Por: Javier Baldeón Una familia vuelve a su casa. Se la ve cansada, sucia, hambrienta. El viaje debe de haber sido largo. Cuando tod...

El amo del bisturí

Por: Javier Baldeón


Una familia vuelve a su casa. Se la ve cansada, sucia, hambrienta. El viaje debe de haber sido largo. Cuando todo parece seguro, se oye un llanto de bebé y aparece un hombre, un intruso: Igual de sucio, con un rifle en la mano y seguido de una mujer con un pequeño en brazos. El padre de la familia recién llegada le asegura que habrá alimento para todos. El otro solo oye una vez, apunta el arma y le arranca la cabeza de un balazo. Lo que queda de la familia, una mujer y sus dos hijos, huyen entre sollozos y manchados por la masa sanguinolenta que esparció el disparo. Ninguna música de fondo, ningún cambio en el encuadre de la cámara o el rostro del actor, nada hacía prever lo que se avecinaba. La escena solo necesitó dos planos y un par de minutos para mostrarnos todo ese horror. Y con suma sequedad, con precisión helada. Cuando acaba, el llanto del niño es el mismo. También los grillos que cantan afuera. La vida transcurre impasible, indiferente a la explosión violenta. Ese es Haneke.

Fotograma de Caché (2005)


Así empieza El tiempo del lobo (2003). Lo que sigue es un recorrido por un mundo apocalíptico en donde la comida, los refugios y la humanidad escasean. Nunca sabemos a causa de qué, pero sospechamos que el filme no busca encontrar esos motivos, solo explorar las consecuencias. En algún momento queda claro: el egoísmo que viven los protagonistas ya lo vivimos ahora. Lo que nos falta es la hecatombe que nos muestre esa crudeza, aquello de lo que seriamos capaces. Esa es la cuota del director.

Todas sus películas son así. Impactan, cuestionan. Son densas, incómodas. La primera gran característica del cine de Haneke es esa inmensa vocación por transgredir, por molestar al espectador. Su cine está cargado de un simbolismo que no teme usar imágenes cáusticas: Benny’s Video (1992) abre con la muerte (real) de un cerdo; en El séptimo continente (1989) vemos fajos de billetes ser arrojados al desagüe; en Funny Games (1997) una familia, que incluye a un niño, es torturada por un par de psicópatas; en La pianista (2001) vemos a la protagonista, urgida de sexo, lanzarse sobre su madre y besarla en la boca. Son imágenes duras pero jamás gratuitas. Ni siquiera tienen que ser vistosas: Haneke también es capaz de herir a punta de sutileza. La cinta blanca (2009) es el mejor ejemplo. En una de las escenas más espeluznantes vemos a un niño que debe besar la mano de su padre un instante después de que este le propinara una veintena de azotes. Esa capacidad para concentrar un microcosmos en una historia, para crear una atmósfera que apuntala y estremece sin ser explícita, eso que es tan inherente del buen cine y del arte en general, en Haneke alcanza un grado de impronta personal. La cinta blanca, en apariencia, cuenta las experiencias de un inocuo profesor que llega a una comunidad rural alemana de principios de siglo pasado. Lo que vemos en realidad es una radiografía social, una puntillosa mirada sobre cómo la autoridad y la moral ejercidas sin límites se marcan en el alma de una niñez que acaba por encarnar esa violencia. Sabemos que esos niños, que sufren y ejercen un puritanismo exacerbado, son los mismos que aclamaran al führer un tiempo después. La génesis del nazismo condensada en una película. 

Fotograma de The Benni's video (1992)

Y esa es otra de las características de su cine. En lo que aparenta solo ser sórdido, subyace el compromiso: “En realidad en mis filmes hay poca violencia, ni el 10 por ciento de lo que ves en TV. Lo que pasa es que la violencia allá no te toca, no la crees. Por ejemplo, Tarantino es especialista en violencia porque es todo lo que muestra en sus filmes. Pero no lo hace de manera realista: es entretenida, divertida, te ríes. No juzgo lo que él hace. Es un maestro en lo suyo, aunque su forma de tratar la violencia no se corresponde a la manera en la que yo la veo.” Haneke piensa que si su cine no es capaz de interpelar, no sirve. En Caché (2005) vemos al entrevistador de un programa literario, un hombre de vida apacible y afincado en la clase acomodada, derrumbarse cuando una serie de videos anónimos le llegan por correo. Los videos solo muestran su vida, su casa, su familia, lo que hace a diario. Pero son el detonante que lo lleva a hurgar en un pasado donde descubrimos las huellas de un abuso. Si en los años cincuenta el neorrealismo enfocó las injusticias de las que era víctima la clase trabajadora para denunciar las miserias del sistema, Haneke invierte la fórmula: muestra la comodidad de la vida burguesa y las amnesias sobre las que cimienta su confort. Solo hay que escarbar un poco, piensa Haneke, las marcas de la injusticia siguen allí, para eso sirve el cine. Y en Caché terminamos enterándonos de un genocidio (el argelino de 1961) silenciado por casi toda la prensa internacional. Francia era una de las potencias triunfadoras en la segunda guerra mundial y su estatus de país estandarte de la democracia era lo suficientemente importante como para mandar al sótano la muerte de unas 20 mil personas. Caché explora lo que pasa cuando ese sótano se abre.

Fotograma de La cinta blanca (2009)


Pero Haneke no solo filma películas impactantes y comprometidas. El gran plus es que nadie las hace como él. La técnica es, de hecho, lo más impresionante en Haneke. Austera, glacial. Los efectos que promuevan en el espectador una emoción específica, que lo predisponen a recibir la película en una forma determinada (la música trágica en la muerte de los protagonistas, la edulcorada en el encuentro de los amantes) a él le asquean. Odia el efectismo. Haneke solo muestra una realidad: la aquilata, la desmenuza y luego te la arroja en la cara. Todo lo demás, la interpretación, las emociones, las preguntas y, por supuesto, las respuestas, solo le competen al espectador. Es un Carver que filma. Quizá por eso sorprendió tanto cuando anunció el título de su penúltima película: Amour (2012). Con ella demostró que esa sensibilidad afilada no solo le servía para mostrar nuestros rincones más siniestros, sino también para hablar de lo mejor que somos. Su estilo fue el mismo: vemos sin ambages la decrepitud de la que es víctima una mujer con Alzehimer y la rigurosa compañía que se impone su marido, un músico jubilado igual que ella. Lo que transmite esa película solo puede expresarse experimentándola hasta el final. Pero si uno tiene un pedazo de humanidad, si su corazón es algo menos árido que la superficie lunar, seguro se conmoverá. Eso, o saldrá tan estremecido que nunca volverá a ver una película suya. Lo mismo se podría decir de toda su obra.

¿Pero quién es Michael Haneke? Un vistazo por Wikipedia nos cuenta que es austriaco, hijo de artistas, nos habla de los premios que ha recibido, de las polémicas que cada filme suyo despierta; de que él quiso ser músico de joven, luego actor de teatro y solo al final director de cine. Y que ahora es el más respetado de Europa. En realidad, sabemos poco gracias a un hermetismo para el que también tiene explicación: “Rechazo hablar de mí porque siempre he tratado de borrar unas posibles instrucciones de uso sobre mi obra. (…) Si las doy, robo al espectador la posibilidad de interpretar. Rechazo por sistema preguntas que puedan servir para explicar lo que hago. (…) Hay que mirar la obra y confrontar con ella, no con el creador. Sería idiota. Cuando leo un libro o veo una película no quiero saber nada del autor. Así permanezco autárquico”.

No le gusta que lo definan a él, no le gusta que definan su cine. Un genio antojadizo, como todos. Algo es claro empero: nadie es el mismo después de presenciar una autopsia y eso es exactamente lo que hace Haneke en cada película. Un forense que hace cine.

Michael Haneke 

Filmografía



Sobre el autor

Javier Baldeón Osorio:
Científico blando. Lector omnívoro. Rajón incomprendido. Le gusta escribir.


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