Oswaldo Reynoso Gorrito encarnado. Cabello negro alborotado en la frente. Ojos niños y tristes. Cigar...

El Rosquita

Oswaldo Reynoso

















Gorrito encarnado. Cabello negro alborotado en la frente. Ojos niños y tristes. Cigarrillo que se cae. Que se cae de la boca. Casaca roja y pantalón negro: El Rosquita. Y el Rosquita es todo un muchacho. Y no es porque yo lo diga. Pero, de verdad, no se puede disimular su edad: dieciséis años, pese a que él sueña con ser adulto, ahorita mismo. Urgentemente.

Sabe que los adultos, los hombres hechos y derechos, pueden trajinar, sin miedo, por lugares prohibidos; sabe que los adultos pueden entrar a una cantina y pedir un trago; sabe que los adultos pueden entrar al cine a ver películas escabrosas e impropias para señoritas y menores; sabe que un adulto puede llevar a su enamorada al Parque de la Reserva; en fin, sabe que un adulto es un ser enteramente libre. En cambio, sabe también, que un muchacho… mejor no tocar el asunto, porque es cómo para morirse de la cólera. Por eso tal vez, pensó en falsificar no solo la letra sino también la firma de su madre para hacerse un certificado que dijera: “La que suscrive por la precente justifica que su hijo Romulo Campos tiene veinte años, por lo que está permitido de hacer cosas de hombres; Se le ruega a los señores policías no molestarlo sufre del hígado. Atentamente Gosefina Martines de Campos, su mamá”.
Por desgracia, la policía no hace caso a esa clase de documentos.

El Rosquita es cliente empedernido de billares, de cantinas, de lugares prohibidos, etc., etc. Pero también es cliente empedernido de comisarías. Por eso, para que el patrullero no se lo cargue, tiene que poner cara de “maldito”, de hombre “corrido”, torcer los ojos, fumar como vicioso, hablar groserías, fuerte, para que lo escuchen, caminar a lo James Dean, es decir como cansado de todo, y con las manos en los bolsillos y, de vez en cuando, toser ronco profundo. Pero todo para nada. Hay algo que lo denuncia como menor de edad. Tal vez sea su presencia o su manera de comportarse que es imposible disimular.

Un amigo de Rosquita, mejor diré, un párcero del Rosquita, para emplear una palabra de su uso, me contó el otro día que el Rosquita es bien niño. Así, cuando se trompea y le pegan no puede contener el llanto. Entonces, entre lágrimas, explica: “Lloro no porque me duele. Lloro de cólera: soy enfermo del hígado”.

Cuando enamora es palomilla y atrevido. Comprende que un adulto debe enamorar a viejas; pero, a él, le gustan las chiquitas. Y esto no se puede remediar. Una tarde se encontró con Margarita —trenzas, faldita de colores, catorce años— le dijo: “¡Ay corazón de pepipalta!” Margarita lo mandó, con una palabra deshonesta,  a pasear. El Rosquita enfurecido, con bilis, contestó: “Tu boca es parecida a la de esas”. Y Margarita con aires de mujer perdida le gritó: “Calla, calla, angelito”. “Fíjate, dijo el Rosquita, para mí ya no eres mujer. Eres como un hombre y ahora te pego”. Durante una semana sus amigos le gritaban: “Hasta Margarita te hace llorar”. “Acaso, acaso”, contestaba, tapándose los ojos con la punta de los dedos,  “mentira, mentira de mentira”.  Estos incidentes amargan la vida.

Rosquita, aunque no lo creas, te conozco demasiado. En la galería del cine de tu barrio eres el más ocurrente. Desde la triste soledad de la platea te he escuchado. Y un día de verano te he visto gorreando en el estribo de un tranvía de Chorrillos. Ibas con todo el cuerpo al aire y tus cabellos en tremolina al viento cubrían tus ojos. Y cada vez que venía el cobrador lo saludabas, palomilla: “Presente, mi general”. Cada chiste y un repertorio inacabable de piropos. Recuerdo que un cura gordo y serio se comía la risa, hipócrita. Te he visto también jugar fútbol en la calle de tu Quinta. Y te he visto también llorar después de la pelea con algún “torcido”, como los llamabas tú. Te he visto también en el billar “La estrella”, escondiéndote de Don Lucho. Y te he visto también cantar y bailar en la cantina del japonés. Te he visto también, tímido y oculto, deslizarte por lugares prohibidos. Y te he visto también pasear con tu muchacha, con tu gila, Rosquita.

Pero también sé que a pesar de tus gracias, de tu risa y palomillada eres triste. Eres triste porque comprendes que un muchacho como tú puede perderse. Ahí no está el Príncipe de ladrón; Colorete de “maldito” y casi, casi perdido; Cara de Ángel, de jugador capaz de empeñar su camiseta e irse desnudo, de noche, a su casa, por una mesa de billar; Carambola que está llevando mala vida con una mujer mayor que él; Natkinkón, bohemio y jaranero; y el Chino y del Corsario, mejor no hablar de ellos. Pero tú quieres ser bueno: lo sé. Si en algo has fallado ha sido por tu familia, pobre y destruida; por tu Quinta, bulliciosa y perdida; por tu barrio que es todo un infierno; y por tu Lima. Porque en todo Lima está la tentación que te devora: billares, cine, carreras, cantinas. Y el dinero. Sobre todo el dinero, que hay que conseguirlo como sea. Pero sé que eres bueno y que algún día encontrarás un corazón a la altura de tu inocencia.


0 comentarios:

¿Algún comentario? Cuéntanos aquí.