El pianista se sienta, tose por prejuicio y se concentra un instante.
Las luces en racimo que alumbran la sala declinan lentamente hasta
detenerse en un resplandor mortecino de brasa, al tiempo que una frase
musical comienza a subir en el silencio, a desenvolverse, clara,
estrecha y juiciosamente caprichosa.
“Mozart, tal vez” —piensa Brígida. Como de costumbre se ha olvidado
de pedir el programa. Mozart, tal vez, o Scarlatti…” ¡Sabía tan poca
música! Y no era porque no tuviese oído ni afición.
De niña fue ella
quien reclamó lecciones de piano; nadie necesitó imponérselas, como a
sus hermanas. Sus hermanas, sin embargo, tocaban ahora correctamente y
descifraban a primera vista, en tanto que ella… Ella había abandonado
los estudios al año de iniciarlos. La razón de su inconsecuencia era tan
sencilla como vergonzosa: jamás había conseguido aprender la llave de
Fa, jamás. “No comprendo, no me alcanza la memoria más que para la llave
de Sol”. ¡La indignación de su padre! “¡A cualquiera le doy esta carga
de un infeliz viudo con varias hijas que educar! ¡Pobre Carmen!
Seguramente habría sufrido por Brígida. Es retardada esta criatura”.
Brígida era la menor de seis niñas, todas diferentes de carácter.
Cuando el padre llegaba por fin a su sexta hija, lo hacía tan perplejo y
agotado por las cinco primeras que prefería simplificarse el día
declarándola retardada. “No voy a luchar más, es inútil. Déjenla. Si no
quiere estudiar, que no estudie. Si le gusta pasarse en la cocina,
oyendo cuentos de ánimas, allá ella. Si le gustan las muñecas a los
dieciséis años, que juegue”. Y Brígida había conservado sus muñecas y
permanecido totalmente ignorante.
¡Qué agradable es ser ignorante! ¡No saber exactamente quién fue
Mozart; desconocer sus orígenes, sus influencias, las particularidades
de su técnica! Dejarse solamente llevar por él de la mano, como ahora.
Y Mozart la lleva, en efecto. La lleva por un puente suspendido sobre
un agua cristalina que corre en un lecho de arena rosada. Ella está
vestida de blanco, con un quitasol de encaje, complicado y fino como una
telaraña, abierto sobre el hombro.
—Estás cada día más joven, Brígida. Ayer encontré a tu marido, a tu exmarido, quiero decir. Tiene todo el pelo blanco.
Pero ella no contesta, no se detiene, sigue cruzando el puente que Mozart le ha tendido hacia el jardín de sus años juveniles.
Altos surtidores en los que el agua canta. Sus dieciocho años, sus
trenzas castañas que desatadas le llegaban hasta los tobillos, su tez
dorada, sus ojos oscuros tan abiertos y como interrogantes. Una pequeña
boca de labios carnosos, una sonrisa dulce y el cuerpo más liviano y
gracioso del mundo. ¿En qué pensaba, sentada al borde de la fuente? En
nada. “Es tan tonta como linda” decían. Pero a ella nunca le importó ser
tonta ni “planchar” en los bailes. Una a una iban pidiendo en
matrimonio a sus hermanas. A ella no la pedía nadie.
¡Mozart! Ahora le brinda una escalera de mármol azul por donde ella
baja entre una doble fila de lirios de hielo. Y ahora le abre una verja
de barrotes con puntas doradas para que ella pueda echarse al cuello de
Luis, el amigo íntimo de su padre. Desde muy niña, cuando todos la
abandonaban, corría hacia Luis. Él la alzaba y ella le rodeaba el cuello
con los brazos, entre risas que eran como pequeños gorjeos y besos que
le disparaba aturdidamente sobre los ojos, la frente y el pelo ya
entonces canoso (¿es que nunca había sido joven?) como una lluvia
desordenada. “Eres un collar —le decía Luis—. Eres como un collar de
pájaros”.
Por eso se había casado con él. Porque al lado de aquel hombre
solemne y taciturno no se sentía culpable de ser tal cual era: tonta,
juguetona y perezosa. Sí, ahora que han pasado tantos años comprende que
no se había casado con Luis por amor; sin embargo, no atina a
comprender por qué, por qué se marchó ella un día, de pronto…
Pero he aquí que Mozart la toma nerviosamente de la mano y,
arrastrándola en un ritmo segundo a segundo más apremiante, la obliga a
cruzar el jardín en sentido inverso, a retomar el puente en una carrera
que es casi una huida. Y luego de haberla despojado del quitasol y de la
falda transparente, le cierra la puerta de su pasado con un acorde
dulce y firme a la vez, y la deja en una sala de conciertos, vestida de
negro, aplaudiendo maquinalmente en tanto crece la llama de las luces
artificiales.
De nuevo la penumbra y de nuevo el silencio precursor.
Y ahora Beethoven empieza a remover el oleaje tibio de sus notas bajo
una luna de primavera. ¡Qué lejos se ha retirado el mar! Brígida se
interna playa adentro hacia el mar contraído allá lejos, refulgente y
manso, pero entonces el mar se levanta, crece tranquilo, viene a su
encuentro, la envuelve, y con suaves olas la va empujando, empujando por
la espalda hasta hacerle recostar la mejilla sobre el cuerpo de un
hombre. Y se aleja, dejándola olvidada sobre el pecho de Luis.
—No tienes corazón, no tienes corazón —solía decirle a Luis. Latía
tan adentro el corazón de su marido que no pudo oírlo sino rara vez y de
modo inesperado—. Nunca estás conmigo cuando estás a mi lado
—protestaba en la alcoba, cuando antes de dormirse él abría ritualmente
los periódicos de la tarde—. ¿Por qué te has casado conmigo?
—Porque tienes ojos de venadito asustado —contestaba él y la besaba. Y
ella, súbitamente alegre, recibía orgullosa sobre su hombro el peso de
su cabeza cana. ¡Oh, ese pelo plateado y brillante de Luis!
—Luis, nunca me has contado de qué color era exactamente tu pelo
cuando eras chico, y nunca me has contado tampoco lo que dijo tu madre
cuando te empezaron a salir canas a los quince años. ¿Qué dijo? ¿Se rió?
¿Lloró? ¿Y tú estabas orgulloso o tenías vergüenza? Y en el colegio,
tus compañeros, ¿qué decían? Cuéntame, Luis, cuéntame. . .
—Mañana te contaré. Tengo sueño, Brígida, estoy muy cansado. Apaga la luz.
Inconscientemente él se apartaba de ella para dormir, y ella
inconscientemente, durante la noche entera, perseguía el hombro de su
marido, buscaba su aliento, trataba de vivir bajo su aliento, como una
planta encerrada y sedienta que alarga sus ramas en busca de un clima
propicio.
Por las mañanas, cuando la mucama abría las persianas, Luis ya no
estaba a su lado. Se había levantado sigiloso y sin darle los buenos
días, por temor al collar de pájaros que se obstinaba en retenerlo
fuertemente por los hombros. “Cinco minutos, cinco minutos nada más. Tu
estudio no va a desaparecer porque te quedes cinco minutos más conmigo,
Luis”. Sus despertares. ¡Ah, qué tristes sus despertares! Pero —era curioso—
apenas pasaba a su cuarto de vestir, su tristeza se disipaba como por
encanto.
Un oleaje bulle, bulle muy lejano, murmura como un mar de hojas. ¿Es Beethoven? No.
Es el árbol pegado a la ventana del cuarto de vestir. Le bastaba
entrar para que sintiese circular en ella una gran sensación
bienhechora. ¡Qué calor hacía siempre en el dormitorio por las mañanas!
¡Y qué luz cruda! Aquí, en cambio, en el cuarto de vestir, hasta la
vista descansaba, se refrescaba. Las cretonas desvaídas, el árbol que
desenvolvía sombras como de agua agitada y fría por las paredes, los
espejos que doblaban el follaje y se ahuecaban en un bosque infinito y
verde. ¡Qué agradable era ese cuarto! Parecía un mundo sumido en un
acuario. ¡Cómo parloteaba ese inmenso gomero! Todos los pájaros del
barrio venían a refugiarse en él. Era el único árbol de aquella estrecha
calle en pendiente que, desde un costado de la ciudad, se despeñaba
directamente al río.
—Estoy ocupado. No puedo acompañarte… Tengo mucho que hacer, no
alcanzo a llegar para el almuerzo… Hola, sí estoy en el club. Un
compromiso. Come y acuéstate… No. No sé. Más vale que no me esperes,
Brígida.
—¡Si tuviera amigas! —suspiraba ella. Pero todo el mundo se aburría
con ella. ¡Si tratara de ser un poco menos tonta! ¿Pero cómo ganar de un
tirón tanto terreno perdido? Para ser inteligente hay que empezar desde
chica, ¿no es verdad?
A sus hermanas, sin embargo, los maridos las llevaban a todas partes,
pero Luis —¿por qué no había de confesárselo a sí misma?— se
avergonzaba de ella, de su ignorancia, de su timidez y hasta de sus
dieciocho años. ¿No le había pedido acaso que dijera que tenía por lo
menos veintiuno, como si su extrema juventud fuera en ellos una tara
secreta?
Y de noche ¡qué cansado se acostaba siempre! Nunca la escuchaba del
todo. Le sonreía, eso sí, le sonreía con una sonrisa que ella sabía
maquinal. La colmaba de caricias de las que él estaba ausente. ¿Por qué
se había casado con ella? Para continuar una costumbre, tal vez para
estrechar la vieja relación de amistad con su padre.
Tal vez la vida consistía para los hombres en una serie de costumbres
consentidas y continuas. Si alguna llegaba a quebrarse, probablemente
se producía el desbarajuste, el fracaso. Y los hombres empezaban
entonces a errar por las calles de la ciudad, a sentarse en los bancos
de las plazas, cada día peor vestidos y con la barba más crecida. La
vida de Luis, por lo tanto, consistía en llenar con una ocupación cada
minuto del día. ¡Cómo no haberlo comprendido antes! Su padre tenía razón
al declararla retardada.
—Me gustaría ver nevar alguna vez, Luis.
—Este verano te llevaré a Europa y como allá es invierno podrás ver nevar.
—Ya sé que es invierno en Europa cuando aquí es verano. ¡Tan ignorante no soy!
A veces, como para despertarlo al arrebato del verdadero amor, ella
se echaba sobre su marido y lo cubría de besos, llorando, llamándolo:
Luis, Luis, Luis…
—¿Qué? ¿Qué te pasa? ¿Qué quieres?
—Nada.
—¿Por qué me llamas de ese modo, entonces?
—Por nada, por llamarte. Me gusta llamarte.
Y él sonreía, acogiendo con benevolencia aquel nuevo juego.
Llegó el verano, su primer verano de casada. Nuevas ocupaciones impidieron a Luis ofrecerle el viaje prometido.
—Brígida, el calor va a ser tremendo este verano en Buenos Aires. ¿Por qué no te vas a la estancia con tu padre?
—¿Sola?
—Yo iría a verte todas las semanas, de sábado a lunes.
Ella se había sentado en la cama, dispuesta a insultar. Pero en vano
buscó palabras hirientes que gritarle. No sabía nada, nada. Ni siquiera
insultar.
—¿Qué te pasa? ¿En qué piensas, Brígida?
Por primera vez Luis había vuelto sobre sus pasos y se inclinaba
sobre ella, inquieto, dejando pasar la hora de llegada a su despacho.
—Tengo sueño… —había replicado Brígida puerilmente, mientras escondía la cara en las almohadas.
Por primera vez él la había llamado desde el club a la hora del
almuerzo. Pero ella había rehusado salir al teléfono, esgrimiendo
rabiosamente el arma aquella que había encontrado sin pensarlo: el
silencio.
Esa misma noche comía frente a su marido sin levantar la vista, contraídos todos sus nervios.
—¿Todavía está enojada, Brígida?
Pero ella no quebró el silencio.
—Bien sabes que te quiero, collar de pájaros. Pero no puedo estar
contigo a toda hora. Soy un hombre muy ocupado. Se llega a mi edad hecho
un esclavo de mil compromisos.
. . .
—¿Quieres que salgamos esta noche?…
. . .
—¿No quieres? Paciencia. Dime, ¿llamó Roberto desde Montevideo?
. . .
—¡Qué lindo traje! ¿Es nuevo?
. . .
—¿Es nuevo, Brígida? Contesta, contéstame…
Pero ella tampoco esta vez quebró el silencio. Y en seguida lo inesperado, lo asombroso, lo absurdo. Luis que se
levanta de su asiento, tira violentamente la servilleta sobre la mesa y
se va de la casa dando portazos. Ella se había levantado a su vez, atónita, temblando de indignación
por tanta injusticia. “Y yo, y yo —murmuraba desorientada—, yo que
durante casi un año… cuando por primera vez me permito un reproche… ¡Ah,
me voy, me voy esta misma noche! No volveré a pisar nunca más esta
casa…” Y abría con furia los armarios de su cuarto de vestir, tiraba
desatinadamente la ropa al suelo.
Fue entonces cuando alguien o algo golpeó en los cristales de la ventana. Había corrido, no supo cómo ni con qué insólita valentía, hacia la
ventana. La había abierto. Era el árbol, el gomero que un gran soplo de
viento agitaba, el que golpeaba con sus ramas los vidrios, el que la
requería desde afuera como para que lo viera retorcerse hecho una
impetuosa llamarada negra bajo el cielo encendido de aquella noche de
verano.
Un pesado aguacero no tardaría en rebotar contra sus frías hojas.
¡Qué delicia! Durante toda la noche, ella podría oír la lluvia azotar,
escurrirse por las hojas del gomero como por los canales de mil goteras
fantasiosas. Durante toda la noche oiría crujir y gemir el viejo tronco
del gomero contándole de la intemperie, mientras ella se acurrucaría,
voluntariamente friolenta, entre las sábanas del amplio lecho, muy cerca
de Luis.
Puñados de perlas que llueven a chorros sobre un techo de plata. Chopin. Estudios de Federico Chopin.
¿Durante cuántas semanas se despertó de pronto, muy temprano, apenas
sentía que su marido, ahora también él obstinadamente callado, se había
escurrido del lecho? El cuarto de vestir: la ventana abierta de par en par, un olor a río y
a pasto flotando en aquel cuarto bienhechor, y los espejos velados por
un halo de neblina.
Chopin y la lluvia que resbala por las hojas del gomero con ruido de
cascada secreta, y parece empapar hasta las rosas de las cretonas, se
entremezclan en su agitada nostalgia.
¿Qué hacer en verano cuando llueve tanto? ¿Quedarse el día entero en
el cuarto fingiendo una convalecencia o una tristeza? Luis había entrado
tímidamente una tarde. Se había sentado muy tieso. Hubo un silencio.
—Brígida, ¿entonces es cierto? ¿Ya no me quieres?
Ella se había alegrado de golpe, estúpidamente. Puede que hubiera
gritado: “No, no; te quiero, Luis, te quiero”, si él le hubiera dado
tiempo, si no hubiese agregado, casi de inmediato, con su calma
habitual:
—En todo caso, no creo que nos convenga separarnos, Brígida. Hay que pensarlo mucho.
En ella los impulsos se abatieron tan bruscamente como se habían
precipitado. ¡A qué exaltarse inútilmente! Luis la quería con ternura y
medida; si alguna vez llegara a odiarla, la odiaría con justicia y
prudencia. Y eso era la vida. Se acercó a la ventana, apoyó la frente
contra el vidrio glacial. Allí estaba el gomero recibiendo serenamente
la lluvia que lo golpeaba, tranquilo y regular. El cuarto se
inmovilizaba en la penumbra, ordenado y silencioso. Todo parecía
detenerse, eterno y muy noble. Eso era la vida. Y había cierta grandeza
en aceptarla así, mediocre, como algo definitivo, irremediable. Mientras
del fondo de las cosas parecía brotar y subir una melodía de palabras
graves y lentas que ella se quedó escuchando: “Siempre”. “Nunca”…
Y así pasan las horas, los días y los años. ¡Siempre! ¡Nunca! ¡La vida, la vida! A1 recobrarse cayó en cuenta que su marido se había escurrido del cuarto. ¡Siempre! ¡Nunca!… Y la lluvia, secreta e igual, aún continuaba susurrando en Chopin.
El verano deshojaba su ardiente calendario. Caían páginas luminosas y
enceguecedoras como espadas de oro, y páginas de una humedad malsana
como el aliento de los pantanos; caían páginas de furiosa y breve
tormenta, y páginas de viento caluroso, del viento que trae el “clavel
del aire” y lo cuelga del inmenso gomero.
Algunos niños solían jugar al escondite entre las enormes raíces
convulsas que levantaban las baldosas de la acera, y el árbol se llenaba
de risas y de cuchicheos. Entonces ella se asomaba a la ventana y
golpeaba las manos; los niños se dispersaban asustados, sin reparar en
su sonrisa de niña que a su vez desea participar en el juego.
Solitaria, permanecía largo rato acodada en la ventana mirando el
oscilar del follaje —siempre corría alguna brisa en aquella calle que se
despeñaba directamente hasta el río— y era como hundir la mirada en un
agua movediza o en el fuego inquieto de una chimenea. Una podía pasarse
así las horas muertas, vacía de todo pensamiento, atontada de bienestar. Apenas el cuarto empezaba a llenarse del humo del crepúsculo ella
encendía la primera lámpara, y la primera lámpara resplandecía en los
espejos, se multiplicaba como una luciérnaga deseosa de precipitar la
noche.
Y noche a noche dormitaba junto a su marido, sufriendo por rachas.
Pero cuando su dolor se condensaba hasta herirla como un puntazo, cuando
la asediaba un deseo demasiado imperioso de despertar a Luis para
pegarle o acariciarlo, se escurría de puntillas hacia el cuarto de
vestir y abría la ventana. El cuarto se llenaba instantáneamente de
discretos ruidos y discretas presencias, de pisadas misteriosas, de
aleteos, de sutiles chasquidos vegetales, del dulce gemido de un grillo
escondido bajo la corteza del gomero sumido en las estrellas de una
calurosa noche estival.Su fiebre decaía a medida que sus pies desnudos se iban helando poco a
poco sobre la estera. No sabía por qué le era tan fácil sufrir en aquel
cuarto.
Melancolía de Chopin engranando un estudio tras otro, engranando una melancolía tras otra, imperturbable.
Y vino el otoño. Las hojas secas revoloteaban un instante antes de
rodar sobre el césped del estrecho jardín, sobre la acera de la calle en
pendiente. Las hojas se desprendían y caían… La cima del gomero
permanecía verde, pero por debajo el árbol enrojecía, se ensombrecía
como el forro gastado de una suntuosa capa de baile. Y el cuarto parecía
ahora sumido en una copa de oro triste.
Echada sobre el diván, ella esperaba pacientemente la hora de la
cena, la llegada improbable de Luis. Había vuelto a hablarle, había
vuelto a ser su mujer, sin entusiasmo y sin ira. Ya no lo quería. Pero
ya no sufría. Por el contrario, se había apoderado de ella una
inesperada sensación de plenitud, de placidez. Ya nadie ni nada podría
herirla. Puede que la verdadera felicidad esté en la convicción de que
se ha perdido irremediablemente la felicidad. Entonces empezamos a
movernos por la vida sin esperanzas ni miedos, capaces de gozar por fin
todos los pequeños goces, que son los más perdurables.
Un estruendo feroz, luego una llamarada blanca que la echa hacia atrás toda temblorosa.¿Es el entreacto? No. Es el gomero, ella lo sabe.
Lo habían abatido de un solo hachazo. Ella no pudo oír los trabajos que empezaron muy de mañana.
“Las raíces levantaban las baldosas de la acera y entonces, naturalmente, la comisión de vecinos…”
Encandilada se ha llevado las manos a los ojos. Cuando recobra la vista se incorpora y mira a su alrededor. ¿Qué mira?
¿La sala de concierto bruscamente iluminada, la gente que se dispersa?
No. Ha quedado aprisionada en las redes de su pasado, no puede salir
del cuarto de vestir. De su cuarto de vestir invadido por una luz blanca
aterradora. Era como si hubieran arrancado el techo de cuajo; una luz
cruda entraba por todos lados, se le metía por los poros, la quemaba de
frío. Y todo lo veía a la luz de esa fría luz: Luis, su cara arrugada,
sus manos que surcan gruesas venas desteñidas, y las cretonas de colores
chillones.
Despavorida ha corrido hacia la ventana. La ventana abre ahora
directamente sobre una calle estrecha, tan estrecha que su cuarto se
estrella, casi contra la fachada de un rascacielos deslumbrante. En la
planta baja, vidrieras y más vidrieras llenas de frascos. En la esquina
de la calle, una hilera de automóviles alineados frente a una estación
de servicio pintada de rojo. Algunos muchachos, en mangas de camisa,
patean una pelota en medio de la calzada.
Y toda aquella fealdad había entrado en sus espejos. Dentro de sus
espejos había ahora balcones de níquel y trapos colgados y jaulas con
canarios.
Le habían quitado su intimidad, su secreto; se encontraba desnuda en
medio de la calle, desnuda junto a un marido viejo que le volvía la
espalda para dormir, que no le había dado hijos. No comprende cómo hasta
entonces no había deseado tener hijos, cómo había llegado a conformarse
a la idea de que iba a vivir sin hijos toda su vida. No comprende cómo
pudo soportar durante un año esa risa de Luis, esa risa demasiado
jovial, esa risa postiza de hombre que se ha adiestrado en la risa
porque es necesario reír en determinadas ocasiones. ¡Mentira! Eran mentiras su resignación y su serenidad; quería amor, sí, amor, y viajes y locuras, y amor, amor…
—Pero, Brígida, ¿por qué te vas?, ¿por qué te quedabas? —había preguntado Luis.
Ahora habría sabido contestarle:
—¡El árbol, Luis, el árbol! Han derribado el gomero.
*
La escitora chilena Maria Luisa Bombal (1910-1980) publicó este cuento en 1939 .
La escitora chilena Maria Luisa Bombal (1910-1980) publicó este cuento en 1939 .
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