Una crónica de Javier Baldeón.
El avión de Patricia aterrizó a las tres de la madrugada. Habían sido dieciséis
horas de viaje con escala en Madrid, en donde durmió las tres que estuvo en el
aeropuerto. Aún se sobaba los ojos
cuando le dijeron que podía bajarse. Afuera la recibió un silbido gélido y la
intemperie estrellada. En el horizonte, como sombras geométricas endureciendo
la noche, se alzaban las pirámides.
—Giza está apenas a veinte
kilómetros de El Cairo —me
explica—, las pirámides se
pueden ver desde allí. Hay unos reflectores enormes que siempre están prendidos.
Encontrar la salida del aeropuerto premió su paso por los
controles. La madrugada no había despoblado las calles. Decenas de hombres llamaban
en distintas lenguas a los turistas. Identificó a los que hablaban español y,
entre ellos, a los de su agencia.
—¿No
sintió miedo de estar sola?
—Ni me
acuerdo. Lo que quería era irme a dormir ya, ya, para despertarme y comenzar a
conocer el país.
Había cientos de hoteles rodeando el aeropuerto. El guía
que la condujo al suyo le preguntó por qué iba vestida de negro y ella le
respondió preguntándole por qué él iba vestido como musulmán. El hombre pareció
ofenderse
—Allí
me di cuenta que de verdad era musulmán. Hasta entonces había pensado que era
español, porque hablaba sin acento.
Se durmió apenas llegó a su habitación, arrepintiéndose de
haber reservado ese primer día solo para el descanso. Ella misma había armado
el itinerario. Había planificado limpiamente
cada uno de los veinte y cinco días que pasaría en Egipto: qué partes
visitaría, cuáles iba a tener que perderse, tal vez, definitivamente.
—Cuando
me contacté con la agencia en España, comenzaron a recitarme cuáles eran los
lugares más conocidos. Pero yo no necesitaba eso. Les dije de inmediato qué
sitios me interesaban. Conocía Egipto por mis lecturas desde que era niña.
Siempre había querido estar ahí.
—¿Y
cuántos años tenía cuando hizo el viaje?
—Cincuenta
y siete
Las calles de El Cairo son un hormiguero. Es la ciudad más
habitada de África. La centralización en un país tan grande como el Perú pero
desértico en la mayor parte de su superficie, es tal que el cementerio más
antiguo de la ciudad ha terminado también por ser invadido. Algunas familias
llevan generaciones viviendo en mausoleos de muertos sin memoria. Y a eso hay
que sumarle la inmensa afluencia de turistas. Patricia era uno de ellos. Ese
primer día se unió a un nuevo grupo de españoles y fue a visitar el museo de El
Cairo.
—Es
inmenso, precioso. Había momias de todo tipo, de perros, de serpientes, de
cocodrilos. Y también están las momias de los faraones: de Ramsés II, de Amenofis,
de Hatshepsut, que fue mujer y faraona. Y claro, la estrella, porque está con
sus tesoros completos, es la tumba de Tutankamón.
—Debe
de ser impresionante ver tanta riqueza.
—Sí, el
oro impresiona. Pero no es tanto el material como el cuidado con el que está
hecha cada pieza. Se nota de verdad la dedicación, el amor que debe de haber
puesto el artesano a cada pieza.
Patricia tiene autoridad para decirlo. Aunque siempre quiso
ser arqueóloga, llegó a estudiar la carrera técnica de conservación de
patrimonio cuando aún existía en el Perú. Lleva más de treinta años ejerciéndola
y restaurando objetos prehispánicos. Ha restaurado cerámica, orfebrería, mantos
—el más antiguo, era un
pedazo de tela que a cada contacto parecía convertirse en arena— y, por supuesto, también
momias. En una época vivió durante un par de meses con una niña de más de 3 000
años de antigüedad.
—¿No le
asustaba?
—Me
hacía compañía.
Permaneció una semana en El Cairo, donde era más cómodo
hospedarse y fácil llegar a Giza. Recorrió esa ciudad con paciencia. La fascinó
el gesto de la esfinge, atravesó el interior de cada una de las tres pirámides.
—Eso
fue lo más difícil. Porque cada semana se abre el paso solo para dos pirámides
y se deja descansar a una. La presencia de los turistas, el mismo oxígeno que
respiran, desgasta el monumento. Así que yo me tuve que esperar a la siguiente
semana para entrar a esa tercera pirámide.
—¿Y
cómo es por dentro?
—Estrecha,
oscura. La iluminación es baja, pero eso favorece la experiencia. Y en la
cámara principal, las paredes están llenas de la escritura jeroglífica. Algunas
están como si las hubieran acabado de tallar.
Visitó Luxor con la misma devoción. La recibieron los dos colosos
de Memnom. Luego llegó al Valle de los Reyes, una serie de tumbas escondidas entre
las montañas y salpicadas por dentro con dibujos que conservan aún sus colores
vivos. En Asuán recorrió el Templo de Ramsés II, vio a los cuatro colosos adormecidos
en su vigilancia. Y la tumba de su esposa Nefertari, la construcción más
compleja e importante dedicada a una mujer en Egipto.
—Y yo que me considero
feminista, ya te imaginarás lo que me impresionó ver eso.
Pero a Patricia no solo la deslumbraba la arqueología. El
Nilo la acompañó el viaje entero. Un interminable tajo azul que serpenteaba y dividía
las dunas anaranjadas del oriente del río, de la maraña de palmeras y tierras
agrícolas que aún mantiene la ribera occidental. Sus ciclos, su tranquilo y oscuro
caudal, sigue determinando la vida de los egipcios.
—Imagínate que existen unas enormes
máquinas que se llaman nilómetros. Sirven exclusivamente para medir su
profundidad y pronosticar los meses de inundación.
Y también impresionaba la gente, su modo de vida. Las
casitas blancas de barro que rodeaban las carreteras por donde iban los buses
de viaje. Todas tenían una enorme ventana apuntando al occidente porque todavía
es costumbre para los egipcios medir el tiempo por la posición del sol. En una ocasión,
el auto en donde iba casi se estrelló con un camión. Su chofer, un hombre
barbudo y de turbante blanco, salió a increpárselo al otro que llevaba idéntica
facha. Empezaron a gritarse cara a cara palabras en árabe que sonaban
violentas. Cuando parecían a punto de pelearse, ambos dijeron “Alá” al cielo y treparon
a sus vehículos.
—En eso
somos muy parecidos. Si vieras, también los carros, cómo llaman pasajeros:
“Asuán, Asuán” como quien dice aquí “Tacna, Tacna”. Y cuando fui al museo, por
mucha maravilla y riqueza que mostrara, vi unas banquitas viejísimas que me
hacían recordar a nuestros edificios públicos, igual de descuidados.
—Nos hermana el tercer mundo.
—Pero yo no le digo así, tan
peyorativo. Te diré que yo prefiero eso a los europeos. Cuando estuve en Suiza,
los veía y me preguntaba cuándo se sueltan, cuándo se vuelven humanos. No sé,
creo que tanta civilización no va conmigo.
Conoce Suiza y también Canadá porque allí es donde viven
sus dos hermanos. Ambos se fueron del Perú cuando ella era una adolescente. La
dejaron a cargo de sus padres. Luego su padre enfermó. El Alzheimer le impidió
seguir trabajando. Ella y su madre sobrellevaron durante casi veinte años el deterioro.
Poco después de que él falleciera, su madre también enfermó: de lo mismo. Es la
razón por la que Patricia nunca se casó y siempre tuvo pocos amigos. Tampoco
formó una familia propia, aunque reconoce que en algún momento eso le
ilusionaba.
—Pero a
estas alturas ya no me importa. ¿Sabes de qué sí me di gusto? De ingresar a la
universidad para estudiar arqueología. A los cincuenta años.
—¿Cómo
así se arriesgó?
—Fue un
tiempo en que mi papá ya había fallecido y mi mami todavía estaba lúcida. Pagué
el derecho al examen una semana antes de que venciera el plazo, casi sin
pensarlo. Y fui a darlo súper cansada, solo repasando un par de materias. Ni yo
misma sé cómo logré la vacante.
La vida universitaria la entusiasmó pero le demandaba más
energía de la que ya usaba trabajando y cuidando a su mamá. Solo duró un ciclo
estudiando los cursos completos. Unos años después, su madre murió. Se sintió
extraviada.
—Imagínate, con esa tristeza
qué ganas iba a tener yo de seguir estudiando.
Una tarde la llamaron. Su madre la había nombrado
beneficiaría de un seguro. No le extraño no haberse enterado, pero supo de
inmediato en qué invertiría el dinero. Los últimos días de su huida a Egipto, que
recorrió de luto y por primera vez sola en su vida, los pasó al norte del país,
en Alejandría. Allí, además de visitar la milenaria biblioteca, se bañó en las
aguas del Mediterráneo.
—No sabes qué paz sentí. Ese
lugar además, me puse a pensar, está el mismo nexo de nosotros, que tenemos
algo de europeos, con el origen de todo, que está en Egipto.
La señora Patricia tiene el rostro pequeño, el cabello
largo y encanecido solo en los costados. Es una mujer muy culta, a pesar de que
se esfuerce en aparentar lo contrario. Sus ojos son achinados, diminutos, pero
refulgen vitalidad cuando recuerda su viaje. Cuando llegué para la entrevista,
me interesaba sobre todo hablar de su ingreso a la universidad a los cincuenta
años. Pero todo pasó a segundo plano cuando nos cruzamos con Egipto. Y
realmente sobre la universidad se puede decir poco. Va en el séptimo ciclo a
costa de esfuerzo. Terminar la carrera lo da por hecho. Tiene casi sesenta años
ahora.
—¿Sabes cuál es la idea más
bonita que me dejó ese viaje? Que realmente no es tan distinta la gente. Al
otro lado del mundo y tienen las mismas necesidades que aquí, de comer, de
vestirse, de aprender cosas, de tener religiones. Seguramente los extranjeros
vienen a visitar Machu Picchu por lo mismo. Una se siente muy cerca de los
demás cuando siente eso. Muy unida a todos.
Me fui de su casa pensando en cuán lejos debe ir uno para
encontrarse a sí mismo.
Sobre el autor
Javier Baldeón Osorio: Científico blando. Lector omnívoro. Rajón incomprendido. Le gusta escribir.
0 comentarios:
¿Algún comentario? Cuéntanos aquí.