Por Joe Sánchez
Desde que te
conozco voy en busca de ese poema,
ya es de
noche. Los relojes se detienen cansados en su marcha,
la música se
suspende en un hilo donde cuelga tristemente tu
recuerdo.
Eduardo
Chirinos
Silencio.
Respiración profunda. Trash. Trash. Trash. Pasos lentos, pesados, adoloridos, que
se arrastran en la gravilla. El Vilcanota, con sus turbias aguas, también
parece emanar melancolía. Tenemos que seguir, le digo cuando tomamos un
descanso. Ella levanta la mirada, ensaya una sonrisa que termina por
desdibujarse en su rostro serio, cansado. Es su rodilla, lo sé y siento algo de
culpa. Sé también que no quiere que me preocupe, que intente protegerla, porque
yo nunca me voy a perder, siempre voy a encontrar el camino, así que no, nunca
vuelvas por mí. Lo dijo después de haberla perdido en el Colca1, ni más ni
menos, cuando avasallado por el yerro de haberla dejado atrás, en un caminito
resbaladizo que descendía por el Cañón, volví a subir y bajar dos veces (con el
corazón que se me salía del pecho) tratando de ubicarla. De eso hace unos días
y su rostro enojado distaba mucho del de ahora. Sigo caminando por los rieles del
tren, el sol está a punto de ocultarse y no tenemos linternas. Detrás viene
ella cabizbaja, pensando quién sabe en qué. No
fue tu culpa, me dirá al día siguiente disculpándose por su
ensimismamiento, por ese mutismo prolongado. Atrás quedan Aguas Calientes y
Machu Picchu y los amigos colombianos con los que compartimos el camino; más
atrás, Cusco y Arequipa y el Colca, días trajinados, anecdóticos, bien vividos.
Cruzamos el puente de hierro ya en tinieblas y es el chirrr, chirrr, chirrr… de
las cigarras y el destello intermitente de las luciérnagas que nos hacen el
pasillo al final de la travesía.
Camino a Machu Picchu por los rieles del tren. |
Cuando
le dije que iríamos al Colca a caminar, no solo a ver el vuelo de los cóndores,
hizo lo que siempre hacía cuando estaba emocionada: sonrisa nerviosa y ojitos
brillosos. Era el viaje que debíamos hacer aunque fuera el último. Al amanecer
del veintiocho llegamos a Cabanaconde, ese pueblo desde donde parten todas las
rutas hacia el Cañón. Caminaríamos hasta Tapay, por un sendero escarpado,
polvoriento, vertiginoso, mochilas a la espalda que para eso estamos hechos.
Otra sonrisa incrédula. El sol quemaba pero era lo de menos. Nos detuvimos en
el mirador de San Miguel a contemplar las estribaciones de ese coloso natural.
Abajo el río era una línea que serpenteaba casi imperceptible. Del otro lado,
sobre nuestras cabezas, aparecía el pueblito al que teníamos que llegar. Ella
alzó los brazos, cerró los ojos, respiró libertad. ¿Cómo haberle negado eso?
Nunca le dije que estaba quebrado, que la salud no me acompañaba desde hacía un
año. Allí mismo, antes de empezar el descenso, los miedos de siempre regresaron;
descargué la mochila, respiré dando de bocanadas y me senté sobre una roca.
Acusé un mal estomacal, nada de qué preocuparse. Proseguimos. Necesitaba
tenerla cerca, escuchar su voz mientras avanzábamos pisando fuerte,
trastabillando, sonriendo para alejar los temores e intentar disfrutar del
camino. Al mediodía llegamos al puente sobre el Colca, parada de
descanso obligada antes de comenzar a subir por la otra ladera del Cañón. Le vi
dando de beber agua a un perro sediento usando sus manos como cuenco; limpiando
las heridas de una turista extranjera que no parecía entender lo que estaba
sucediendo. Dígale que sabe lo que hace, que no se preocupe, que es mucho más
que una enfermera. Grrra-ci-as, dijo
todavía con asombro. Antes de volver al camino, la muchacha que controlaba el
ingreso nos advirtió que en Tapay2 no dejaban acampar: porque hay
turistas que se meten a las chacras y dejan basura por todos lados. Ella
renegó, su ferviente activismo ambiental la obligaba a pregonar discursos
aleccionadores. ¡Por aquí, señorita,
joven, vengan por aquí que es más cerca! Un grupo de mujeres escondidas
entre los matorrales nos animaron a tomar un atajo. Una fila de caminantes
trepó por un sendero de cabras. Llegamos a parar en una chacra. ¿Quién le ha dicho que pasé por aquí, a ver?
Estos son mis terrenos. La anciana parada detrás de una mesita con frutas, snacks y gaseosas, vociferaba enrabietada.
Compren algo siquiera, vienen y quieren
pasar de gratis como pendejos. Ma-ma,
nosotros-no-saber; se excusaban los extranjeros. Nos llevamos un par de
pacaes para que la abuela lisonjera nos dejara pasar y ahí la dejamos obligando
a comprar guáter-a-guán-dólar a unos
italianos. En San Juan de Chuccho tomamos el desvío, seguimos por un camino que
zigzagueaba la ladera empinada y casi sin darnos cuenta nos vimos ingresando a
Tapay, cuando empezaban a caer las primeras gotas de lluvia.
Camino hacia Tapay, Cañon del Colca, Arequipa. |
Debe haber un poema que hable de
ti,
John le dedicaba el poema de Chirinos a Andrea, un poema que habite algún espacio, pronunciaba fuerte, donde pueda hablarte sin cerrar los ojos,
buscaba su mirada, sin llegar
necesariamente a la tristeza, ella reía y se tapaba el rostro con las
manos. Ya basta, eres un loco, decía
con ese lindo acento colombiano. Estábamos en la cola para conseguir los
boletos de ingreso a Machu Picchu. Era la mañana del tres. La noche anterior
habíamos partido de Cusco, en auto, hasta Santa María. Allí en el silencio y
frío de la noche me llegaron los treinta. No me gustan los cumpleaños, no sé
porque la gente los celebra si a medida que pasa el tiempo la vida se va
acabando, como este viaje. Ella finge dormir recostada en la ventana y de rato
en rato revisa su celular. Pienso mucho, eso me lo han dicho siempre, a veces
demasiado… el viaje prometido no va a ser
posible, lo siento… le iba a escribir y después desaparecer (como hago
siempre), soy la decepción hecha carne, materia gris… no hago promesas porque
sé que no las voy a cumplir… y si las hago es para romperlas, para dejar un
regadero de ilusiones destruidas… ella dijo que no le hubiera afectado… pero
sus ojos… esos ojitos casi lacrimosos no sabían mentir… De repente se
reincorpora, saca algo de su mochila, se vuelve hacía mí: ¡feliz cumpleaños!, exclama, me abraza, sonríe. El reloj marcaba
las cero horas. Un nudo en la garganta me acompañó en el resto del trayecto. El
auto cruzó el abra Málaga3 y empezó el descenso hacia la selva.
Sentí su cabeza recostada sobre mi hombro, su suave respirar… ojalá los relojes
hubieran detenido su marcha.
Don
Godofredo llegó cargando al hombro una caja de panetones. Nos reconoció del día
anterior cuando conversamos en el bus que nos llevaba a Cabanaconde. Llegaron, dijo, ustedes sí que son buenos caminantes. Doña Maruja, su esposa, nos
había preparado un desayuno: arroz, huevos fritos, plátanos arrebozados y café.
Él arequipeño, ella cusqueña, viviendo
su jubilación en Tapay. Se sorprendieron
cuando les dijimos que habíamos acampado allí por el estadio. Pero si ha llovido duro, ¿no se han mojado?
Augusta, nuestra carpa, había resistido el vendaval. La armamos en una terraza
bajo un manzano: fue nuestra casa por una noche. La lluvia no paró hasta la
medianoche cuando el cielo se despejó dejando ver un manto de estrellas y el
fulgor de la luna casi llena. Preparamos la cena: atún, panecillos y chocolate
caliente. Me alejé un trecho de la carpa y disfruté por un momento de la
quietud de la noche. Sentí el friecito helado colarse por mis poros, el año no
era el único que se esfumaba, un estremecimiento del corazón indicaba también el
fin de una etapa. Poco después reemprendió la lluvia y no paró hasta el
amanecer. Las calles barrosas, la niebla que se eleva hacia lo alto de las
montañas, la casita acogedora de doña Maruja con su granjita y su huertita: en
pueblitos así es donde más cerca nos sentimos de casa.
Tapay |
Parecíamos
dos fantasmas deambulando por la carretera que va de Santa Teresa a la
Hidroeléctrica. Más bien dos
preservativos, ja, ja, ja… se burló John, uno de los colombianos. Nuestros
ponchos para la lluvia eran transparentes y ajustados. El ‘parche’ accedió a
darnos un aventón y nos metimos en la maletera del auto. A ritmo de cumbia
llegamos a la Hidroeléctrica, allí se enteraron de que cumplía años y ¡bravo! Venga, parcero y abrazos y esto
lo tenemos que celebrar arriba en Machu Picchu. En el camino supimos del galanteo
perspicaz de John hacia Andrea, bogotanos que se habían conocido en Cusco. Al
enfrentarnos al puente de metal sobre el Vilcanota me adelanté a cruzarlo, un
paso seguido de otro por los durmientes de madera de los rieles que lucían húmedos y
resbaladizos. Una desconcentración y ¡puf!: las aguas furiosas del río te
recibían famélicas. Adrenalina pura. Así se siente uno más vivo. ¡Huuurrrááá! Gritó al final el parcero,
detrás llegaron los demás sufriendo por el vértigo. Anécdotas, historias de
desavenencias y desamores, se sucedieron a lo largo de los poco más de diez
kilómetros de esa caminata mochilera. El canturreo de las aves y la bruma
bochornosa de la selva nos acogían.
Puente de hierro sobre el río Vilcanota, Cusco. |
El
restaurante de doña Justina era el único que ofrecía comida tradicional en
Cabanaconde, todo lo demás era pollo-a-la-brasa,
chifa y hamburguesas. Un guiso de chuño con habas y huevo revuelto, ideal para
recuperar energías después del ascenso desde Sangalle, esa especie de oasis en
la profundidad del Cañón. Allí también estaba Rosita, la muchacha que cobraba
el ingreso en el puente de San Juan. Nos reconoció y se alegró de vernos de
vuelta. Les contamos lo bueno, lo malo y lo feo de nuestro periplo. Doña
Justina vestía sus ropas tradicionales cabanas con su característico sombrero
floreado. El año se acababa y el viaje seguía hacia Cusco. Un par de días en
ese enclave y nos llevábamos tanto y todavía quedaba mucho por recorrer. No me
pregunten por qué amo tanto a Arequipa porque podría escribir libros
interminables de ello. Doña Justina dijo algo en quechua haciéndome ojitos. No, respondió ella que comprendía el
idioma, solo somos amigos. Quizá no
alcanzaba ni para eso, éramos dos individuos que caminaban juntos hasta que durara
la complicidad, solo eso y era suficiente.
Machu Picchu |
Resistencia, hermano, siempre
adelante contra la colonización extranjera. Somos una misma nación, una misma
sangre, unos mismos panas. John ensayaba su monólogo de una
América unida sin fronteras. Hablábamos de Vallejo, de Ciro Guerra y de poetas
colombianos, cuando llegamos a Aguas Calientes hambrientos. Machu Picchu sería
la cereza del pastel. Si los
recuerdos fueran materiales no habría mochila tan grande en la que cupieran
para llevarlos de regreso. Para eso están las bitácoras que al revisarlas nos
hacen volver en el tiempo. Ahí nos vemos de nuevo esperando la cuenta regresiva
en la plaza de Cusco al final de un año donde volvimos a soñar, disfrutando de
los instantes efímeros, de las sonrisas cómplices. Cómo olvidar aquel desayuno
en el hospedaje a la espalda del Qorikancha, esos choclos con queso y su
matecito de coca que compartimos con Klara, su amigo y sus dos pequeños, una
belga enamorada del Perú, esta tierra querida, bendita, de todas las sangres. Y
la lluvia, esa lluvia torrencial con rayos (cómo no) que nos sorprendió en
Sacsayhuaman obligándonos a buscar refugio en una de las casitas del complejo,
allí acurrucados como pollos remojados. Y Tipón y Pikillaqta y cada paso, cada
sonrisa suya, emocionada, recorriendo la llaqta
de Machu Picchu, aún con la rodilla lastimada por tanto caminar, por tanto
vivir. Ella extendiendo los brazos, cerrando los ojos, echando a volar sus
sueños.
Cusco,
enero de 2018.
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