Por Oswaldo Reynoso
La imagen de una enorme y temible Lima, que el zapatero había
construido en nuestra imaginación infantil, aún estaba presente en nuestros sueños
provincianos.
Pero una mañana de verano, un joven pálido, delgado y
menudo apareció en el parque. Y esa misma noche, después de la comida,
en todo el barrio se habló del foráneo. Su presencia había alborotado
la
curiosidad
beata del vecindario. Se supo que llegaba de la capital y
que,
además,
se alojaba en casa de los Ramírez. Entonces, nuestras madres se pusieron rígidas y
miedosas, pues los Ramírez eran una familia
de extrañas y reprobables costumbres limeñas. Siempre
se comentó acremente la conducta, nada hogareña, de la señora Ramírez de no ir al mercado,
de no cocinar en su casa y de mandar a traer de cualquier fonda la comida o
el almuerzo.
Después de provincianas suposiciones, las
señoras llegaron a la conclusión de que el joven y nuevo vecino era un peligro para sus hijas. Creían y
sostenían que todo limeño era corrompido y, además, tuberculoso. Y esa
misma noche, al joven capitalino le pusieron
el apodo de "El Tísico Limeño". Pero nosotros, los
muchachos, acordamos llamarlo tan sólo "El Limeño".
En el parque, "El Limeño", melenudo y pálido,
desde lejos nos miraba como queriendo hacerse nuestro amigo; pero
nuestros padres terminantemente nos habían prohibido hacer amistad con ese
limeño de malas costumbres. Sin embargo, nuestra admiración
y curiosidad por "El Limeño" se acrecentó debido, tal vez,
a su procedencia capitalina, a la prohibición de nuestros padres,
al temor de madres de hijas bonitas o a los malignos rumores que las
comadres, hijas de María, tejieron en torno de él.
Su vida nocturna siempre fue un secreto. Se dijo
que era buen parroquiano de las llamadas casas malas. Alguien aseguró haberlo
visto, en el Salón de Billares de la Plaza de Armas, vencer a campeones. Otro
afirmó haberlo sorprendido en descarada borrachera con un famoso ladrón
del barrio. Pero una noche, cuando fumábamos y contábamos cuentos colorados en
nuestra "guarida del puente", lo vimos pasar con la Mery.
La Mery, muchacha suelta y divertida, vecina de los Ramírez. Iban por la Alameda. Los
seguimos. Frente a la Capilla se despidieron. Entonces, "El Limeño"
nos encontró espiándolo. Sonrió y nos invitó cigarros rubios, finos. Lo
llevamos a nuestra "guarida del puente". Ahora "El Limeño"
era nuestro amigo.
Y desde esa noche, entre cigarro y cigarro, "El Limeño"
fue destruyendo la imagen que el zapatero nos había dado de Lima, y sobre los
escombros de esa ciudad temible, incomprensible, nació la imagen de una Lima
más humana, más real, más intensa.
"El Limeño" nos habló de una Lima de grandes, obscuras y sucias casas-quinta;
de calles estrechas repletas de ómnibus y autos viejos;
de un cielo gris, interminablemente húmedo y frío: de bulliciosas noches de
cerveza y cachito; de inolvidables partidas de billar y baraja; de fáciles aventuras
amorosas,
de clandestinas escapadas en grupo a través de la ciudad a los
barrios prohibidos; de idas y venidas, gorreando tranvía, al Estadio; de increíbles
historias eróticas en exóticos naiclubs. Pero lo que más nos animó a fugarnos
del hogar para viajar a la Capital fue el saber que en Lima habían fáciles muchachas amorosas y el saber que a los
muchachos, como nosotros, ya se les consideraba como adultos. "El Limeño",
a pesar de tener dos años más que nosotros, ya tenía modales y costumbres de adulto. En
cambio, nosotros, jóvenes provincianos, atados a la falda
del hogar, parecíamos niños sacristanes, seminaristas.
A veinte kilómetros de nuestra ciudad la policía nos hizo bajar del
ómnibus. Y la ilusión de llegar a la Capital se
vigorizó en el encierro de tres días en nuestros dormitorios. Fue el primer castigo,
serio, duro de la recta autoridad provinciana de nuestros padres. Sin embargo, ahora, Lima estaba
más humana, más intensa, más apetecida, en nuestra febril imaginación adolescente.
*Esta crónica fue publicada en el diario Expreso, el 3 de enero de 1963.*
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