenas tenemos en cuenta su existencia. Los dos
somos el mejor amigo del otro. Ella me llama Buddy, en recuerdo de un chico que
había sido su mejor amigo, hace ya mucho tiempo. El otro Buddy murió de
pequeño, en los años ochenta del siglo pasado. Ella sigue siendo pequeña.
—Lo sabía antes de levantarme de la cama
—dice, volviéndole la espalda a la ventana y con una mirada de excitación
determinada—. La campana del patio sonaba fría y clarísima. Y no cantaba ningún
pájaro; se han ido a tierras más cálidas, ya lo creo que sí. Mira, Buddy, deja
de comer galletas y ve por nuestro carricoche. Ayúdame a buscar el sombrero.
Tenemos que preparar treinta tartas.
Siempre ocurre lo mismo: llega cierta
mañana de noviembre, y mi amiga, como si oficialmente inaugurase esa temporada
navideña anual que le dispara la imaginación y reaviva el fuego de su corazón,
anuncia:
—¡Ya es hora de preparar las tartas! Ve
por nuestro carricoche. Ayúdame a buscar el sombrero.
Y aparece el sombrero, que es de paja,
bajo de copa y muy ancho de ala, y con un atado de rosas de terciopelo
marchitadas por la intemperie: antiguamente era de una parienta que vestía muy
a la moda. Guiamos juntos el carricoche, un destartalado cochecito de niño, por
el jardín, camino de la arboleda de pacanas. El cochecito es mío; es decir que
lo compraron para mí cuando nací. Es de mimbre, y está bastante destrenzado, y
sus ruedas se mueven como las piernas de un borracho. Pero es un objeto fiel;
en primavera lo llevamos al bosque para llenarlo de flores, hierbas y helechos
para las macetas de la entrada; en verano, amontonamos en él toda la
parafernalia de las meriendas campestres, junto con las cañas de pescar, y
bajamos hasta la orilla de algún riachuelo; en invierno también tiene algunas
funciones: es la camioneta en la que trasladamos la leña desde el patio hasta
la chimenea, y le sirve de cálida cama a Queenie, nuestra pequeña terrier
anaranjada y blanca, un pachorriento animal que ha sobrevivido a mucho malhumor
y a dos mordeduras de serpiente de cascabel. En este momento Queenie anda
trotando detrás del carricoche.
Al cabo de tres horas nos encontramos de
nuevo en la cocina, descascarando una carga de pacanas que el viento ha hecho
caer de los árboles. Nos duele la espalda de tanto agacharnos a recogerlas:
¡qué difíciles han sido de encontrar (pues la parte principal de la cosecha se
la han llevado, después de sacudir los árboles, los dueños de la arboleda, que
no somos nosotros) bajo las hojas que las ocultaban, entre los pastos engañosos
y helados! ¡caaracrac! Un alegre crujido, fragmentos de truenos en miniatura
que resuenan al partir las cáscaras mientras en la jarra de leche sigue
creciendo el dorado montón de dulce y aceitosa fruta marfileña. Queenie
comienza a relamerse, y de vez en cuando mi amiga le da furtivamente un
pedacito, pese a que insiste en que ni siquiera nosotros las probemos.
—No debemos hacerlo, Buddy. Si empezamos,
no habrá quien nos pare. Y no tenemos suficientes, ni siquiera con las que hay.
Son treinta tartas.
La cocina va oscureciéndose. El crepúsculo
transforma la ventana en un espejo: nuestros reflejos se mezclan con la luna
ascendente mientras seguimos trabajando junto al hogar y a la luz de la
chimenea. Por fin, cuando la luna ya está muy alta, echamos las últimas
cáscaras al fuego suspirando al unísono, observando cómo van encendiéndose. El
carricoche está vacío; la jarra, llena hasta el borde.
Cenamos (galletas frías, jamón, dulce de
zarzamora) y hablamos de lo del día siguiente. Al día siguiente empieza el trabajo
que más me gusta: ir de compras. Cerezas y cidras, jengibre y vainilla y piña
hawaiana en lata, pacanas y pasas y nueces y whisky y, oh, un montón de harina,
manteca, muchísimos huevos, especias, esencias: pero ¡nos hará falta un pony
para tirar del carricoche hasta casa!
Pero, antes de comprar, queda la cuestión
del dinero. Ninguno de los dos tiene ni cinco. Solamente las limitadas
cantidades que los otros habitantes de la casa nos proporcionan muy de vez en
cuando (ellos creen que una moneda de diez centavos es una fortuna); y 10 que
nos ganamos por medio de diversas actividades: organizar sorteos de cosas
viejas, vender baldes de zarzamoras que nosotros mismo recogemos, tarros de
mermelada casera y de dulce de manzana y de durazno en conserva, o recoger
flores para bodas y funerales. Una vez ganamos el septuagésimo noveno premio,
cinco dólares, en un concurso nacional de rugby. Y no porque sepamos ni jota de
rugby, sino porque participamos en todos los concursos de los que tenemos
noticia: en este momento nuestras esperanzas se centran en el Gran Premio de
cincuenta mil dólares que ofrecen por inventar el nombre de una nueva marca de
café (nosotros hemos propuesto "A.M."; y, después de dudarlo un poco,
porque a mi amiga le parecía sacrílego, como eslogan, "¡A.M.!
¡Amén!").
Sinceramente, nuestra única actividad
provechosa de verdad fue lo del Museo de Monstruos y Feria de Atracciones que
organizamos hace un par de veranos en una leñera. Las Atracciones consistían en
proyecciones de linterna mágica con imágenes de Washington y Nueva York
prestadas por un familiar que había estado en esos lugares (y que se puso
furioso cuando se enteró del motivo por el que se las habíamos pedido); el
Monstruo era un pollito de tres patas, recién incubado por una de nuestras
gallinas. Toda la gente de por aquí quería ver al pollito: les cobrábamos cinco
centavos a los adultos, y dos a los niños. Y llegamos a ganar nuestros buenos
veinte dólares antes de que el museo cerrara sus puertas debido a la defunción
de su principal estrella.
Pero entre unas cosas y otras vamos
acumulando cada año nuestros ahorros navideños, el Fondo para Tartas de Frutas.
Guardamos bien escondidos estos ahorros en un viejo monedero, debajo de una
tabla suelta que está debajo del piso que está debajo del orinal que está
debajo de la cama de mi amiga. Sólo sacamos el monedero de su seguro escondrijo
para hacer un nuevo depósito, o, como suele ocurrir los sábados, para algún
retiro; porque los sábados me corresponden diez centavos para el cine. Mi amiga
no ha ido jamás al cine, ni tiene intención de hacerlo:
—Prefiero que me cuentes la historia,
Buddy. Así puedo imaginármela mejor. Además, las personas de mi edad no deben
gastar la vista. Cuando se presente el Señor, quiero verle bien.
Aparte de no haber visto ninguna película,
tampoco ha comido en ningún restaurante, viajado a más de cinco kilómetros de
casa, recibido o enviado telegramas, leído nada que no sean tebeos y la Biblia,
usado cosméticos, pronunciado malas palabras, deseado a nadie mal alguno,
mentido a conciencia, ni dejado que ningún perro pasara hambre. Y éstas son
algunas de las cosas que ha hecho, y que suele hacer: matar con una azada la
más grande serpiente de cascabel jamás vista en este condado (dieciséis
cascabeles), tomar rapé (en secreto), domesticar colibríes (desafío a
cualquiera a que lo intente) hasta conseguir que se mantengan en equilibrio
sobre uno de sus dedos, contar historias de fantasmas (tanto ella como yo
creemos en los fantasmas) tan estremecedoras que te dejan helado hasta en
julio, hablar consigo misma, pasear bajo la lluvia, cultivar las camelias más
bonitas de todo el pueblo, aprenderse la receta de todas las antiguas recetas
curativas de los indios, entre otras, una fórmula mágica para quitar verrugas.
Ahora, terminada la cena, nos retiramos a
la habitación que hay en una parte alejada de la casa, y que es el lugar donde
mi amiga duerme, en una cama de hierro pintada de rosa furioso, su color
preferido, cubierta con una colcha hecha de retazos. En silencio, saboreando
los placeres de los conspiradores, sacamos de su escondrijo secreto el monedero
y derramamos su contenido sobre su colcha. Billetes de un dólar, enrollados
como un cigarrillo y verdes como brotes de mayo. Oscuras monedas de cincuenta centavos,
tan pesadas que sirven para cerrarle los ojos a un muerto. Hermosas monedas de
diez centavos, las más alegres, las que tintinean de verdad. Monedas de cinco y
veinticinco centavos, tan pulidas por el uso como guijarros de río. Pero, sobre
todo, un horrible montón de olorosas monedas de un centavo. El verano pasado,
otros habitantes de la casa nos contrataron para matar moscas, un centavo por
cada veinticinco moscas muertas. Ah, aquella carnicería de agosto: ¡cuántas
moscas volaron al cielo! Pero no fue un trabajo que nos llenara de orgullo. Y,
mientras vamos contando los centavos, es como si volviésemos a contar moscas
muertas. Ninguno de los dos tiene habilidad para los números; contamos
despacio, restamos, y volvemos a empezar. Según los cálculos de ella, tenemos
12,73 dólares. Según los míos, 13 dólares exactamente. —Espero que te hayas
equivocado, Buddy. Más vale andar con cuidado si son trece. Se nos desinflarán
las tartas. O enterrarán a alguien. Por Dios, en mi vida se me ocurriría
levantarme de la cama un día trece.
Lo cual es cierto: se pasa todos los días
trece en la cama. De modo que, para asegurarnos, sacamos un centavo y lo
tiramos por la ventana. De todos los ingredientes que utilizamos para hacer
nuestras tartas de frutas no hay ninguno tan caro como el whisky, que, además,
es el más difícil de comprar: su venta está prohibida por el Estado. Pero todo
el mundo sabe que se le puede comprar una botella a Mr. Jajá Jones. Y al día
siguiente, después de haber terminado nuestras compras más prosaicas, nos
encaminamos al bar de Mr. Jajá, un "pecaminoso" (por citar la opinión
pública) bar de pescado frito y baile que está a la orilla del río. No es la
primera vez que vamos allí, y con el mismo propósito; pero los años anteriores
hemos hecho tratos con la mujer de Jajá, una india de piel negra como la
tintura de yodo, brillante cabello oxigenado, y apariencia de muerta de
cansancio. De hecho, jamás hemos visto a su marido, aunque hemos oído decir que
también es indio. Un gigante con cicatrices de cuchillazos en las mejillas. Le
llaman Jajá por lo serio, nunca se ríe. Cuando nos acercamos al bar (una amplia
cabaña de troncos, adornada por dentro y por fuera con guirnaldas de lamparitas
desnudas pintadas de colores vivos, y situada en la embarrada orilla del río, a
la sombra de unos árboles por entre cuyas ramas crece el musgo como niebla
gris) detenemos nuestro paso. Incluso Queenie deja de brincar y permanece cerca
de nosotros. Ha habido asesinatos en el bar de Jajá. Gente descuartizada.
Descalabrada. El mes próximo irá al
juzgado uno de los casos. Naturalmente, esta clase de cosas suceden por la
noche, cuando suena el tocadiscos y las lamparitas pintadas proyectan
demenciales sombras. De día, el local de Jajá es destartalado y está desierto.
Llamo a la puerta, ladra Queenie, grita mi amiga:
—¡Mrs. Jajá! ¡Eh, señora ¿Hay alguien en
casa?
Pasos. Se abre la puerta. Nuestros
corazones se detienen. ¡Es Mr. Jajá Jones en persona!
Es un gigante; y tiene cicatrices; y no
sonríe. Nos lanza miradas llameantes con sus satánicos ojos rasgados, y quiere
saber:
— ¿Qué quieren de Jajá?
Durante un instante nos quedamos tan
paralizados que no podemos hablar. Al rato, mi amiga encuentra una media voz,
apenas una vocecita susurrante:
— Si no le importa, Mr. Jajá, queremos un
litro del mejor whisky que tenga. Los ojos se le rasgan incluso más. ¿No es
increíble? ¡Mr. Jajá está sonriendo! Hasta riendo.
—¿Cuál de los dos es el bebedor?
— Es para hacer tartas de frutas, Mr.
Jajá. Para cocinar.
Esto le templa el ánimo. Frunce el ceño.
—Qué manera de tirar un buen whisky.
No obstante, se hunde en las sombras del
bar y vuelve unos cuantos segundos después con una botella de contenido
amarillo margarita, sin etiqueta. Muestra su centelleo a la luz del sol y dice:
—Dos dólares.
Le pagamos con monedas de diez, cinco y un
centavo. De repente, mientras hace sonar las monedas en la mano cerrada, como
si fuesen dados, se le suaviza la expresión.
— ¿Saben lo que les digo? —nos propone,
devolviendo el dinero a nuestro monedero—. Págenmelo con unas cuantas tartas de
frutas.
De vuelta a casa, mi amiga comenta:
—A mí me ha parecido un hombre encantador.
Pondremos una tacita de pasas de más en su tarta.
La cocina negra, cargada de carbón y leña,
brilla como una calabaza iluminada. Giran velozmente los batidores de huevos,
dan vueltas como locas las cucharas en ollas cargadas de manteca y azúcar,
endulza el ambiente la vainilla, lo hace picante el jengibre; unos olores
combinados que hacen que te pique la nariz saturan la cocina, empapan la casa,
salen volando al mundo arrastrados por el humo de la chimenea. A los cuatro
días hemos terminado nuestra tarea. Treinta y una tartas, ebrias de whisky, se
tuestan al sol en los estantes y los alféizares de las ventanas.
—¿Para quién son?
Para nuestros amigos. No necesariamente
amigos de la vecindad: de hecho, la mayor parte las hemos hecho para personas
con las que quizá sólo hemos hablado una vez, o ninguna. Gente con la que nos
hemos encaprichado. Como el presidente Roosevelt. Como el reverendo J. C. Lucey
y señora, misioneros bautistas en Borneo, que el pasado invierno dieron unas
conferencias en el pueblo. O el pequeño afilador que pasa por aquí dos veces al
año. O Abner Packer, el conductor del autobús de las seis que, cuando llega de
Mobile, nos saluda con la mano cada día al pasar delante de casa envuelto en
una nube de polvo. O los Wiston, una joven pareja californiana cuyo automóvil
se rompió una tarde ante nuestro portón, y que pasó una agradable hora
charlando con nosotros (el joven Wiston nos sacó una foto, la única que nos han
sacado en nuestra vida). ¿Es debido a que mi amiga siente timidez ante todo el
mundo, excepto los desconocidos, que esos desconocidos, y otras personas a
quienes apenas hemos tratado, son para nosotros nuestros más auténticos amigos?
Creo que sí. Además, los cuadernos en donde conservamos las notas de
agradecimiento con membrete de la Casa Blanca, las ocasionales comunicaciones
que nos llegan de California y Borneo, las postales de un centavo firmadas por
el afilador, hacen que nos sintamos relacionados con unos mundos llenos de
acontecimientos, situados muy lejos de la cocina y de su precaria imagen de un
cielo recortado.
Una rama desnuda de higuera decembrina
araña la ventana. La cocina está vacía, han desaparecido las tartas; ayer
llevamos las últimas al correo, cargadas en el carricoche, y una vez allí
tuvimos que vaciar el monedero para pagar las estampillas. Estamos en la ruina.
Es una situación que me deprime notablemente, pero mi amiga está empeñada en
que lo celebremos: con los dos centímetros de whisky que nos quedan en la
botella de Jajá. A Queenie le echamos una cucharada en su café (le gusta el
café aromatizado con achicoria, y bien cargado). Dividimos el resto en un par
de vasos de gelatina. Los dos estamos bastante atemorizados ante la perspectiva
de tomar whisky solo; su sabor provoca en los dos expresiones beodas y amargos
estremecimientos. Pero al rato comenzamos a cantar simultáneamente una canción
diferente cada uno. Yo no me sé la letra de la mía, sólo: Ven, ven, ven a
bailar cimbreando esta noche. Pero puedo bailar: eso es lo que quiero ser,
bailarín de claqué en películas musicales. La sombra de mis pasos de baile anda
de joda por las paredes; nuestras voces hacen sonar la porcelana; reímos como
tontos: se diría que unas manos invisibles están haciéndonos cosquillas.
Queenie se pone a rodar, patalea en el aire, y algo parecido a una sonrisa
tensa sus labios negros. Me siento ardiente y chispeante por dentro, como los
troncos que se desmenuzan en el hogar, despreocupado como el viento en la
chimenea. Mi amiga baila un vals alrededor de la estufa, sujetando el
dobladillo de su pobre pollera de algodón con la punta de los dedos, como si
fuera un vestido de noche: Muéstrame el camino de vuelta a casa, está cantando,
mientras rechinan en el piso sus zapatillas de tenis. Muéstrame el camino de
vuelta a casa.
Entran dos parientes. Muy enojados.
Potentes, con miradas censoras, lenguas severas. Escuchen lo que dicen sus
palabras, amontonándose unas sobre otras hasta formar una canción de ira:
—¡Un niño de siete años! ¡Oliendo a
whisky! ¡Te volviste loca! ¡Dárselo a un niño de siete años! ¡Estás reloca!
¡Por el mal camino! ¿Te acordás de la prima Kate? ¿Del tío Charlie? ¿Del cuñado
del tío Charlie? ¡Qué escándalo! ¡Qué vergüenza! ¡Qué humillación!
¡Arrodilláte, rezá, pedíle perdón al Señor!
Queenie se esconde debajo de la estufa. Mi
amiga se queda mirando vagamente sus zapatillas, le tiembla el mentón, se
levanta la pollera, se suena los mocos y se va corriendo a su cuarto. Mucho
después de que el pueblo haya ido a acostarse y la casa esté en silencio, con
la sola excepción de los carillones de los relojes y el chisporroteo de los
fuegos casi apagados, mi amiga llora contra una almohada que ya está tan húmeda
como el pañuelo de una viuda.
— No llores —le digo, sentado a los pies
de la cama y temblando a pesar del camisón de franela, que aún huele al jarabe
de la tos que tomó el invierno pasado—, no llores —le suplico, jugando con los
dedos de sus pies, haciéndole cosquillas—, eres demasiado vieja para llorar.
—Por eso lloro —dice ella, hipando—.
Porque soy demasiado vieja. Vieja y ridícula.
—Ridícula no. Divertida. Más divertida que
nadie. Oye. Como sigas llorando, mañana estarás tan cansada que no podremos ir
a cortar el árbol.
Se endereza. Queenie salta encima de la
cama (lo cual le está prohibido) para lamerle las mejillas.
—Conozco un lugar donde encontraremos
árboles de verdad, preciosos, Buddy. Y también hay acebo. Con bayas tan grandes
como tus ojos. Está en el bosque, muy adentro. Más lejos de lo que nunca hemos
ido. Papi nos traía de allí los árboles de Navidad: los traía al hombro. Eso
era hace cincuenta años. Bueno, no sabes lo impaciente que estoy por que
amanezca.
De mañana. La escarcha helada da brillo al
pasto; el sol, redondo como una naranja y anaranjado como una luna de verano,
cuelga en el horizonte y bruñe los plateados bosques invernales. Chilla un pavo
salvaje. Un cerdo renegado gruñe entre la maleza. Pronto, junto a la orilla del
poco profundo riacho de aguas veloces, tenemos que abandonar el carricoche.
Queenie es la primera en vadear la
corriente; chapotea hasta el otro lado, ladrando en son de queja porque la
corriente es muy fuerte, tan fría que seguro que se agarra una pulmonía. Nosotros la seguimos, con el calzado y los
utensilios (un hacha pequeña, una bolsa de arpillera) sostenidos encima de la
cabeza. Dos kilómetros más de espinas, erizos y zarzas que se nos enganchan en
la ropa; de herrumbrosas agujas de pino, y con el brillo de los coloridos
hongos y las plumas caídas. Aquí, allí, un brillo, un temblor, un éxtasis de
trinos nos recuerdan que no todos los pájaros han volado hacia el Sur. El
camino serpentea siempre por entre charcos alimonados de sol y sombríos túneles
de enredaderas. Hay que cruzar otro arroyo: una agotada flota de moteadas
truchas espumea el agua alrededor nuestro, mientras unas ranas del tamaño de
platos se entrenan tirándose de panza; unos castores obreros construyen un
dique. En la otra orilla, Queenie se sacude y tiembla. También tiembla mi
amiga: no de frío, sino de entusiasmo. Una de las maltrechas rosas de su
sombrero deja caer un pétalo cuando levanta la cabeza para inhalar el aire
cargado del aroma de los pinos.
—Ya casi llegamos. ¿Lo hueles, Buddy?
—dice, como si estuviéramos acercándonos al océano.
En efecto, es algo semejante al océano.
Aromáticas e ilimitadas extensiones de árboles navideños, de acebos de hojas
punzantes. Bayas rojas tan brillantes como campanillas sobre las que se
ciernen, gritando, negros cuervos. Después de haber llenado nuestras bolsas de
arpillera con la cantidad suficiente de verde y rojo como para adornar una
docena de ventanas, nos disponemos a elegir el árbol.
—Tendría que ser —dice mi amiga— el doble
de alto que un chico. Para que ningún chico pueda robarle la estrella.
El que elegimos es el doble de alto que
yo. Un valiente y bello bruto que se banca treinta hachazos antes de caer con
un grito crujiente y estremecedor. Cargándolo como si fuese una pieza de caza,
comenzamos la larga expedición de regreso. Cada pocos metros abandonamos la
lucha, nos sentamos, jadeamos. Pero poseemos la fuerza del cazador victorioso
que, sumada al perfume viril y helado del árbol, nos hace revivir, nos incita a
continuar. Muchas felicitaciones acompañan nuestro crepuscular regreso por el
camino de roja arcilla que conduce al pueblo; pero mi amiga se muestra esquiva
cuando la gente elogia el tesoro que llevamos en el carricoche: qué árbol tan
hermoso, ¿de dónde lo han sacado?
—De allá lejos —murmura ella con
imprecisión. Una vez se detiene un coche, y la perezosa mujer del dueño rico de
la fábrica se asoma y balbucea:
—Les doy veinticinco centavos por ese
árbol.
En general, a mi amiga le da miedo decir
que no; pero en esta ocasión rechaza rápidamente el ofrecimiento con la cabeza:
—Ni por un dólar.
La mujer del empresario insiste.
—¿Un dólar? ¡Un cuerno! Cincuenta
centavos. Y es mi última oferta. Pero mujer, si puedes ve por otro.
En respuesta, mi amiga reflexiona
amablemente: —Lo dudo. Nunca hay dos de nada.
En casa: Queenie se desploma junto al
fuego y duerme hasta el día siguiente, roncando como un ser humano.
Un baúl que hay en la buhardilla contiene:
una caja de zapatos llena de colas de armiño (procedentes de la capa que usaba
para ir a la ópera cierta dama extraña que en otros tiempos alquiló una
habitación de la casa), varios rollos de gastadas cenefas de oropel que el
tiempo ha terminado dorando, una estrella de plata, una breve tira de bombitas
en forma de vela, fundidas y seguramente peligrosas. Adornos magníficos, hasta
cierto punto, pero que no son suficientes: mi amiga quiere que el árbol arda
—como la vidriera de una iglesia bautista—, que se le doblen las ramas bajo el
peso de una copiosa nevada de adornos. Pero no podemos permitimos el lujo de comprar
los hermosos chirimbolos made in Japan que venden en el negocio de baratijas.
De modo que hacemos lo mismo que hemos hecho siempre: pasarnos días y días
sentados a la mesa de la cocina, armados de tijeras, lápices y montones de
papeles de colores. Yo dibujo los perfiles, y mi amiga los recorta: gatos y más
gatos, y también peces (porque es fácil dibujarlos), unas cuantas manzanas,
otras tantas sandías, algunos ángeles alados hechos de las hojas de papel de
aluminio que guardamos cuando comemos chocolate.
Utilizamos ganchitos para sujetar todas
estas creaciones al árbol; como toque final, espolvoreamos por las ramas
bolitas de algodón (recogido para este fin el pasado agosto). Mi amiga,
estudiando el efecto, entrelaza las manos.
—Dime la verdad, Buddy. ¿No está para
comérselo? Queenie intenta comerse un ángel.
Después de trenzar y adornar con cintas
las coronas de acebo que ponemos en cada una de las ventanas de la fachada,
nuestro siguiente proyecto consiste en inventar regalos para la familia. Pañuelos
tejidos a mano para las señoras, y, para los hombres, jarabe casero de limón,
dulce y aspirina, que debe ser tomado "en cuanto aparezcan Síntomas de
Resfriado y Después de salir de Caza". Pero cuando llega la hora de
preparar el regalo que nos haremos el uno al otro, mi amiga y yo nos separamos
para trabajar en secreto. A mí me gustaría comprarle una navaja con
incrustaciones de perlas en el mango, una radio, medio kilo entero de cerezas
recubiertas de chocolate (las probamos una vez, y desde entonces está siempre
jurando que podría alimentarse sólo de ellas. "Te lo juro, Buddy, bien
sabe Dios que podría..., y no tomo su nombre en vano."). En lugar de eso,
le estoy haciendo un barrilete. A ella le gustaría comprarme una bicicleta (lo
ha dicho millones de veces: "Si pudiera, Buddy. La vida ya es bastante
mala cuando tienes que prescindir de las cosas que te gustan a ti; pero,
demonios, lo que más me enoja es no poder regalar aquello que les gusta a los
otros. Pero algún día te la consigo, Buddy. Te encuentro una bici. Y no me
preguntes cómo. Quizá la robe"). En lugar de eso, estoy casi seguro de que
me está haciendo un barrilete: igual que el año pasado, y que el anterior. El
anterior a ése nos regalamos sendas gomeras. Todo lo cual está bien: porque somos
los reyes a la hora de hacer volar los barriletes, y sabemos estudiar el viento
como los marineros; mi amiga, que sabe más que yo, hasta es capaz de hacer que
flote un barrilete cuando no hay ni la brisa suficiente para traer nubes.
La tarde anterior a la Nochebuena nos
conseguimos una moneda de veinte centavos y vamos a la carnicería para
comprarle a Queenie su regalo tradicional, un buen hueso masticable de buey. El
hueso, envuelto en papel de fantasía, queda situado en la parte más alta del
árbol, junto a la estrella. Queenie sabe que está allí. Se sienta al pie del
árbol y mira hacia arriba, en un éxtasis de codicia: llega la hora de acostarse
y no se quiere mover ni un centímetro. Yo me siento tan excitado como ella. Me
destapo a patadas y me paso la noche dándole vueltas a la almohada, como si
fuese una de esas noches tan sofocantes de verano.
Canta desde algún lugar un gallo:
equivocadamente, porque el sol sigue estando al otro lado del mundo.
—¿Estás despierto, Buddy?
Es mi amiga, que me llama desde su cuarto,
justo al lado del mío; y al cabo de un instante ya está sentada en mi cama, con
una vela encendida.
—Mira, no puedo cerrar un ojo —declara—.
La cabeza me da más saltos que una liebre.
Oye, Buddy, ¿crees que Mrs. Roosevelt
servirá nuestra tarta para la cena? Nos arrebujamos en la cama, y ella me
aprieta la mano diciendo te quiero.
—Me da la sensación de que antes tenías la
mano mucho más pequeña. Supongo que detesto la idea de verte crecer.
¿Seguiremos siendo amigos cuando te hagas mayor?
Yo le digo que siempre.
—Pero me siento horriblemente mal, Buddy.
No sabes la de ganas que tenía de regalarte una bici. He intentado vender el
camafeo que me regaló papá. Buddy —duda un poco, como si estuviese muy
avergonzada—, te he hecho otro barrilete.
Luego le confieso que también yo le he
hecho un barrilete, y nos reímos. La vela ha ardido tanto que ya no hay quien
la sostenga. Se apaga, delata la luz de las estrellas que dan vueltas en la
ventana como unos villancicos visuales que lenta, muy lentamente, va acallando
el amanecer. Seguramente dormitamos; pero la aurora nos salpica como si fuese
agua fría; nos levantamos, con los ojos como platos y errando de un lado para
otro mientras aguardamos a que los demás se despierten. Con toda la mala leche,
mi amiga deja caer un cacharro metálico en el suelo de la cocina. Yo bailo
claqué ante las puertas cerradas. Uno a uno, los parientes emergen, con cara de
sentir deseos de asesinarnos a ella y a mí; pero es Navidad, y no pueden
hacerlo. Primero, un desayuno lujoso: todo lo que se puedan imaginar, desde
panqueques y ardilla frita hasta maíz tostado y miel en panal. Lo que pone a
todo el mundo de buen humor, con la sola excepción de mi amiga y yo. La verdad,
estamos tan impacientes por llegar a lo de los regalos, que no conseguimos tragar
ni un bocado.
Pues bien, me llevo una decepción. ¿Y
quién no? Unas medias, una camisa para ir a la escuela dominical, unos cuantos
pañuelos, un pulóver usado, una suscripción por un año a una revista religiosa
para niños: El pastorcillo. Me ponen loco. De verdad. El botín de mi amiga es
mejor. Su principal regalo es una bolsa de mandarinas. Pero está mucho más
orgullosa de un chal de lana blanca que le ha tejido su hermana, la que está
casada. Pero dice que su regalo favorito es el barrilete que le he hecho yo. Y,
en efecto, es muy bonito; aunque no tanto como el que ha hecho ella para mí,
azul y salpicado de estrellitas verdes y doradas de Buena Conducta; es más,
lleva mi nombre, "Buddy", pintado.
—Hay viento, Buddy.
Hay viento, y nada importará hasta el
momento en que bajemos corriendo al prado que queda cerca de casa, el mismo
adonde Queenie ha ido a esconder su hueso (y el mismo en donde, dentro de un
año, será enterrada Queenie). Una vez allí, nadando por la sana hierba que nos
llega hasta la cintura, soltamos nuestros barriletes, sentimos sus tirones de
peces celestiales que flotan en el viento. Satisfechos, reconfortados por el
sol, nos tiramos en el pasto y pelamos mandarinas y observamos las cabriolas de
nuestros barriletes. Me olvido enseguida de las medias y del pulóver usado. Soy
tan feliz como si ya hubiésemos ganado el Gran Premio de cincuenta mil dólares
de ese concurso de marcas de café.
—¡Ay va, pero qué tonta soy! —exclama mi
amiga, repentinamente alerta, como la mujer que se ha acordado demasiado tarde
de lo que había dejado en el horno—. ¿Sabes qué había creído siempre? —me
pregunta en tono de haber hecho un gran descubrimiento, sin mirarme a mí, pues
los ojos se le pierden en algún lugar situado a mi espalda—. Siempre había creído
que para ver al Señor hacía falta que el cuerpo estuviese muy enfermo,
agonizante. Y me imaginaba que cuando El llegase sería como contemplar una
vidriera bautista: tan bonito como cuando el sol se mete a chorros por los
vidrios de colores, tan luminoso que ni te enteras de que está oscureciendo. Y
ha sido una vidriera de colores en la que el sol se metía a chorros, así de
espectral. Pero seguro que no es eso lo que suele suceder. Apuesto a que,
cuando llega el final, la carne comprende que el Señor ya se ha mostrado. Que
las cosas, tal como son —su mano traza un círculo, en un ademán que abarca
nubes y barriletes y pasto, y hasta a Queenie, que está escarbando la tierra en
la que ha enterrado su hueso—, tal como siempre las has visto, eran verle a Él.
En cuanto a ti, podría dejar este mundo con un día como hoy en la mirada.
Esta es la última Navidad que pasamos
juntos.
La vida nos separa. Los Enterados deciden
que mi lugar está en un colegio militar. Y a partir de ahí se sucede una
desdichada serie de cárceles a toque de corneta, de sombríos campamentos de
verano a toque de diana. Tengo además otra casa. Pero no importa. Mi casa está
allí donde se encuentra mi amiga, y jamás la visito.
Y ella sigue allí, dando vueltas por la
cocina. Con Queenie como única compañía. Luego sola. ("Querido Buddy —me
escribe con su letra salvaje, difícil de leer—, el caballo de Jim Macy le dio
ayer una horrible patada a Queenie. Demos gracias de que ella no llegó a
enterarse del dolor. La envolví en una sábana de hilo, y la llevé en el
carricoche al prado de Simpson, para que esté rodeada de sus huesos...")
Durante algunos noviembres sigue preparando sus tartas de frutas sin nadie que
la ayude; no tantas como antes, pero sí unas cuantas; y, por supuesto, siempre
me envía "la mejor de todas". Además, me pone en cada carta una
moneda de diez centavos envuelta en papel higiénico: "Ve a ver una
película y cuéntame la historia". Poco a poco, sin embargo, en sus cartas
tiende a confundirme con su otro amigo, el Buddy que murió en los años ochenta
del siglo pasado; poco a poco, los días trece van dejando de ser los únicos
días en que no se levanta de la cama: llega una mañana de noviembre, una mañana
sin hojas ni pájaros que anuncia el invierno, y esa mañana ya no tiene fuerzas
para darse ánimos exclamando:
—¡Vaya por Dios, ha llegado la temporada
de las tartas de frutas!
Y cuando eso ocurre, yo lo sé. El mensaje
que lo cuenta no hace más que confirmar una noticia que cierta vena secreta ya
había recibido, amputándome una insustituible parte de mí mismo, dejándola
suelta como un barrilete cuyo hilo se ha roto. Por eso, cuando cruzo el césped
del colegio en esta mañana de diciembre, no dejo de escrutar el cielo. Como si
esperase ver, a manera de un par de corazones, dos barriletes perdidos que
suben corriendo hacia el cielo.
Fin
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