Sobre "Los sacrificios de la carne" de Jhemy Tineo Mulatillo  


 
 
Sobre "Los sacrificios de la carne" de Jhemy Tineo Mulatillo
 

La primera vez que leí "Los Cachorros" pensé, por el inicio, que el autor se había equivocado. Sí, el autor, o sea, Vargas Llosa. ...

La primera vez que leí "Los Cachorros" pensé, por el inicio, que el autor se había equivocado. Sí, el autor, o sea, Vargas Llosa. Equivocado. Entiendan: yo era chibolo y cuando eres chibolo lo sabes todo (menos que el resto de tu vida será un largo desengaño). Así que sí, yo, convencido, me decía "esto está mal". ¿Pasar de la primera persona a la tercera en un mismo párrafo? ¿Qué #$%& es esta?

Todavía llevaban pantalón corto ese año, aún no fumábamos, entre todos los deportes preferían el fútbol y estábamos aprendiendo a correr olas.



Orgulloso de mi clarividencia ¿cómo es que nadie se había dado cuenta?) seguí leyendo. Y, claro, empecé a entender el truco. La historia (la tremenda historia) de Pichula Cuéllar, a quien un perro mordelón le cambió la vida, es contada por muchos narradores que se alternan pero, básicamente, por dos: 1) El clásico sabelotodo que, desde lejos, como un dios, ve todos los ángulos de la historia 2) Un imposible narrador coral, formado por las voces de los cuatro amigos del "chanconcito (pero no sobón)" protagonista, que se van turnando con el omnisciente para contarnos los secretos a voces (y los indecibles), de la historia.


El asunto empezó en 1920. Para entonces César Vallejo, de 28 años, ya tenía cierta fama por su primer poemario. Vivía en Lima pero viajaba s...

El asunto empezó en 1920. Para entonces César Vallejo, de 28 años, ya tenía cierta fama por su primer poemario. Vivía en Lima pero viajaba seguido a su tierra (Santiago de Chuco) para visitar a la familia. Hacía poco que había muerto su madre y, en esta ocasión, permaneció en el pueblo más tiempo del normal. Entonces, en un confuso incidente vinculado a las luchas de poder entre autoridades locales, un hombre fue asesinado por la policía. La población protestó, pidió justicia, hubo desorden (incluyendo el incendio de unas ricas propiedades). Se abrió una investigación. Vallejo fue uno de los testigos. Pero, en un giro extraordinario (que juristas y biógrafos han demostrado fraudulento) se coló en el expediente un testimonio según el cual el muerto se había suicidado (!) y los que eran testigos fueron acusados de instigar una insurrección injustificada. Vallejo huyó. Se escondió en Trujillo pero fue capturado y encarcelado.


 

 

  No fue su vida de novela lo que volvió a Ricardo Palma memorable... aunque bien podría: fue marino, naufragó dos veces y peléo en tres g...

 


No fue su vida de novela lo que volvió a Ricardo Palma memorable... aunque bien podría: fue marino, naufragó dos veces y peléo en tres guerras. Estuvo en el desembarco de Guayaquil (1860), en la defensa del Callao (en 1866, en donde casi muere junto a José Gálvez), y en la defensa de Lima en Miraflores (1881). Se involucró en dos rebeliones, purgó prisión, fue perseguido y deportado... para luego volver como asesor de presidentes y embajador. Pero a Palma se le celebra por dos razones muy distintas.



La primera: su labor en la Biblioteca Nacional que, tras ser arrasada por el ejército chileno (1881), se encargó de reconstruir, valiéndose de los muchos contactos que tenía en el extranjero (pues conocía a todos los que había que conocer) y consiguiendo donaciones de libros de todo el mundo. Así es como se ganó su apelativo de bibliotecario mendigo. ¿Por qué lo ayudaron? Por la segunda razón: era un escritor admirado, aquí y afuera. No por sus obras de teatro (mediocres), ni por sus poemas (medianos), ni por sus críticas literarias (esas sí, valiosas) sino por ser uno de los narradores más hábiles de su época. Inventó un género —la tradición— que no era cuento ni artículo de opinión ni crónica de costumbres ni ensayo histórico…. sino todo eso revuelto y sazonado con juegos de palabras, refranes, bromas al lector y un montón de digresiones. Lo curioso es que, a pesar de que tratan de asuntos muy peruanos (historias de incas, de virreyes, libertadores, caudillos y mucha gente del montón), las tradiciones encontraron la forma de hacerse populares en Latinoamérica y en España. Su éxito se explica porque trataba temas universales (amor, poder, ambición, fe) y por la amenidad de su escritura, que combinaba hábilmente el habla callejera con una prosa exquisita.
 
 
Pero, como saben, todo astro tiene sus haters...

En el último tercio de su vida, Palma fue furiosamente combatido por los escritores modernistas (especialmente Gonzáles Prada) que lo veían muy conservador, extranjerizante y defensor de los poderosos. Algo hay de cierto en esas críticas: Palma se las ingenió para acomodarse y engreírse con las élites de su tiempo. Pero no es cierto que su arte sea conservador. En sus textos golpea a todos sus personajes (poderosos y pobres, religiosos o no), se burla de ellos, los colma de defectos pero, también, de humanidad. Lo de extranjerizante tampoco es, visto hoy, muy justo, pues su decidida apuesta por los temas peruanos y el habla popular alumbró una nueva idea de lo "nacional", aunque, ciertamente, centralista. Pero, habiéndose vuelto su "modelo" tan rápidamente popular, se vio desprestigiado —como todo lo "viejo"— tras la derrota peruana en la guerra del Pacífico.

Como antes hiciera el Inca Garcilaso, Palma falsea y exagera los hechos históricos, aunque, a diferencia del Inca, él lo admite, explicando que "para atraer la atención del pueblo creemos útil adornar con las galas del romance toda narración histórica." Palma antepuso siempre la eficacia del narrador a la exactitud del erudito.

Pero, ¿cómo logra esa eficacia? Para el lector entregado no es tan difícil descubrir sus mañas pues, de cierta manera, la mayor parte de sus tradiciones sigue un esquema. Y lo hace sin que la obra pierda interés. Veamos un rápido resumen.

Los principios


Aunque siempre hay variaciones, Palma suele arrancar sus tradiciones con una introducción en la que dialoga con el lector y adelanta algo de la historia que va a contar. 

La huaca Juliana, cuya celebridad data desde la batalla de la Palma, el 5 de enero de 1855, por haber sido ella la posición más disputada, tiene su leyenda popular que hoy se me antoja referir a mis lectores. (Inicio de "El carbunclo del diablo” Tradiciones Peruanas - Quinta Serie)


Cabe indicar que el relato que seguirá al fragmento citado no tendrá ninguna relación con la batalla que se menciona. Esa es solo una de las digresiones típicas del autor, para capturar a su lector.

Luego, Palma suele presentar a su protagonista describiéndolo someramente... o con mucho detalle:

«Don Juan de Andueza era todo lo que hay que ser de tarambana y mozo tigre. Para esto de chamuscar casadas y encender doncellas no tenía coteja. Gran devoto de San Rorro, patrón de holgazanes y borrachos, vivía, como dicen los franceses, au jour le jour, y tanto se le daba de lo de arriba como de lo de abajo. Mientras encontrara sobre la tierra mozas, vino, naipes, pendencias y francachelas, no había que esperar reforma en su conducta. Para gallo sin traba, todo terreno es cancha.» (“Conversión de un libertino” - Tradiciones Peruanas. Tercera Serie)


para luego interrumpir el relato (enfriándolo) tocando temas de historia o de costumbres (el "contexto"), yéndose intencionalmente por las ramas con asuntos secundarios (pero interesantes), como en el siguiente párrafo, que interrumpe la historia de un grupo de personas que bailaba zamacueca en una taberna chalaca. El autor salta de la descripción a una anécdota que no tendrá relación directa con la historia principal:

«La zamacueca o mozamala es un bailecito de mi tierra y que, nacido en Lima, no ha podido aclimatarse en otros pueblos. Para bailarlo bien es indispensable una limeña con mucha sal y mucho rejo. Según la pareja que lo baila, puede tocar en los extremos: fantásticamente espiritual o desvergonzadamente sensual: habla al alma o a los sentidos. Todo depende de la almea. Refieren que un arzobispo vio de una manera casual bailar la mozamala, y volviéndose al familiar que lo acompañaba, preguntó:

-¿Cómo se llama este bailecito?
-La zamacueca, ilustrísimo señor.
-Mal puesto nombre. Esto debe llamarse la resurrección de la carne. »
(De “Conversión de un libertino” - Tradiciones Peruanas - Tercera Serie)


Normalmente no se extiende demasiado en estas escapadas. Pero, cuando lo hace, se atreve a pedirle al lector que se espere otro ratito más:

«Pero a todo esto, ¿por qué se llama esa la casa de Pilatos? No digas, lector, que se me ha ido el santo al cielo. Ten paciencia, que allá vamos.»  (Extracto de “La casa de Pilatos” - Tradiciones Peruanas - Primera Serie)
Entrando en materia

Solo después de eso, el autor se mete de lleno, por fin, en la anécdota principal. Y lo hace sin ser neutral, tomando partido, metiendo su cuchara una y otra vez en el relato porque, en Palma, el narrador es siempre protagonista.

«Aunque sólo contaba treinta y cuatro años de edad y era de bello rostro, vigoroso de cuerpo, hábil músico e insinuante y simpático en la conversación, nunca había dado pábulo a la maledicencia ni escandalizado a los feligreses con un pecadillo venial. El estudio absorbía por completo el alma y los sentidos del cura de Yanaquihua, y así por esta circunstancia como por la benevolencia de su carácter era la idolatría de la parroquia.

Pero llegó un día fatal en que el diablo anda suelto y tentando al prójimo. Una linda muchacha de veinte pascuas muy floridas, con una boquita como un azucarillo, y unos ojos como el lucero del alba, y una sonrisita de Gloria in excelsis Deo, y una cintura cenceña, y un piececito como el de la emperatriz de la Gran China, y un todo más revolucionario que el Congreso, se atravesó en el camino del doctor Angulo, y desde ese instante anduvo con la cabeza a pájaros y hecho un memo.

Decididamente el cuerpo le pedía jarana..., y ¡vamos!, no todo ha de ser rigor. Alguna vez se le ha de dar gusto al pobrecito sin que raye en vicioso; que ni un dedo hace mano ni una golondrina verano.» (Extracto de "El Manchay Puito" - Tradiciones Peruanas - Cuarta Serie )
Los finales

Y al final, como en los cuentos antiguos, suele valerse de alguna fórmula de cierre. Puede ser una "moraleja" (casi siempre maliciosa), un refrán, la letra de una canción satírica, un juego de palabras… o todo eso. Incluso reta al lector y recurre al final abierto como en la memorable conclusión de "Un litigio original"

Ahora estoy segurísimo de que en los labios de todos mis lectores retoza esta pregunta: ¡Y bien, señor tradicionalista! ¿Quién ganó el pleito? ¿El de Santiago o el de Sierrabella?.

—Averígüelo Vargas. (Y a propósito. Este Vargas debió haber sido un gran husmeador de vidas ajenas, pues siempre anda metido en chismes y averiguaciones).

Yo lo sé; pero es el caso que no quiero decirlo. Amigos tengo en ambos bandos, y no estoy de humor para indisponerme con nadie por satisfacer curiosidades impertinentes.

Conque lo dicho. Averígüelo Vargas.


Tres consejos para quien no lo ha leído

Entonces, ¿vale la pena leerlo? Sí. Pero me permito, con la humilde autoridad del fan-no-académico, dar tres recomedaciones para quienes no lo han hecho. 

Primero: No temerle. Aunque Palma usa a veces palabras poco usuales, casi todas se entienden por el contexto o no son esenciales para comprender el relato (y siempre puedes usar tu RAE, por las dudas). 

Dos: Más que leerlo, a Palma hay que "escucharlo". Su lenguaje es muy oral, incluso para estos tiempos. Cuando lo lees en voz alta sientes que estás en una reunión familiar y un tío tuyo —el de los chistes— se acerca a ti para contarte, chela en mano, una anécdota. Quizá se va un poco por las ramas... pero te mantiene pegado al cuento.

Tres: Hay que tener en cuenta la sensibilidad de su tiempo: Palma escribe a fines del siglo 19 y recoge las taras de su época. Hay algo de machismo pero, también, ligeras críticas a los prejuicios de género:

«Siglos y siglos hace que a la pobre Eva le estamos echando en cara la curiosidad de haberle pegado un mordisco a la consabida manzana, como si no hubiera estado en manos de Adán devolver el recurso por improcedente [...] Aceptemos también los hombres nuestra parte de responsabilidad en una tentación que tan buenos ratos proporciona, y no hagamos cargar con todo el mochuelo al bello sexo.» (Extracto de “Don Dimas de la Tijereta” (Tradiciones Peruanas, primera serie) )

También cae en el paternalismo con los pueblos originarios; no se burla de ellos, pero los considera atrasados. Y también ignora por completo la historia pre inca (porque, en su tiempo, la arqueología andina estaba en pañales). En la literatura —como en todas las artes— el contexto importa.

En fin. Si no lo han leído, es bueno arrancar con la primera serie de sus tradiciones (son solo 10). Ahí está la historia del abogado (escribano) que le gana un juicio al diablo. O la de la mujer "más mala de la tierra". O la historia del juerguero rico y el santo "super héroe". Y no hay excusa: su obra ya está libre de derechos de autor y está en la web. Pueden leerlas aquí: http://cervantesvirtual.com/obra-visor/tradiciones-peruanas-primera-serie--0/html/ff170c4a-82b1-11df-acc7-002185ce6064_2.html  


Pablo Ignacio Chacón


  Nota previa   Cuando era niño, José María Arguedas oyó muchas historias. No tantas de su padre (un abogado itinerante que siempre estaba d...

 


Nota previa

 

Cuando era niño, José María Arguedas oyó muchas historias. No tantas de su padre (un abogado itinerante que siempre estaba de viaje, recorriendo pueblos de la sierra sur) ni de su madrastra (que no sentía afecto por él) sino de los sirvientes de las casas en las que vivió (en Puquio y en San Juan de Lucanas) con los que ella le obligaba a comer y pasar el tiempo, pues no sentía afecto por el muchacho. En ocasiones lo trataba como a un criado más. Y en ese tiempo, a los criados se les trataba terriblemente.
Fue así como el niño supo que, en las provincias de Ayacucho a inicios del siglo XX, había dos formas muy distintas de ver el mundo. La "oficial" (la de la familia, la de las habitaciones limpias, la del colegio y el idioma castellano) y la andina, oculta y denostada, que aprendió de los sirvientes y campesinos quechuas que parecían encontrar en todo lo que existe (es decir, en los humanos, los animales, los arroyos y las piedras) una conexión secreta, íntima, mágica.
 
Ya adulto, volcó ese aprendizaje en las dos pasiones a las que dedicó su vida: la antropología y la literatura. En su narrativa Arguedas supo hablar del encuentro cruel y cotidiano de esos mundos, pero no solo desde la perspectiva social-política (la habitual en el arte indigenista de su tiempo) sino, también, emocional y mágica. Lo logró, con mano maestra, en al menos dos de sus novelas: "Los ríos profundos" y la inconclusa "El Zorro de arriba y el zorro de abajo" (con las que corona su viaje hacia un estilo inconfundible que empezó a trazar en los relatos de "Agua" y que alcanzó su primera cima en "Yawar Fiesta"). Pero puede que nunca lo hiciera con tanta brevedad, precisión y belleza como en su cuento "La agonía de Rasu Ñiti" (1961).


Narra las últimas horas de un viejo dansak (o danzaq, un danzante de tijeras de la sierra sur) que durante años había sido invitado a las fiestas patronales de los pueblos para mostrar su arte, misterioso y reverenciado. El narrador en tercera persona (que no participa en la acciones que se cuentan pero que usa una voz que comparte y conjuga bien las sensibilidades andina y mestiza) intercala en el relato, como acotaciones, su propia experiencia con los dansak, pero con la suficiente prudencia como para que no parezca "una explicación", sino los comentarios naturales que haría cualquier narrador oral que refiera la anécdota. Así, el lector llega, si no a entender, por lo menos a sentir qué clase de fuerzas invocaban los danzantes de tijeras y qué impacto tenía su arte en los espectadores.

Yo vi al gran padre Untu, trajeado de negro y rojo, cubierto de espejos, danzar sobre una soga movediza en el cielo, tocando sus tijeras. El canto del acero se oía más fuerte que la voz del violín y del arpa que tocaban a mi lado.

Y agrega:

El genio de un dansak depende de quién vive en él: ¿el espíritu (wamani) de una montaña; de un precipicio cuyo silencio es transparente; de una cueva de la que salen toros de oro y condenados en andas de fuego? ¿O la cascada de un río que se precipita de todo lo alto de una cordillera; o quizás sólo un pájaro, o un insecto volador que conoce el sentido de los abismos?.

Gracias a esa "puesta en contexto", el lector acepta que el protagonista, moribundo, quiera bailar antes de dejar la tierra para invocar al wamani del que proviene su don. Su familia asiste a la imprevista ceremonia (en la única habitación de la vivienda en la que habitan) con emoción pero si asombro, generando diálogos —como el que sigue— en el que Arguedas revela, con sutileza, no solo sus creencias sino las injusticias (y la rabia) que padecen:
—¿Estás viendo al Wamani sobre mi cabeza? —preguntó el bailarín a su mujer. Ella levantó la cabeza.
—Está —dijo—. Está tranquilo.
—¿De qué color es? —Gris. La mancha blanca de su espalda está ardiendo. [...]
—¿Ves al Wamani en la cabeza de tu padre? —preguntó la mujer a la mayor de sus hijas.

Las tres lo contemplaron, quietas.

—No —dijo la mayor. —No tienes fuerza aún para verlo. Está tranquilo, oyendo todos los cielos; sentado sobre la cabeza de tu padre. La muerte le hace oir todo. Lo que tú has padecido; lo que has bailado; lo que más vas a sufrir.
—¿Oye el galope del caballo del patrón?
—Sí oye —contestó el bailarín, a pesar de que la muchacha había pronunciado las palabras en voz bajísima—. ¡Sí oye! También lo que las patas de ese caballo han matado. La porquería que ha salpicado sobre ti. Oye también el crecimiento de nuestro dios que va a tragar los ojos de ese caballo. Del patrón no. ¡Sin el caballo él es sólo excremento de borrego!

Empezó a tocar las tijeras. Bajo la sombra de la habitación la voz del acero era profunda.

—El Wamani me avisa. ¡Ya vienen! —dijo.
—¿Oyes, hija? Las tijeras no son manejadas por los dedos de tu padre. El Wamani las hace chocar. Tu padre sólo está obedeciendo.

Antes de dar paso al relato, incluimos un brevísimo glosario:

dansak: bailarín de tijeras

wamani: un espíritu de las montañas

chirrinka: un tipo de mosca azul 

Rasu ñiti : "el que aplasta la nieve"

Atok’ sayku : "El que cansa al zorro"

 

La agonía de Rasu Ñiti

José María Arguedas

 

Estaba tendido en el suelo, sobre una cama de pellejos. Un cuero de vaca colgaba de uno de los maderos del techo. Por la única ventana que tenía la habitación, cerca del mojinete, entraba la luz grande del sol; daba contra el cuero y su sombra caía a un lado de la cama del bailarín. La otra sombra, la del resto de la habitación, era uniforme. No podía afirmarse que fuera oscuridad; era posible distinguir las ollas, los sacos de papas, los copos de lana; los cuyes, cuando salían algo espantados de sus huecos y exploraban en el silencio. La habitación era ancha para ser vivienda de un indio.

Tenía una troje. Un altillo que ocupaba no todo el espacio de la pieza, sino un ángulo. Una escalera de palo de lambras servía para subir a la troje. La luz del sol alumbraba fuerte. Podía verse cómo varias hormigas negras subían sobre la corteza del lambras que aún exhalaba perfume.

 —El corazón está listo. El mundo avisa. Estoy oyendo la cascada de Saño. ¡Estoy listo! Dijo el dansak’ “Rasu-Ñiti” .

Se levantó y pudo llegar hasta la petaca de cuero en que guardaba su traje de dansak’ y sus tijeras de acero. Se puso el guante en la mano derecha y empezó a tocar las tijeras.

Los pájaros que se espulgaban tranquilos sobre el árbol de molle, en el pequeño corral de la casa, se sobresaltaron.

La mujer del bailarín y sus dos hijas que desgranaban maíz en el corredor, dudaron.

— Madre ¿has oído? ¿Es mi padre, o sale ese canto de dentro de la montaña? —preguntó la mayor.
—¡Es tu padre! —dijo la mujer.

Porque las tijeras sonaron más vivamente, en golpes menudos.

Corrieron las tres mujeres a la puerta de la habitación.

“Rasu-Ñiti” se estaba vistiendo. Sí. Se estaba poniendo la chaqueta ornada de espejos.

— ¡Esposo! ¿Te despides? — preguntó la mujer, respetuosamente, desde el umbral. Las dos hijas lo contemplaron temblorosas.
—El corazón avisa, mujer. Llamen al “Lurucha” y a don Pascual. ¡Qué vayan ellas!

Corrieron las dos muchachas.

La mujer se acercó al marido.

—Bueno. ¡Wamani está hablando! —dijo él— Tú no puedes oír. Me habla directo al pecho. Agárrame el cuerpo. Voy a ponerme el pantalón. ¿Adónde está el sol? Ya habrá pasado mucho el centro del cielo.
—Ha pasado. Está entrando aquí. ¡Ahí está!
Sobre el fuego del sol, en el piso de la habitación, caminaban unas moscas negras.
—Tardará aún la chiririnka que viene un poco antes de la muerte. Cuando llegue aquí no vamos a oírla aunque zumbe con toda su fuerza, porque voy a estar bailando.

Se puso el pantalón de terciopelo, apoyándose en la escalera y en los hombros de su mujer. Se calzó las zapatillas. Se puso el tapabala y la montera. El tapabala estaba adornado con hilos de oro. Sobre las inmensas faldas de la montera, entre cintas labradas, brillaban espejos en forma de estrella. Hacia atrás, sobre la espalda del bailarín, caía desde el sombrero una rama de cintas de varios colores.

La mujer se inclinó ante el dansak’. Le abrazó los pies. ¡Estaba ya vestido con todas sus insignias! Un pañuelo blanco le cubría parte de la frente. La seda azul de su chaqueta, los espejos, la tela roja del pantalón, ardían bajo el angosto rayo de sol que fulguraba en la sombra del tugurio que era la casa del indio Pedro Huancayre, el gran dansak’ “Rasu-Ñiti”, cuya presencia se esperaba, casi se temía, y era luz de las fiestas de centenares de pueblos.

—¿Estás viendo al Wamani sobre mi cabeza? —preguntó el bailarín a su mujer.

Ella levantó la cabeza.

—Está —dijo—. Está tranquilo.
—¿De qué color es?
—Gris. La mancha blanca de su espalda está ardiendo.
—Así es. Voy a despedirme. ¡Anda tú a bajar los tipis de maíz del corredor! ¡Anda!

La mujer obedeció. En el corredor de los maderos del techo, colgaban racimos de maíz de colores. Ni la nieve, ni la tierra blanca de los caminos, ni la arena del río, ni el vuelo feliz de las parvadas de palomas en las cosechas, ni el corazón de un becerro que juega, tenían la apariencia, la lozanía, la gloria de esos racimos. La mujer los fue bajando, rápida pero ceremonialmente.

Se oía ya, no tan lejos, el tumulto de la gente que venía a la casa del bailarín.

Llegaron las dos muchachas. Una de ellas había tropezado en el campo y le salía sangre de un dedo del pie. Despejaron el corredor. Fueron a ver después al padre.

Ya tenía el pañuelo rojo en la mano izquierda. Su rostro enmarcado por el pañuelo blanco, casi salido del cuerpo, resaltaba, porque todo el traje de color y luces y la gran montera lo rodeaban, se diluían para alumbrarlo; su rostro cetrino, no pálido, cetrino duro, casi no tenía expresión. Sólo sus ojos aparecían hundidos como en un mundo, entre los colores del traje y la rigidez de los músculos.

—¿Ves al Wamani en la cabeza de tu padre? —preguntó la mujer a la mayor de sus hijas.

Las tres lo contemplaron, quietas.

—No —dijo la mayor.
—No tienes fuerza aún para verlo. Está tranquilo, oyendo todos los cielos; sentado sobre la cabeza de tu padre. La muerte le hace oir todo. Lo que tú has padecido; lo que has bailado; lo que más vas a sufrir.
—¿Oye el galope del caballo del patrón?
—Sí oye —contestó el bailarín, a pesar de que la muchacha había pronunciado las palabras en voz bajísima—. ¡Sí oye! También lo que las patas de ese caballo han matado. La porquería que ha salpicado sobre ti. Oye también el crecimiento de nuestro dios que va a tragar los ojos de ese caballo. Del patrón no. ¡Sin el caballo él es sólo excremento de borrego!

Empezó a tocar las tijeras de acero. Bajo la sombra de la habitación la fina voz del acero era profunda.

—El Wamani me avisa. ¡Ya vienen! —dijo.
—¿Oyes, hija? Las tijeras no son manejadas por los dedos de tu padre. El Wamani las hace chocar. Tu padre sólo está obedeciendo.

Son hojas de acero sueltas. Las engarza el dansak’ por los ojos, en sus dedos y las hace chocar. Cada bailarín puede producir en sus manos con ese instrumento una música leve, como de agua pequeña, hasta fuego: depende del ritmo, de la orquesta y del “espíritu” que protege al dansak’.

Bailan solos o en competencia. Las proezas que realizan y el hervor de su sangre durante las figuras de la danza dependen de quién está asentado en su cabeza y su corazón, mientras él baila o levanta y lanza barretas con los dientes, se atraviesa las carnes con leznas o camina en el aire por una cuerda tendida desde la cima de un árbol a la torre del pueblo.

Yo vi al gran padre “Untu”, trajeado de negro y rojo, cubierto de espejos, danzar sobre una soga movediza en el cielo, tocando sus tijeras. El canto del acero se oía más fuerte que la voz del violín y del arpa que tocaban a mi lado, junto a mí. Fue en la madrugada. El padre “Untu” aparecía negro bajo la luz incierta y tierna; su figura se mecía contra la sombra de la gran montaña. La voz de sus tijeras nos rendía, iba del cielo al mundo, a los ojos y al latido de los millares de indios y mestizos que lo veíamos avanzar desde el inmenso eucalipto de la torre. Su viaje duró acaso un siglo. Llegó a la ventana de la torre cuando el sol encendía la cal y el sillar blanco con que estaban hechos los arcos. Danzó un instante junto a las campanas. Bajó luego. Desde dentro de la torre se oía el canto de sus tijeras; el bailarín iría buscando a tientas las gradas en el lóbrego túnel. Ya no volverá a cantar el mundo en esa forma, todo constreñido, fulgurando en dos hojas de acero. Las palomas y otros pájaros que dormían en el gran eucalipto, recuerdo que cantaron mientras el padre “Untu” se balanceaba en el aire. Cantaron pequeñitos, jubilosamente, pero junto a la voz del acero y a la figura del dansak’ sus gorjeos eran como una filigrana apenas perceptible, como cuando el hombre reina y el bello universo solamente, parece, lo orna, le da el jugo vivo a su señor.

El genio de un dansak’ depende de quién vive en él: ¿el “espíritu” de una montaña (Wamani); de un precipicio cuyo silencio es transparente; de una cueva de la que salen toros de oro y “condenados” en andas de fuego? O la cascada de un río que se precipita de todo lo alto de una cordillera; o quizás sólo un pájaro, o un insecto volador que conoce el sentido de abismos, árboles, hormigas y el secreto de lo nocturno; alguno de esos pájaros “malditos” o “extraños”, el hakakllo, el chusek, o el San Jorge, negro insecto de alas rojas que devora tarántulas.
    
“Rasu-Ñiti” era hijo de un Wamani grande, de una montaña con nieve eterna. Él, a esa hora, le había enviado ya su “espíritu”: un cóndor gris cuya espalda blanca estaba vibrando.

Llegó “Lurucha”, el arpista del dansak’, tocando; le seguía don Pascual, el violinista. Pero el “Lurucha” comandaba siempre el dúo. Con su uña de acero hacía estallar las cuerdas de alambre y las de tripa, o las hacía gemir sangre en los pasos tristes que tienen también las danzas.
    
Tras de los músicos marchaba un joven: “Atok’ sayku”, el discípulo de “Rasu-Ñiti”. También se había vestido. Pero no tocaba las tijeras; caminaba con la cabeza gacha. ¿Un dansak’ que llora? Sí, pero lloraba para adentro. Todos lo notaban.

“Rasu-Ñiti” vivía en un caserío de no más de veinte familias. Los pueblos grandes estaban a pocas leguas. Tras de los músicos venía un pequeño grupo de gente.

—¿Ves “Lurucha” al Wamani?— preguntó el dansak’ desde la habitación.
—Sí, lo veo. Es cierto. Es tu hora.
—¡“Atok’ sayku”! ¿Lo ves?

El muchacho se paró en el umbral y contempló la cabeza del dansak’.

—Aletea no más. No lo veo bien, padre.
—¿Aletea?
—Sí, maestro.
—Está bien. “Atok’ sayku” joven.
— Ya siento el cuchillo en el corazón. ¡Toca! —le dijo al arpista.

“Lurucha” tocó el jaykuy (entrada) y cambió enseguida al sisi nina (fuego hormiga), otro paso de la danza.

“Rasu-Ñiti” bailó, tambaleándose un poco. El pequeño público entró en la habitación. Los músicos y el discípulo se cuadraron contra el rayo de sol. “Rasu-Ñiti” ocupó el suelo donde la franja de sol era más baja. Le quemaban las piernas. Bailó sin hervor, casi tranquilo, el jaykuy; en el “sisi nina” sus pies se avivaron.

—¡El Wamani está aleteando grande; está aleteando! —dijo “Atok’ sayku”, mirando la cabeza del bailarín.

Danzaba ya con brío. La sombra del cuarto empezó a hen-chirse como de una cargazón de viento; el dansak’ renacía. Pero su cara, enmarcada por el pañuelo blanco, estaba más rígida, dura; sin embargo, con la mano izquierda agitaba el pañuelo rojo, como si fuera un trozo de carne que luchara. Su montera se mecía con todos sus espejos; en nada se percibía mejor el ritmo de la danza. “Lurucha” había pegado el rostro al arco del arpa. ¿De dónde bajaba o brotaba esa música? No era sólo de las cuerdas y de la madera.

—¡Ya! ¡Estoy llegando! ¡Estoy por llegar! —dijo con voz fuerte el bailarín, pero la última sílaba salió como traposa, como de la boca de un loro.

Se le paralizó una pierna

—¡Está el Wamani! ¡Tranquilo! —exclamó la mujer del dansak’ porque sintió que su hija menor temblaba.

El arpista cambió la danza al tono de Waqtay (la lucha). “Rasu-Ñiti” hizo sonar más alto las tijeras. Las elevó en dirección del rayo de sol que se iba alzando. Quedó clavado en el sitio; pero con el rostro aún más rígido y los ojos más hundidos, pudo dar una vuelta sobre su pierna viva. Entonces sus ojos dejaron de ser indiferentes; porque antes miraba como en abstracto, sin precisar a nadie. Ahora se fijaron en su hija mayor, casi con júbilo.

—El dios está creciendo. ¡Matará al caballo! —dijo.

Le faltaba ya saliva. Su lengua se movía como revolcándose en polvo.

—¡“Lurucha”! ¡Patrón! ¡Hijo! El Wamani me dice que eres de maíz blanco. De mi pecho sale tu tonada. De mi cabeza.

Y cayó al suelo. Sentado. No dejó de tocar las tijeras. La otra pierna se le había paralizado.

Con la mano izquierda sacudía el pañuelo rojo, como un pendón de chichería en los meses de viento.

“Lurucha”, que no parecía mirar al bailarín, empezó el yawar mayu (río de sangre), paso final que en todas las danzas de indios existe.

El pequeño público permaneció quieto. No se oían ruidos en el corral ni en los campos más lejanos. ¿Las gallinas y los cuyes sabían lo que pasaba, lo que significaba esa despedida?

La hija mayor del bailarín salió al corredor, despacio. Trajo en sus brazos uno de los grandes racimos de mazorcas de maíz de colores. Lo depositó en el suelo. Un cuy se atrevió también a salir de su hueco. Era macho, de pelo encrespado; con sus ojos rojísimos revisó un instante a los hombres y saltó a otro hueco. Silbó antes de entrar.

“Rasu-Ñiti” vio a la pequeña bestia. ¿Por qué tomó más impulso para seguir el ritmo lento, como el arrastrarse de un gran río turbio, del yawar mayu éste que tocaban “Lurucha” y don Pascual? “Lurucha” aquietó el endiablado ritmo de este paso de la danza. Era el yawar mayu, pero lento, hondísimo; sí, con la figura de esos ríos inmensos, cargados con las primeras lluvias; ríos, de las proximidades de la selva que marchan también lentos, bajo el sol pesado en que resaltan todos los polvos y lodos, los animales muertos y árboles que arrastran, indeteniblemente. Y estos ríos van entre montañas bajas, oscuras de árboles. No como los ríos de la sierra que se lanzan a saltos, entre la gran luz; ningún bosque los mancha y las rocas de los abismos les dan silencio.

“Rasu-Ñiti” seguía con la cabeza y las tijeras este ritmo denso. Pero el brazo con que batía el pañuelo empezó a doblarse; murió. Cayó sin control, hasta tocar la tierra.

Entonces “Rasu-Ñiti” se echó de espaldas.

—¡El Wamani aletea sobre su frente! —dijo “Atok’ sayku”.
—Ya nadie más que él lo mira —dijo entre sí la esposa—. Yo ya no lo veo.

“Lurucha” avivó el ritmo del yawar mayu. Parecía que tocaban campanas graves. El arpista no se esmeraba en recorrer con su uña de metal las cuerdas de alambre; tocaba las más extensas y gruesas. Las cuerdas de tripa. Pudo oírse entonces el canto del violín más claramente.

A la hija menor le atacó el ansia de cantar algo. Estaba agitada, pero como los demás, en actitud solemne. Quiso cantar porque vio que los dedos de su padre que aún tocaban las tijeras iban agotándose, que iban también a helarse. Y el rayo de sol se había retirado casi hasta el techo. El padre tocaba las tijeras revolcándolas un poco en la sombra fuerte que había en el suelo.

“Atok’ sayku” se separó un pequeñísimo espacio, de los músicos. La esposa del bailarín se adelantó un medio paso de la fila que formaba con sus hijas. Los otros indios estaban mudos; permanecieron más rígidos. ¿Qué iba a suceder luego? No les habían ordenado que salieran afuera.

—¡El Wamani está ya sobre el corazón! —exclamó “Atok’ sayku”, mirando.

“Rasu-Ñiti” dejó caer las tijeras. Pero siguió moviendo la cabeza y los ojos.

El arpista cambió de ritmo, tocó el illapa vivon (el borde del rayo). Todo en las cuerdas de alambre, a ritmo de cascada. El violín no lo pudo seguir. Don Pascual adoptó la misma actitud rígida del pequeño público, con el arco y el violín colgándole de las manos.

“Rasu-Ñiti” movió los ojos; la córnea, la parte blanca, parecía ser la más viva, la más lúcida. No causaba espanto. La hija menor seguía atacada por el ansia de cantar, como solía hacerlo junto al río grande, entre el olor de flores de retama que crecen a ambas orillas. Pero ahora el ansia que sentía por cantar, aunque igual en violencia, era de otro sentido. ¡Pero igual en violencia!

Duró largo, mucho tiempo, el “illapa vivon”. “Lurucha” cambiaba la melodía a cada instante, pero no el ritmo. Y ahora sí miraba al maestro. La danzante llama que brotaba de las cuerdas de alambre de su arpa, seguía como sombra el movimiento cada vez más extraviado de los ojos del dansak’; pero lo seguía. Es que “Lurucha” estaba hecho de maíz blanco, según el mensaje del Wamani. El ojo del bailarín moribundo, el arpa y las manos del músico funcionaban juntos; esa música hizo detenerse a las hormigas negras que ahora marchaban de perfil al sol, en la ventana. El mundo a veces guarda un silencio cuyo sentido sólo alguien percibe. Esta vez era por el arpa del maestro que había acompañado al gran dansak’ toda la vida, en cien pueblos, bajo miles de piedras y de toldos.
“Rasu-Ñiti” cerró los ojos. Grande se veía su cuerpo. La montera le alumbraba con sus espejos.

“Atok’ sayku” salió junto al cadáver. Se elevó ahí mismo, danzando; tocó las tijeras que brillaban. Sus pies volaban. Todos estaban mirando. “Lurucha” tocó el lucero kanchi (alumbrar de la estrella), del wallpa wak’ay (canto del gallo) con que empezaban las competencias de los dansak’, a la media noche.

—¡El Wamani aquí! ¡En mi cabeza! ¡En mi pecho, aleteando! —dijo el nuevo dansak’.

Nadie se movió.

Era él, el padre “Rasu-Ñiti”, renacido, con tendones de bestia tierna y el fuego del Wamani, su corriente de siglos aleteando.

“Lurucha” inventó los ritmos más intrincados, los más solemnes y vivos. “Atok’ sayku” los seguía, se elevaban sus piernas, sus brazos, su pañuelo, sus espejos, su montera, todo en su sitio. Y nadie volaba como ese joven dansak’; dansak’ nacido.

—¡Está bien! —dijo “Lurucha”—. ¡Está bien! Wamani contento. Ahistá en tu cabeza, el blanco de su espalda como el sol del medio día en el nevado, brillando.
 —¡No lo veo! —dijo la esposa del bailarín.
—Enterraremos mañana al oscurecer al padre “Rasu-Ñiti”.
 —No muerto. ¡Ajajayllas! —exclamó la hija menor—. No muerto. ¡Él mismo! ¡Bailando!

“Lurucha” miró profundamente a la muchacha. Se le acercó, casi tambaleándose, como si hubiera tomado una gran cantidad de cañazo.

—¡Cóndor necesita paloma! ¡Paloma, pues, necesita cóndor! ¡Dansak’ no muere! — le dijo.
—Por dansak’ el ojo de nadie llora. Wamani es Wamani.
 

 FIN

 

 Introducción de Pablo Ignacio Chacón

  Ya era una leyenda viva de la poesía peruana. Pero llevaba años sin publicar. A sus 53, se le veía a veces deambulando por el centro de la...

 

Ya era una leyenda viva de la poesía peruana. Pero llevaba años sin publicar. A sus 53, se le veía a veces deambulando por el centro de la ciudad. O garabateando servilletas en los bares que frecuentaba. O refugiándose por temporadas (como paciente externo) en el manicomio más grande de Lima. Su amigo y editor, Juan Mejía Baca, le preguntaba con frecuencia si escribía, si quería publicar de nuevo. Pero no había mucha suerte. Martín Adán, parecía más volcado hacía sí mismo que nunca, como encaminado hacia el silencio. Hasta que un día, recibió una carta de Buenos Aires.  Se la enviaba Celia Paschero, una escritora que lo había visitado en Lima y que trabajaba en un texto sobre la poesía peruana que, por supuesto, incluía a Adán y a su obra. La carta solicitaba, ingenua y sin pudor, datos de su biografía para su artículo.


Poco después, Paschero recibió una respuesta sorprendente, un texto largo que empezaba así:

¿Quieres tú saber de mi vida?
Yo solo sé de mi paso,
De mi peso,
De mi tristeza y de mi zapato.
¿Por qué preguntas quién soy,
Adónde voy?...
Porque sabes harto
Lo del poeta, el duro
Y sensible volumen de ser mi humano
Que es un cuerpo y vocación,
Sin embargo.

Martín Adán regresaba de ese modo a la poesía, tras una sequía creativa de 10 años. El tono era muy distinto a sus versos anteriores, más formales y preciosistas. En ese inicio, el poeta intenta, de algun modo, responder la pregunta que le han hecho, aunque parece declararse incompetente para describirse a sí mismo: "Solo se de mi paso", aludiría al tiempo. "De mi peso", a su cuerpo. "De mi tristeza" a un estado de ánimo. "De mi zapato" a la cotidaneidad en la que vive: el mundo, la sociedad, que también forma parte de lo que es su vida.

cuando lo sepas todo...
Cundo sepas no preguntar...
Sino roerte la uña de mortal,
Entonces te diré mi vida,
Que no es más que una palabra más...
La toda tuya vida es como cada ola:
Saber matar,
saber morir,
Y no saber retener su caudal,
Y no saber discurrir y volver a su principio,
Y no saber contenerse en su afán.

Si quieres saber de mi vida,
vete a mirar al Mar.


El poema se explaya en la soledad del creador y propone a la escritura como una forma de salvación. Mejía Baca accedió conoció la carta, leyó el texto y le rogó a Adán darlo a imprenta. Titulado "Escrito a ciegas, fue publicado ese mismo año con un tiraje de 500 ejemplares. Está considerado uno de los trabajos capitales de su autor.

Voy a dejar aquí abajo un enlace a una versión del texto en el repositorio de la Universidad Católica. Ahí también hay fotos del cuaderno de notas del poeta. Pero el texto puede encontrarse, también, en diferentes ediciones y antologías de la obra de Martín Adán.

Copiamos el texto a continuación, a partir de la versión recogida en las libretas de las libretas D367 y D368 y publicadas por la Biblioteca Central de la PUCP.




Escrito a ciegas (Carta a Celia Paschero) - Martín Adán

 

¿Quieres tú saber de mi vida?
Yo sólo sé de mi paso,
De mi peso,
De mi tristeza y de mi zapato.
¿Por qué preguntas quién soy,
Adónde voy?... Porque sabes harto
Lo del Poeta, el duro
Y sensible volumen de ser mi humano,
Que es un cuerpo y vocación,
Sin embargo.
Si nací, lo recuerda el Año
Aquel de quien no me acuerdo,
Porque vivo, porque me mato.

Mi Ángel no el de la Guarda.
Mi Ángel es del Hartazgo y Retazo,
Que me lleva sin término,
Tropezando, siempre tropezando,
En esta sombra deslumbrante
Que es la Vida, y su engaño y su encanto.

Cuando lo sepas todo...
Cuando sepas no preguntar...
Cuando no sepas no saber nada
Sino roerte la uña de mortal,
Entonces te diré mi vida,
Que no es más que una palabra de más...

La toda tuya vida es como cada ola:
Saber matar,
Saber morir,
Y no saber retener su caudal,
Y no saber discurrir y volver a su principio,
Y no saber contenerse en su afán...
Si quieres saber de mi vida,
Vete a mirar al Mar.

¿Por qué me la pides, Literata?
¿Ignoras acaso que en el Mundo,
Todo de nadas acumuladas,
De desengrandar infinitudes,
No sino un trasgo
Eterno, sombra apenas de apetito de algo?

La cosa real, si la pretendes
No es aprehenderla sino imaginarla.
Lo real no se le coge: se le sigue,
Y para eso son el sueño y la palabra.
¡Cuídate de su atajo!
¡Cuídate de su distancia!
¡Cuídate de su despeñadero!
¡Cuídate de su cabaña!

¿Quién soy? Soy mi qué,
Inefable e innumerable
Figura y alma de la ira.
No, eso fue al fin... y era al principio,
Antes de donde el principio principia.
Soy un cuerpo de espíritu de furia
Asentada y de aceda ironía.
No, no soy el que busca
El poema, ni siquiera la vida...
Soy un animal acosado por su ser
Que es una verdad y una mentira.

¡Es tan simple mi ser, y tal ahogo,
Con punzada en nervio y carne!...
Yo buscaba otro ser,
Y ése ha sido mi buscarme.
Yo no quería ni quiero ya ser yo,
Sino otro que se salvara o que se salve,
No el del Instinto, que se pierde,
Ni el del Entendimiento, que se retrae.

Mi día es otro día,
Algún no sé dónde estarme,
A dónde no sé ir en mi selva
Entre mis reptiles y mis árboles,
Libros y cementos
Y estrellas de neón,
Y mujeres que se me juntan como la pared y como nadie... o como madre,
Y el recién nacido que sobre mí llora,
Y por la calle
Todas las ruedas
Reales y originales.
Así es mi día cabal,
Hasta la última tarde.

Y escribí libros para persuadirme
A que yo era alguien,
Uno según mi gana
O según mi nadie.

El Otro, el Prójimo, es un fantasma.
¿Existe el aire,
Donde te asfixias y recreas
Respirando, tu cuerpo inane?
¡No, nada es sino la sorpresa
Eterna de tu mismo reencontrarte
Siempre tú los mismos entre los mismos muros
De las distancias y las calles!
¡Y de los cielos estos techos
Que nunca me ultiman porque nunca caen!

Y no alcancé el furor de lo divino,
Ni a la simpatía de lo humano
Lo soy y no lo siento ni así me siento.
Soy en el Día el Solitario
Y el absoluto en la Zoología si pienso,
O como carnívoro feroz si agarro.
¿Soy la Creatura o el Creador?
¿Soy la Materia o el Milagro?
¡Qué mía y qué ajena tu pregunta!...
¿Quién soy? ¿Lo sé yo acaso?
¡Pero no, el Otro no es!
¡Sólo yo en mi terror o en mi orgasmo!

¡Y con todos mis sueños resoñados,
Y con toda la moneda recogida,
Y con todo mi cuerpo, resurrecto
Tras cada coito, ciego, vano, sin pupila!...
¡Cuando no seas nada más que ser,
Si llegas a la edad de la agonía!...
¡Cuando sepas, verdaderamente,
Que es inayable ayuntamiento de muerte y vida!...
¡Entonces te diré quién soy,
Seguro sí, que ya sin voz, Amiga!

Que se curan con hierbas eficaces
Los puros animales que te hablaban
Allá, entre piedras inmateriales.
El mundo real y la ciencia humana
Donde, con una pelota
Los muchachos aparentes hediondos gozaban.
Sí, la vida es un delirio así, y sin embargo,
En esa vida no estuvo mi nada,
Ninguna, pero real, y alta pero celeste o volcánica.

¡Qué tarde llega el Tiempo
A su punto de olvido o de sensibilidad!
Viene arrastrando, como el aluvión,
De cúmulo, de suelo, de humanidad.
¡Cuán a destiempo llega uno a sí mismo!
¡Cuán inesperado y desesperado cualquier ya,
Todo yo que cae con el Tiempo
Desde nunca siempre y para siempre jamás!
¡Qué madrugada eterna no dormida
Lo del resolverme en el hacer y en el pensar!

La Soledad es una roca dura
Contra la que arroja el Aire.
Está en cada pared de la Ciudad,
Cómplice, disimulándose.
Me arrojo o me arrojo, sin cesar
-Yo soy mi impedimento y mi crearme.-

La Poesía es, amiga,
Inagotable, incorregible, ínsita.
Es el río infinito
Todo de sangre,
Todo de meandro, todo de ruina y arrastre de vivido...
¿Qué es la Palabra
Sino vario y vano grito?
¿Qué es la imagen de la Poética
Sino un veloz leño bajo un gato írrito?
Todo es aluvión. Si no lo fuera,
Nada sería lo real, lo mismo.

El Amor no sabía
Sino tragarse su substancia
Y así la Creación se renovaba.
Todo me era de ayer, pero yo vivo,
Y a veces creo, y la Vez me amamanta.

No soy ninguno que sabe.
Soy el uno que ya no cree
Ni en el hombre,
Ni en la mujer,
Ni en la casa de un solo piso,
Ni en el panque con miel.
No soy más que una palabra
Volada de la sien
Y que procura compadecerse
Y anidar en algún alto tal vez
De la primavera lóbrega
Del Ser
No me preguntes más,
Que ya no sé...

Supe que no era lo que no era, no sé cómo, y todo era
Hasta la cosa de mi nada.
Y fui uno no sé cuándo,
Persiguiendo, por entre numen y maraña
Dentro de ella, yo, nacido y flaco, ya con todas armas,
Yo por todo paso que me hacía,
A ello persiguiendo... a la palabra
A cualquiera,
A la de a la madriguera o a la que salta.
Si mi vida no es esto
¿Qué será la vida?... ¿Adivinanza?...

Que me dé tiempo el Tiempo, a más del suyo,
Y yo me reharé mi eternidad;
La que me falta,
Porque la eché... me estuvo un momento demás.

¿Sabes de los puertos encallados
Del furor y del desembarcar,
Y del cetáceo con mojadísimo uniforme
Que no nada y cae ya?
¿Sabes de la ciudad tanta,
Que me parece ciudad,
Sino un cadáver disgregado,
Innumerable e infinitesimal?
Tú no sabes nada;
Tú no sabes sino preguntar.
Tú no sabes sino sabiduría.
Pero sabiduría no es estar
Sin noción de nada, sino proseguir o seguir
A pie hacia el ya.



Una lectura de "Una sola forma de crecer en público" de Malena Newton.  

Una lectura de "Una sola forma de crecer en público" de Malena Newton.


 

Marguerite Yourcenar Cuando Genghi el Resplandeciente, el mayor seductor que jamás se vio en Asia, cumplió los cincuenta años, s...


Marguerite Yourcenar



Cuando Genghi el Resplandeciente, el mayor seductor que jamás se vio en Asia, cumplió los cincuenta años, se dio cuenta de que era forzoso empezar a morir. Su segunda mujer, Murasaki, la princesa Violeta, a quien tanto había amado, pese a muchas infidelidades contradictorias, lo había precedido por el camino que lleva a uno de esos Paraísos adonde van los muertos que han adquirido algunos méritos en el transcurso de esta vida cambiante y difícil, y Genghi se atormentaba por no poder recordar con exactitud su sonrisa, ni la mueca que hacía cuando lloraba. Su tercera esposa, la Princesa del-Palacio-del-Oeste, lo había engañado con un pariente joven, al igual que él engañó a su padre, en los días de su juventud, con una emperatriz adolescente. Volvía a representarse la misma obra en el teatro del mundo, pero él sabía que esta vez sólo le tocaba hacer el papel de viejo, y prefería el de fantasma. Por eso distribuyó sus bienes, dio pensiones a sus servidores y se dispuso a terminar sus días en una ermita que había mandado construir en la ladera de la montaña. Atravesó la ciudad por última vez, seguido tan sólo por dos o tres adictos compañeros que no se resignaban a decirle adiós a su propia juventud. Pese a ser hora temprana, algunas mujeres pegaban el rostro contra los listones de las persianas. Comentaban en voz alta que Genghi era muy apuesto aún,lo que demostró una vez más al príncipe que ya era hora de marcharse

Tardó tres días en llegar a la ermita situada en medio de un paisaje fragoso. La casita se erguía al pie de un arce centenario; como era otoño, las hojas de aquel hermoso árbol cubrían el techo de paja con techumbre de oro. La vida en aquellas soledades resultó ser más sencilla y más dura todavía de lo que había sido durante un largo exilio en el extranjero, que Genghi tuvo que soportar allá en su juventud tempestuosa, y aquel hombre refinado pudo gozar por fin a gusto del lujo supremo que consiste en prescindir de todo. Pronto se anunciaron los primeros fríos; las laderas de la montaña se cubrieron de nieve, como los amplios pliegues de esas vestiduras acolchadas que se llevan en el invierno, y la niebla terminó por ahogar al sol. Desde el alba al crepúsculo, a la débil luz de un escaso brasero, Genghi leía las Escrituras y encontraba un sabor a los versículos austeros del que carecían, según él, los patéticos versos de amor. Mas pronto advirtió que la vista se le debilitaba, como si todas las lágrimas vertidas por sus frágiles amantes le hubieran quemado los ojos, y se vio obligado a percatarse de que, para él, las tinieblas empezarían antes de que llegara la muerte. De cuando en cuando, un correo aterido de frío llegaba rengueando hasta él desde la capital, con los pies hinchados de cansancio y de sabañones, y le presentaba respetuosamente unos mensajes de parientes o de amigos que deseaban ir a visitarlo una vez más en este mundo, antes de que llegara la hora de los encuentros infinitos e inciertos en el otro. Pero Genghi temía inspirar a sus huéspedes respeto o compasión, dos sentimientos que le horrorizaban y a los que prefería el olvido. Movía tristemente la cabeza, y aquel príncipe —en otros tiempos famoso por su talento de poeta y de calígrafo— enviaba al mensajero con una hoja de papel en blanco. Poco a poco, las comunicaciones con la capital se fueron espaciando; el ciclo de las fiestas estacionales continuaba girando lejos del príncipe que antaño las dirigía con un movimiento de su abanico y Genghi, abandonándose sin pudor a las tristezas de la soledad, empeoraba sin cesar la enfermedad de sus ojos, pues ya no le daba vergüenza llorar.
Dos de sus antiguas amantes le habían propuesto compartir con él su aislamiento lleno de recuerdos. Las cartas más tiernas provenían de la Dama-del-pueblo-de-las-flores-que-caen: era una antigua concubina de no muy alta cuna y de mediana belleza; había servido fielmente como dama de honor a las demás esposas de Genghi y, durante dieciocho años, amó al príncipe sin cansarse jamás de sufrir. Él le hacía visitas nocturnas de vez en cuando, y aquellos encuentros, aunque escasos como las estrellas en la noche de lluvia, habían bastado para iluminar la pobre vida de la Dama-del-pueblo-de-las flores-que-caen. Al no hacerse ilusiones ni sobre su belleza, ni sobre su talento, ni sobre la nobleza de su linaje, sólo la Dama entre tantas amantes conservaba una dulce gratitud hacia Genghi, pues no le parecía natural que él la hubiera amado.

Como sus cartas permanecían sin respuesta, alquiló un modesto carruaje y subió a la cabaña del príncipe solitario. Empujó tímidamente la puerta, hecha de un entramado de ramas; se arrodilló con una humilde sonrisa, para disculparse por estar allí. Era la época en que Genghi aún reconocía el rostro de sus visitantes cuando se acercaban mucho. Le invadió una amarga rabia ante aquella mujer que despertaba en él los más punzantes recuerdos de los días muertos, menos a causa de su propia presencia que por su perfume, que todavía impregnaba sus mangas, perfume que habían llevado sus difuntas mujeres. Ella le suplicó tristemente que la dejara quedarse al menos como sirvienta. Implacable por primera vez, la echó de allí, mas ella había conservado algunos amigos entre los pocos ancianos que se encargaban del servicio del príncipe y éstos, en ocasiones, le comunicaban noticias suyas. Cruel a su vez contra su costumbre, vigilaba desde lejos cómo progresaba la ceguera de Genghi lo mismo que una mujer, impaciente por reunirse con su amante, espera que caiga por completo la noche.

Cuando supo que estaba casi del todo ciego, se despojó de sus vestiduras de ciudad y se puso un vestido corto y de tela basta, como los que llevan las jóvenes aldeanas; trenzó su pelo a la manera de las campesinas y cargó con un fardo de telas y cacharros de barro, como los que se venden en las ferias de los pueblos. Vestida de aquel modo tan ridículo, pidió que la llevaran al lugar donde vivía el exiliado voluntario, en compañía de los corzos y de los pavos reales del bosque; hizo a pie la última parte del trayecto, para que el barro y el cansancio le ayudaran a representar bien su papel. Las lluvias tempranas de primavera caían del cielo sobre la blanda tierra, ahogando las últimas luces del crepúsculo: era la hora en que Genghi, envuelto en su estricto hábito de monje, se paseaba lentamente a lo largo del sendero del que sus viejos servidores habían apartado cuidadosamente el menor guijarro, para impedir que tropezara. Su rostro, como vacío, ausente, deslustrado por la proximidad de la vejez, parecía un espejo emplomado donde antaño se reflejó la belleza, y la Dama-del-pueblo-de-las-flores-que-caen no necesitó fingir para ponerse a llorar.

Aquel rumor de sollozos femeninos hizo estremecerse a Genghi, quien se orientó lentamente hacia el lado de donde procedían aquellas lágrimas.

—¿Quién eres tú, mujer? —preguntó con inquietud.

—Soy Ukifine, la hija del granjero So Hei —dijo la Dama sin olvidarse de adoptar un acento de pueblo—. Fui a la ciudad con mi madre para comprar unas telas y unas cacerolas, pues me voy a casar para la próxima luna. Me he perdido por los senderos de la montaña, y lloro porque me dan miedo los jabalíes, los demonios, el deseo de los hombres y los fantasmas de los muertos.

—Estás empapada, jovencita —le dijo el príncipe poniéndole la mano en el hombro.

Y en efecto, estaba calada hasta los huesos. El contacto de aquella mano tan familiar la hizo estremecerse desde la punta de los cabellos hasta los dedos de sus pies descalzos, pero Genghi supuso que tiritaba de frío.

—Ven a mi cabaña —dijo el príncipe con voz prometedora—. Podrás calentarte en mi fuego, aunque hay en él menos carbón que cenizas.

La Dama lo siguió, poniendo gran cuidado en imitar los andares torpes de las campesinas. Ambos se pusieron en cuclillas delante del fuego, que estaba casi apagado. Genghi tendía sus manos hacia el calor, pero la Dama disimulaba sus dedos, harto delicados para pertenecer a una muchacha del campo.

—Estoy ciego —suspiró Genghi al cabo de un instante—. Puedes quitarte sin ningún escrúpulo tus vestidos mojados, jovencita, y calentarte desnuda delante de mi fuego.

La Dama se quitó dócilmente su traje de campesina. El fuego ponía un color rosado en su esbelto cuerpo, que parecía tallado en el más pálido ámbar. De repente, Genghi murmuró:

—Te he engañado, jovencita, pues aún no estoy completamente ciego. Te adivino a través de una neblina que quizá no sea sino el halo de tu propia belleza. Déjame poner la mano en tu brazo, que tiembla todavía.

Y así es como la Dama-del-pueblo-de-las-flores-que-caen volvió a ser amante del príncipe Genghi, a quien había amado humildemente durante más de dieciocho años. No se olvidó de imitar las lágrimas y las timideces de una doncella en su primer amor. Su cuerpo se conservaba asombrosamente joven, y la vista del príncipe era demasiado débil para distinguir sus canas.

Cuando acabaron de acariciarse, la Dama se arrodilló ante el príncipe y le dijo:

—Te he engañado, príncipe. Soy Ukifine, es verdad, la hija del granjero So-Hei, mas no me perdí en la montaña; la fama del príncipe Genghi se extendió hasta el pueblo y vine por mi propia voluntad, con el fin de descubrir el amor entre tus brazos.

Genghi se levantó tambaleándose, como un pino que vacila, sometido a los embates del invierno y del viento. Exclamó con voz sibilante:

—¡Caiga la desgracia sobre ti, que me traes el recuerdo de mi primer enemigo, el apuesto príncipe de agudos ojos, cuya imagen me hace estar despierto todas las noches!… Vete…

Y la Dama-del-pueblo-de-las-flores-que-caen se alejó, arrepentida del error que acababa de cometer.
En las semanas que siguieron, Genghi permaneció solo, sufría mucho. Se percataba con desaliento de que aún se hallaba a la merced de las añagazas de este mundo y muy poco preparado para las renovaciones de la otra vida. La visita de la hija del granjero So-Hei había despertado en él la afición por las criaturas de estrechas muñecas, largos pechos cónicos y risa patética y dócil. Desde que se estaba quedando ciego, el sentido del tacto era su único medio de comunicación con la belleza del mundo, y los paisajes en donde había venido a refugiarse no le dispensaban ya ningún consuelo, pues el ruido de un arroyo es más monótono que la voz de una mujer, y las curvas de las colinas o los jirones de las nubes están hechos para los que ven, y además se hallan harto lejos de nosotros para dejarse acariciar.

Dos meses más tarde, la Dama-del-pueblo-de-las-flores-que-caen hizo una segunda tentativa. Esta vez se vistió y perfumó con cuidado, pero puso atención en que el corte de sus vestidos fuera algo raquítico y poco atrevido en su misma elegancia, y que el perfume, discreto pero banal, sugiriese la falta de imaginación de una joven que procede de una honorable familia de provincias, y que nunca vio la corte.

En aquella ocasión alquiló unos portadores y una silla imponente, aunque careciese de los últimos perfeccionamientos de las de la ciudad. Se las arregló para no llegar a los alrededores de la cabaña de Genghi hasta que no fuera noche cerrada. El verano se le había adelantado por la montaña. Genghi, sentado al pie del arce, oía cantar a los grillos. Se acercó a él ocultando a medias su rostro detrás de un abanico y murmuró confusa:

—Soy Chujo, la mujer de Sukazu, un noble de séptima fila de la provincia de Yamato. Me dirijo en peregrinación al templo de Isé, pero uno de mis portadores acaba de torcerse el tobillo y no puedo continuar mi camino hasta que llegue la aurora. Indícame una cabaña donde yo pueda alojarme sin temor a las calumnias, para que mis siervos puedan descansar.

—¿Y dónde puede hallarse más resguardada una mujer de las calumnias que en casa de un anciano ciego? —dijo amargamente el príncipe—. Mi cabaña es demasiado pequeña para que quepan en ella tus servidores, pero pueden instalarse debajo de este árbol. Yo te cederé a ti el único colchón de mi refugio.

Se levantó a tientas para mostrarle el camino. Ni una vez había levantado la mirada hacia ella, y por esta señal la Dama comprendió que se había quedado completamente ciego.

Cuando ella se hubo tendido en el colchón de hojas secas, Genghi volvió a ocupar melancólico su puesto en el umbral de la cabaña. Estaba triste y ni siquiera sabía si aquella mujer era hermosa.
La noche era cálida y clara. La luna ponía su reflejo en el rostro alzado del ciego, que parecía esculpido en jade blanco. Al cabo de un buen rato, la Dama abandonó su rústico lecho y fue a sentarse a su vez a la puerta. Dijo con un suspiro:

—La noche es hermosa y no tengo sueño. Permíteme que cante una de las canciones que llenan mi corazón.

Y sin esperar la respuesta cantó una romanza que le gustaba mucho al príncipe, por haberla oído antaño muchas veces en labios de su mujer preferida, la princesa Violeta. Genghi, turbado, se acercó insensiblemente a la desconocida.

—¿De dónde vienes, mujer, que sabes unas canciones que gustaban en tiempos de mi juventud? Arpa donde florecen tonadas de otros tiempos, déjame pasear la mano por tus cuerdas.
Y le acarició los cabellos. Tras un instante, preguntó:

—¡Ay! ¿No es tu marido más joven y más apuesto que yo, muchacha del país de Yamato?

—Mi marido es menos guapo y parece menos joven —respondió sencillamente la Dama-delpueblo-de-las-flores-que-caen.

Y de este modo, la Dama fue, bajo un nuevo disfraz, la amante del príncipe Genghi, al que antaño había pertenecido. Por la mañana, le ayudó a preparar una papilla caliente y el príncipe Genghi le dijo:

—Eres hábil y tierna, mujer, y no creo que ni siquiera el príncipe Genghi, que tan afortunado fue en amores, tuviera una amiga más dulce que tú.

—Nunca oí hablar del príncipe Genghi —dijo la Dama moviendo la cabeza.

—¿Cómo? —exclamó amargamente Genghi—. ¿Tan pronto lo han olvidado?

Y permaneció sombrío durante todo el día. La Dama comprendió entonces que acababa de equivocarse por segunda vez, pero Genghi no habló de echarla y parecía feliz al escuchar el roce de su vestido de seda en la hierba.

Llegó el otoño, y convirtió a los árboles de la montaña en otras tantas hadas vestidas de púrpura y oro, aunque destinadas a morir en cuanto llegaran los primeros fríos. La Dama le describía a Genghi todos aquellos pardos grises, castaños dorados, marrones malvas, poniendo gran cuidado en no hacer alusión a ello sino como por casualidad, y evitando siempre parecer que le ayudaba demasiado ostensiblemente. Sorprendía y encantaba a Genghi inventando ingeniosos collares de flores, platos refinados a fuerza de sencillez, letras nuevas adaptadas a viejas músicas conmovedoras y lastimeras. Ya había hecho alarde de estos mismos talentos en su pabellón de quinta concubina, en donde Genghi la visitaba antaño, pero éste, distraído por otros amores, no se había dado cuenta.

A finales de otoño subieron las fiebres de los pantanos. Los insectos pululaban en el aire infectado, y cada vez que se respiraba era como si se bebiera un sorbo de agua en una fuente envenenada.
Genghi cayó enfermo y se acostó en su lecho de hojas muertas comprendiendo que no tornaría a levantarse. Se avergonzaba ante la Dama de su debilidad y de los humildes cuidados a los que la obligaba su enfermedad, mas aquel hombre, que durante toda su vida había buscado en cada experiencia lo que tenía a la vez de más insólito y de más desgarrador, no podía por menos de gozar con lo que aquella nueva y miserable intimidad añadía a las estrechas dulzuras del amor entre dos seres.

Una mañana en que la Dama le daba masaje en las piernas, Genghi se incorporó apoyándose en el codo y, buscando a tientas las manos de la Dama, murmuró

—Mujer que cuidas al que va a morir, te he engañado. Soy el príncipe Genghi.

—Cuando vine hacia ti no era más que una ignorante provinciana —dijo la Dama—, y no sabía quién era el príncipe Genghi. Ahora sé que ha sido el más hermoso y el más deseado de todos los hombres, pero tú no tienes necesidad de ser el príncipe Genghi para ser amado.

Genghi le dio las gracias con una sonrisa. Desde que callaban sus ojos, parecía como si su mirada se moviera en sus labios.

—Voy a morir —profirió trabajosamente—. No me quejo de una suerte que comparto con las flores, con los insectos y con los astros. En un universo en donde todo pasa como un sueño, sentiría remordimientos de durar para siempre. No me quejo de que las cosas, los seres, los corazones sean perecederos, puesto que parte de su belleza se compone de esta desventura. Lo que me aflige es que sean únicos. Antaño, la certidumbre de obtener en cada instante de mi vida una revelación que no se renovaría nunca constituía lo más claro de mis secretos placeres: ahora muero confuso como un privilegiado que ha sido el único en asistir a una fiesta que se dará sólo una vez. Queridos objetos, no tenéis por testigo sino a un ciego que muere… Otras mujeres florecerán, igual de sonrientes que aquellas que yo amé, mas su sonrisa será diferente, y el lunar que me apasiona se habrá desplazado en su mejilla de ámbar la distancia de un átomo. Otros corazones se romperán bajo el peso de un insoportable amor, mas sus lágrimas no serán nuestras lágrimas. Unas manos húmedas de deseo continuarán juntándose bajo los almendros en flor, pero la misma lluvia de pétalos nunca se deshoja dos veces sobre la misma ventura humana. ¡Ay! Me siento igual que un hombre arrastrado por una inundación y que quisiera hallar al menos un rinconcito de tierra seca donde depositar unas cuantas cartas amarillentas y algunos abanicos de marchitos colores… ¿Qué será de ti cuando yo ya no exista para enternecerme al recrearte, Recuerdo de la Princesa Azul, mi primera mujer, en cuyo amor no creí hasta el día siguiente a su muerte? ¿Y de ti, Recuerdo desolado de la Dama-delpabellón-de-las-campanillas, que murió en mis brazos porque una rival celosa se había empeñado en ser la única en amarme? ¿Y de vosotros, Recuerdos insidiosos de mi hermosísima madrastra y de mi jovencísima esposa, que se encargaron de enseñarme alternativamente lo que se sufre siendo el cómplice o la víctima de una infidelidad? ¿Y de ti, Recuerdo sutil de la Dama Cigarra-del-jardín, que me esquivó por pudor, de suerte que tuve que consolarme con su joven hermano, cuyo rostro infantil reflejaba algunos rasgos de aquella tímida sonrisa de mujer? ¿Y de ti querido Recuerdo de la Dama-de-la-larga-noche, que fue tan dulce y que consintió en ser la tercera tanto en mi casa como en mi corazón? ¿Y de ti, pequeño Recuerdo pastoral de la hija del granjero So-Hei, que no amaba de mí más que mi pasado? ¿Y de ti, sobre todo, Recuerdo delicioso de la pequeña Chujo que en estos momentos me da masaje en los pies, y que no tendrá tiempo de convertirse en recuerdo? Chujo, a quien yo hubiera deseado encontrar antes en mi vida, aunque también sea justo reservar alguna fruta para finales de otoño…

Embriagado de tristeza, dejó caer su cabeza en la dura almohada. La Dama-del-pueblo-de-lasflores-que-caen se inclinó sobre él y murmuró temblorosa:

—¿Y no había en tu palacio otra mujer, cuyo nombre no has pronunciado? ¿No era acaso dulce? ¿No se llamaba la Dama-del-pueblo-de-las-flores-que-caen? Ay, recuerda…

Pero las facciones del príncipe habían adquirido ya esa serenidad reservada tan sólo a los muertos. El fin de todos los dolores había borrado de su rostro toda huella de saciedad o de amargura, y parecía haberle persuadido de que aún tenía dieciocho años. La Dama-del-pueblode-las-flores-que-caen se echó al suelo gritando, olvidando todo recato. Las lágrimas, saladas, arrasaban sus mejillas como una lluvia de tormenta y sus cabellos arrancados volaban por el aire como borra de seda. El único nombre que Genghi había olvidado era precisamente el suyo.

Enrique Congrains Por alguna desconocida razón, Esteban había llegado al lugar exacto, precisamente al único lugar… Pero ¿no serí...


Enrique Congrains


Por alguna desconocida razón, Esteban había llegado al lugar exacto, precisamente al único lugar… Pero ¿no sería, más bien, que “aquello” había venido hacia él? Bajó la vista y volvió a mirar. Sí, ahí seguía el billete anaranjado, junto a sus pies, junto a su vida.
¿Por qué, por qué él?
Su madre se había encogido de hombros al pedirle, él, autorización para conocer la ciudad, pero después le advirtió que tuviera cuidado con los carros y con las gentes. Había descendido desde el cerro hasta la carretera y, a los pocos pasos, divisó “aquello” junto al sendero que corría paralelamente a la pista.
Vacilante, incrédulo se agachó y lo tomó entre sus manos. Diez, diez, diez, era un billete de diez soles, un billete que contenía muchísimas pesetas, innumerables reales. ¿Cuántos reales, cuántos medios, exactamente? Los conocimientos de Esteban no abarcaban tales complejidades y, por otra parte, le bastaba con saber que se trataba de un papel anaranjado que decía “diez” por sus dos lados.
Siguió por el sendero, rumbo a los edificios que se veían más allá de ese cerro cubierto de casas. Esteban caminaba unos metros, se detenía y sacaba el billete de su bolsillo para comprobar su indispensable presencia. ¿Había venido el billete hacia él —se preguntaba— o era él, el que había ido hacia el billete?
Cruzó la pista y se internó en un terreno salpicado de basura, desperdicios de albañilería y excrementos; llegó a una calle y desde allí divisó al famoso mercado, el Mayorista, del que tanto había oído hablar. ¿Eso era Lima, Lima, Lima?… La palabra le sonaba a hueco. Recordó: su tío le había dicho que Lima era una ciudad grande, tan grande que en ella vivían un millón de personas.
¿La bestia con un millón de cabezas? Esteban había soñado hacía unos días, antes del viaje, en eso: una bestia con un millón de cabezas. Y ahora, él, con cada paso que daba, iba internándose dentro de la bestia…
Se detuvo, miró y meditó; la ciudad, el Mercado Mayorista, los edificios de tres y cuatro pisos, los autos, la infinidad de gentes —algunas como él, otras no como él—, y el billete anaranjado, quieto, dócil, en el bolsillo de su pantalón. El billete llevaba el “diez” por ambos lados y en eso se parecía a Esteban. El también llevaba el “diez” en su rostro y en su conciencia. El “diez años” lo hacía sentirse seguro y confiado, pero solo hasta cierto punto. Antes, cuando comenzaba a tener noción de las cosas y de los hechos, la meta, el horizonte, había sido fijado en los diez años. ¿Y ahora? No, desgraciadamente no. Diez años no era todo, Esteban se sentía incompleto aún. Quizá si cuando tuviera doce, quizá si cuando llegara a los quince. Quizá ahora mismo, con la ayuda del billete anaranjado.
Estuvo dando vueltas, atisbando dentro de la bestia, hasta que llegó a sentirse parte de ella. Un millón de cabezas y, ahora, una más. La gente se movía, se agitaba, unos iban en una dirección, otros en otra, y él, Esteban, con el billete anaranjado, quedaba siempre en el centro de todo, en el ombligo mismo.
Unos muchachos de su edad jugaban en la vereda. Esteban se detuvo a unos metros de ellos y quedó observando el ir y venir de las bolas; jugaban dos y el resto hacía ruedo. Bueno, había andado unas cuadras y por fin encontraba seres como él, gente que no se movía innecesariamente de un lado a otro. Parecía, por lo visto, que también en la ciudad había seres humanos.
¿Cuánto tiempo estuvo contemplándolos? ¿Un cuarto de hora? ¿Media hora? ¿Una hora, acaso dos? Todos los chicos se habían ido, todos menos uno. Esteban quedó mirándolo, mientras su mano dentro del bolsillo acariciaba el billete.
—¡Hola, hombre!
—Hola … —respondió Esteban, susurrando casi.
El chico era más o menos de su misma edad y vestía pantalón y camisa de un mismo tono, algo que debió ser caqui en otros tiempos, pero que ahora pertenecía a esa categoría de colores vagos e indefinibles.
—¡Eres de por acá! —le preguntó a Esteban.
—Sí, este … —se aturdió y no supo cómo explicar que vivía en el cerro y que estaba en viaje de exploración a través de la bestia de un millón de cabezas.
—¿De dónde, ah? —se había acercado y estaba frente a Esteban. Era más alto y sus ojos inquietos le recorrían de arriba a abajo—. ¿De dónde, ah? —volvió a preguntar.
—De allá, del cerro —y Esteban señaló en la dirección en que había venido.
—¿San Cosme?
Esteban meneó la cabeza, negativamente.
—¿Del Agustino?
—¡Sí, de ahí! —exclamó sonriendo. Ese era el nombre y ahora lo recordaba. Desde hacía meses, cuando se enteró de la decisión de su tío de venir a radicarse a Lima, venía averiguando cosas de la ciudad. Fue así como supo que Lima era muy grande, demasiado grande, tal vez; que había un sitio que se llamaba Callao y que ahí llegaban buques de otros países; que habían lugares muy bonitos, tiendas enormes, calles larguísimas… ¡Lima!… Su tío había salido dos meses antes que ellos con el propósito de conseguir casa. Una casa. ¿En qué sitio será?, le había preguntado a su madre. Ella tampoco sabía. Los días corrieron y después de muchas semanas llegó la carta que ordenaba partir… ¡Lima!… ¿El cerro del Agustino, Esteban? Pero él no lo llamaba así. Ese lugar tenía otro nombre. La choza que su tío había levantado quedaba en el barrio de Junto al Cielo. Y Esteban era el único que lo sabía.
—Yo no tengo casa… —dijo el chico después de un rato. Tiró una bola contra la tierra y exclamó—: ¡Caray, no tengo!
—¿Dónde vives, entonces? —se animó a inquirir Esteban.
El chico recogió la bola, la frotó en su mano y luego respondió:
—En el mercado, cuido la fruta, duermo a ratos… —amistoso y sonriente, puso una mano sobre el hombro de Esteban y le preguntó—: ¿Cómo te llamas tú?
—Esteban …
—Yo me llamo Pedro —tiró la bola al aire y la recibió en la palma de su mano—. Te juego, ¿ya, Esteban?
Las bolas rodaron sobre la tierra, persiguiéndose mutuamente. Pasaron los minutos, pasaron hombres y mujeres junto a ellos, pasaron autos por la calle, siguieron pasando los minutos. El juego había terminado, Esteban no tenía nada que hacer junto a la habilidad de Pedro. Las bolas al bolsillo y los pies sobre el cemento gris de la acera. ¿A dónde, ahora? Empezaron a caminar juntos. Esteban se sentía más a gusto en compañía de Pedro que estando solo.
Dieron algunas vueltas, más y más edificios. Más y más gentes. Más y más autos en las calles. Y el billete anaranjado seguía en el bolsillo. Esteban lo recordó.
—¡Mira lo que me encontré! —lo tenía entre sus dedos y el viento lo hacía oscilar levemente.
—¡Caray! —exclamó Pedro y lo tomó, examinándolo al detalle—. ¡Diez soles, caray! ¿Dónde lo encontraste?
—Junto a la pista, cerca del cerro —explicó Esteban.
Pedro le devolvió el billete y se concentró un rato. Luego preguntó:
—¿Qué piensas hacer, Esteban?
—No sé, guardarlo, seguro… —y sonrió tímidamente.
—¡Caray, yo con una libra haría negocios, palabra que sí!
—¿Cómo?
Pedro hizo un gesto impreciso que podía revelar, a un mismo tiempo, muchísimas cosas. Su gesto podía interpretarse como una total despreocupación por el asunto —los negocios— o como una gran abundancia de posibilidades y perspectiva. Esteban no comprendió.
—¿Qué clase de negocios, ah?
—¡Cualquier clase, hombre! —pateó un cáscara de naranja que rodó desde la vereda hasta la pista; casi inmediatamente pasó un ómnibus que la aplanó contra el pavimento—. Negocios hay de sobra, palabra que sí. Y en unos dos días cada uno de nosotros podría tener otra libra en el bolsillo.
—¿Una libra más? —preguntó Esteban asombrándose.
—¡Pero claro, claro que sí!… —volvió a examinar a Esteban y le preguntó—: ¿Tú eres de Lima?
Esteban se ruborizó. No, él no había crecido al pie de las paredes grises, ni jugando sobre el cemento áspero e indiferente. Nada de eso en sus diez años, salvo lo de ese día.
—No, no soy de acá, soy de Tarma; llegué ayer…
—¡Ah! —exclamó Pedro, observándolo fugazmente—. ¿De Tarma, no?
—Sí, de Tarma…
Habían dejado atrás el mercado y estaban junto a la carretera. A medio kilómetro de distancia se alzaba el cerro del Agustino, el barrio de Junto al Cielo, según Esteban. Antes del viaje, en Tarma, se había preguntado: ¿iremos a vivir a Miraflores, al Callao, a San Isidro, a Chorrillos, en cuál de esos barrios quedará la casa de mi tío? Habían tomado el ómnibus y después de varias horas de pesado y fatigante viaje, arribaban a Lima. ¿Miraflores? ¿La Victoria? ¿San Isidro? ¿Callao? ¿A dónde Esteban, adónde? Su tío había mencionado el lugar y era la primera vez que Esteban lo oía nombrar. Debe ser algún barrio nuevo, pensó. Tomaron un auto y cruzaron calles y más calles. Todas diferentes pero, cosa curiosa, todas parecidas también. El auto los dejó al pie de un cerro. Casas junto al cerro, casas en mitad de cerro, casas en la cumbre del cerro.
Habían subido y una vez arriba, junto a la choza que había levantado su tío, Esteban contempló a la bestia con un millón de cabezas. La “cosa” se extendía y se desparramaba, cubriendo la tierra de casa, calles, techos, edificios, más allá de lo que su vista podía alcanzar. Entonces Esteban había levantado los ojos y se había sentido tan encima de todo —o tan abajo, quizá— que había pensado que estaba en el barrio de Junto al Cielo.
—Oye, ¿quisieras entrar en algún negocio conmigo? —Pedro se había detenido y lo contemplaba, esperando respuesta.
—¿Yo?… —titubeando, preguntó—: ¿Qué clase de negocio? ¿Tendría otro billete mañana?
—¡Claro que sí, por supuesto! —afirmó resueltamente.
La mano de Esteban acarició el billete y pensó que podría tener otro billete más, y otro más, y muchos más. Muchísimos billetes más, seguramente. Entonces el “diez años” sería esa meta que siempre había soñado.
—¿Qué clase de negocios se puede, ah? —preguntó Esteban.
Pedro sonrió y explicó:
—Negocios hay muchos… Podríamos comprar periódicos y venderlos por Lima; podríamos comprar revistas, chistes… —hizo una pausa y escupió con vehemencia. Luego dijo, entusiasmándose—: Mira, compraremos diez soles de revistas y los vendemos ahora mismo, en la tarde, y tenemos quince soles, palabra.
—¿Quince soles?
—¡Claro, quince soles! ¡Dos cincuenta para ti y dos cincuenta para mí! ¿Qué te parece, ah?
Convinieron en reunirse al pie del cerro dentro de una hora; convinieron en que Esteban no diría nada, ni a su madre ni a su tío: convinieron en que venderían revistas y que de la libra de Esteban saldrían muchísimas otras.
*
Esteban había almorzado apresuradamente y le había vuelto a pedir permiso a su madre para bajar a la ciudad. Su tío no almorzaba con ellos, pues en su trabajo le daban de comer gratis, completamente gratis, como había recalcado al explicar su situación. Esteban bajó por el sendero ondulante, saltó la acequia y se detuvo al borde de la carretera, justamente en el mismo lugar en que había encontrado, en la mañana, el billete de diez soles. Al poco rato apareció Pedro y empezaron a caminar juntos, internándose dentro de la bestia de un millón de cabezas.
—Vas a ver que fácil es vender revistas, Esteban. Las ponemos en cualquier sitio, la gente las ve y, listo, las compra para sus hijos. Y si queremos nos ponemos a gritar en la calle el nombre de las revistas y así vienen más rápido… ¡Ya vas a ver qué bueno es hacer negocios!…
—¿Queda muy lejos el sitio? —preguntó Esteban, al ver que las calles seguían alargándose casi hasta el infinito. Qué lejos había quedado Tarma, que lejos había quedado todo lo que hasta hacía unos días había sido habitual para él.
—No, ya no. Ahora estamos cerca del tranvía y nos vamos gorreando hasta el centro.
—¿Cuánto cuesta el tranvía?
—¡Nada, hombre! —y se rió de buena gana—. Lo tomamos no más y le decimos al conductor que nos deje ir hasta la Plaza San Martín.
Más y más cuadras. Y los autos, algunos viejos, otros increíblemente nuevos y flamantes, pasaban veloces, rumbo sabe Dios dónde.
—¿Adónde va toda esa gente en auto?
Pedro sonrió y observó a Esteban. Pero ¿adónde iban realmente? Pedro no halló ninguna respuesta satisfactoria y se limitó a mover la cabeza de un lado a otro. Más y más cuadras. Al fin terminó la calle y llegaron a una especie de parque.
—¡Corre! —le gritó Pedro, de súbito. El tranvía comenzaba a ponerse en marcha. Corrieron, cruzaron en dos saltos la pista y se encaramaron al estribo.
Una vez arriba se miraron, sonrientes. Esteban empezó a perder el temor y llegó a la conclusión de que seguía siendo el centro de todo. La bestia de un millón de cabezas no era tan espantosa como había soñado, y ya no le importaba estar siempre, aquí o allá, en el centro mismo, en el ombligo mismo de la bestia.
*
Parecía que el tranvía se había detenido definitivamente esta vez, después de una serie de paradas. Todo el mundo se había levantado de sus asientos y Pedro lo estaba empujando.
—Vamos, ¿qué esperas?
—¿Aquí es?
—Claro, baja.
Descendieron y otra vez a rodar sobre la piel de cemento de la bestia. Esteban veía más gente y las veía marchar —sabe Dios dónde— con más prisa que antes. ¿Por qué no caminaban tranquilos, suaves, con gusto, como la gente de Tarma?
—Después volvemos y por estos mismos sitios vamos a vender las revistas.
—Bueno —asintió Esteban. El sitio era lo de menos, se dijo, lo importante era vender las revistas, y que la libra se convirtiera en varias más. Eso era lo importante.
—¿Tú tampoco tienes papá? —le preguntó Pedro mientras doblaban hacia una calle por la que pasaban los rieles del tranvía.
—No, no tengo… —y bajó la cabeza, entristecido. Luego de un momento, Esteban preguntó—: ¿Y tú?
—Tampoco, ni papá, ni mamá —Pedro se encogió de hombros y apresuró el paso. Después inquirió descuidadamente:
—¿Y al que le dices “tío”?
—Ah… él vive con mi mamá, ha venido a Lima de chofer… —calló, pero enseguida dijo—: Mi papá murió cuando yo era un chico…
—¡Ah, caray!… ¿Y tu “tío”, qué tal te trata?
—Bien; no se mete conmigo para nada.
—¡Ah!
Habían llegado al lugar. Tras un portón se veía un patio más o menos grande, puertas, ventanas, y dos letreros que anunciaban revistas al por mayor.
—Ven, entra —le ordenó Pedro.
Estaban adentro. Desde el piso hasta el techo había revistas, y algunos chicos como ellos, dos mujeres y un hombre, seleccionaban sus compras. Pedro se dirigió a uno de los estantes y fue acumulando revistas bajo el brazo. Las contó y volvió a revisarlas.
—Paga.
Esteban vaciló un momento. Desprenderse del billete anaranjado era más desagradable de lo que había supuesto. Se estaba bien teniéndolo en el bolsillo y pudiendo acariciarlo cuantas veces fuera necesario.
—Paga —repitió Pedro, mostrándole las revistas a un hombre gordo que controlaba la venta.
—¿Es justo una libra?
—Sí, justo. Diez revistas a un sol cada una.
Oprimió el billete con desesperación, pero al fin terminó por extraerlo del bolsillo. Pedro se lo quitó rápidamente de la mano y lo entregó al hombre.
—Vamos —dijo jalándolo.
Se instalaron en la Plaza San Martín y alinearon las diez revistas en uno de los muros que circulaban el jardín. “Revistas, revistas, revistas señor, revistas señora, revistas, revistas.” Cada vez que una de las revistas desaparecía con un comprador, Esteban suspiraba aliviado. Quedaban seis revistas y pronto, de seguir así las cosas, no habría de quedar ninguna.
—¿Qué te parece, ah? —preguntó Pedro, sonriente con orgullo.
—Está bueno, está bueno… —y se sintió enormemente agradecido a su amigo y socio.
—Revistas, revistas ¿no quiere un chiste, señor?
El hombre se detuvo y examinó las carátulas.
—¿Cuánto?
—Un sol cincuenta, no más…
La mano del hombre quedó indecisa sobre dos revistas. ¿Cuál, cuál llevará? Al fin se decidió.
—Cóbrese.
Y las monedas cayeron, tintineantes, al bolsillo de Pedro. Esteban se limitaba a observar, meditaba y sacaba sus conclusiones: una cosa era soñar, allá en Tarma, con una bestia de un millón de cabezas, y otra era estar en Lima, en el centro mismo del universo, absorbiendo y paladeando con fruición la vida.
Él era el socio capitalista y el negocio marchaba estupendamente bien. “Revistas, revistas”, gritaba el socio industrial, y otra revista más que desaparecía en manos impacientes. “¡Apúrate con el vuelto!”, exclamaba el comprador. Y todo el mundo caminaba a prisa, rápidamente. “¿Adónde van que se apuran tanto?”, pensaba Esteban.
Bueno, bueno, la bestia era una bestia bondadosa, amigable, aunque algo difícil de comprender. Eso no importaba; seguramente, con el tiempo, se acostumbraría. Era una magnífica bestia que estaba permitiendo que el billete de diez soles se multiplicara. Ahora ya no quedaban más que dos revistas sobre el muro. Dos nada más y ocho desparramándose por desconocidos e ignorados rincones de la bestia. “Revistas, revistas, chistes a sol cincuenta, chistes”… Listo, ya no quedaba más que una revista y Pedro anunció que eran las cuatro y media.
—¡Caray, me muero de hambre, no he almorzado!… —prorrumpió luego.
—¿No has almorzado?
—No, no he almorzado… —observó a posibles compradores entre las personas que pasaban y después sugirió—: ¿Me podrías ir a comprar un pan o un bizcocho?
—Bueno —aceptó Esteban inmediatamente.
Pedro sacó un sol de su bolsillo y explicó:
—Esto es de los dos cincuenta de mi ganancia, ¿ya?
—Sí, ya sé.
—¿Ves ese cine? —preguntó Pedro señalando a uno que quedaba en la esquina. Esteban asintió—. Bueno, sigues por esa calle y a mitad de cuadra hay una tiendecita de japoneses. Anda y cómprame un pan con jamón o tráeme un plátano y galletas, cualquier cosa, ¿ya, Esteban?
—Ya.
Recibió el sol, cruzó la pista, pasó por entre dos autos estacionados y tomó la calle que le había indicado Pedro. Sí, ahí estaba la tienda. Entró.
—Deme un pan con jamón —pidió a la muchacha que atendía.
Sacó un pan de la vitrina, lo envolvió en un papel y se lo entregó. Esteban puso la moneda sobre el mostrador.
—Vale un sol veinte —advirtió la muchacha.
—¡Un sol veinte!… —devolvió el pan y quedó indeciso un instante. Luego se decidió—: Dame un sol de galletas, entonces.
Tenía el paquete de galletas en la mano y andaba lentamente. Pasó junto al cine y se detuvo a contemplar los atrayentes avisos. Miró a su gusto y, luego, prosiguió caminando. ¿Habría vendido Pedro la revista que le quedaba?
Más tarde, cuando regresara a Junto al Cielo, lo haría feliz, absolutamente feliz. Pensó en ello, apresuró el paso, atravesó la calle, esperó que pasaran unos automóviles y llegó a la vereda. Veinte o treinta metros más allá había quedado Pedro. ¿O se había confundido? Porque ya Pedro no estaba en ese lugar ni en ningún otro.
Llegó al sitio preciso y nada, ni Pedro, ni revista, ni quince soles, ni… ¿Cómo había podido perderse o desorientarse? Pero, ¿no era ahí donde habían estado vendiendo las revistas? ¿Era o no era? Miró a su alrededor. Sí, en el jardín de atrás seguía la envoltura de un chocolate. El papel era amarillo con letras rojas y negras, y él lo había notado cuando se instalaron, hacía más de dos horas. Entonces, ¿no se había confundido? ¿Y Pedro, y los quince soles, y la revista?
Bueno, no era necesario asustarse, pensó. Seguramente se había demorado y Pedro lo estaba buscando. Esto tenía que haber sucedido, obligadamente. Pasaron los minutos. No, Pedro no había ido a buscarlo: ya estaría de regreso de ser así. Tal vez había ido con un comprador a conseguir cambio. Más y más minutos fueron quedando a sus espaladas. No, Pedro no había ido a buscar sencillo: ya estaría de regreso, de ser así. ¿Entonces?…
—Señor, ¿tiene hora? —le preguntó a un joven que pasaba.
—Sí, las cinco en punto.
Esteban bajó la vista, hundiéndola en la piel de la bestia, y prefirió no pensar. Comprendió que, de hacerlo, terminaría llorando y eso no podía ser. Él ya tenía diez años, y diez años no eran ni ocho, ni nueve ¡Eran diez años!
—¿Tiene hora, señorita?
—Sí —sonrió y dijo con voz linda—: Las seis y diez —y se alejó presurosa.
¿Y Pedro, y los quince soles, y la revista?… ¿Dónde estaban, en qué lugar de la bestia con un millón de cabezas estaban?… Desgraciadamente no lo sabía y solo quedaba la posibilidad de esperar y seguir esperando…
—¿Tiene hora, señor?
—Un cuarto para las siete.
—Gracias…
¿Entonces?… Entonces, ¿ya Pedro no iba a regresar?… ¿Ni Pedro, ni los quince soles, ni la revista iban a regresar entonces?… Decenas de letreros luminosos se habían encendido. Letreros luminosos que se apagaban y se volvían a encender; y más y más gente sobre la piel de la bestia. Y la gente caminaba con más prisa ahora. Rápido, rápido, apúrense, más rápido aún, más, más, hay que apurarse muchísimo más, apúrense más… Y Esteban permanecía inmóvil, recostado en el muro, con el paquete de galletas en la mano y con las esperanzas en el bolsillo de Pedro… Inmóvil, dominándose para no terminar en pleno llanto.
Entonces, ¿Pedro lo había engañado?… ¿Pedro, su amigo, le había robado el billete anaranjado?… ¿O sería, más bien, la bestia con un millón de cabezas la causa de todo?… Y ¿acaso no era Pedro parte integrante de la bestia?…
Sí y no. Pero ya nada importaba. Dejó el muro, mordisqueó una galleta y, desolado, se dirigió a tomar el tranvía.