Para
Alberto Cubas
Fue
la Seguridad Social inglesa la culpable de mi malsana vocación por los médicos y los hospitales en
general. Toda amenaza de infarto, malaria africana, trombosis o derrame, podía
ser conjurada a cualquier hora del día o de la noche, sin gastar un cobre, con
sólo trasponer las altas puertas de algún nosocomio londinense. Mágicos
recintos en donde me libré de grandes y súbitos males, siempre minutos antes de la aparición del primer síntoma. Eran
impecables.
El Saint Mary, de Old Brompton Road, se hallaba a la vuelta de
mi casa. Y, claro está, fui su parroquiano más asiduo. Aunque, en verdad, la
oferta era variada. Todos los hospitales de Londres tenían sus entradas de emergencia
a mi disposición. Algunos eran modernos y otros, más bien, vetustos edificios victorianos.
Pero me acostumbré a no hacer distingos. Así, como quien compra cigarrillos,
les caía de sorpresa y de manera
estrepitosa cada vez que, a mi ver y entender, la insolente Parca me hacía una señal.
Al principio, los galenos se mostraban incrédulos. Tuve que
ingeniármelas para ofrecer, dado el caso, algunos malestares convincentes. Con
el tiempo me volví un experto. No era cuestión de quejarse, así nomás, sin ton
ni son. Yo bien sabía que detrás del esternón irradiaba el dolor del infarto,
que la úlcera al duodeno (aunque usted no lo crea) se podía anunciar en el
hombro derecho y que un simple hormigueo podía dar inicio a un sólido derrame
cerebral. En aquellos
días, el olor del ácido muriático y los fríos metales del estetoscopio hicieron parte de mi
felicidad.
Digo parte, porque si bien los tópicos de emergencia tienen su
encanto, no dejan de ser modestas antesalas, Que, por lo demás, no duran mucho
tiempo. La verdadera aventura
anida en los vericuetos hospitalarios. No hay punto de comparación entre un
paciente interno, con su bata, sus amistades, su cama propia y un triste sujeto
ambulatorio, por más dramática que sea su dolencia.
Además, es bueno recordar que muchos hospitales no son, en
exclusiva, lugares de maltratos y penuria. En honor a la verdad, suelen ser con
frecuencia una pascana en medio del camino de la vida. Privilegio que logré,
años más tarde, en la Costa Azul francesa.
En Inglaterra nunca pasé de las salas de emergencia. Salvo
una vez que, por error, permanecí tres días en un policlínico de Southampton. Nada
digno de mención.
Lo malo del asunto fue que, con tantas idas y venidas, los
médicos del Saint Mary de Old Brompton Road terminaron por perderme la fe. En
un momento dado, me negaron la camilla. Luego, la silla de ruedas. Y, a las
finales, con gesto displicente, se limitaban a darme una aspirina, un vaso de
agua y la espalda. Entonces comprendí que nuestra bella amistad había llegado a
su fin.
La cosa se complicó. Pues, si bien Londres abunda en
hospitales, las distancias se convertían en un nuevo y peligroso inconveniente.
A la inminencia de los sucesivos ataques
se sumaba, canalla, la angustia de no llegar a tiempo. Así y todo tuve que,
haciendo de tripas corazón, organizar fríamente una cierta rutina.
Empecé, como es lógico, por los hospitales aledaños. Hammersmith, Kensington,
Chelsea. El de Chelsea era el mejor. Pero esta vez, dejando de lado banales
preferencias, me cuidé de repartir con tino mis visitas. Además, cada cierto
tiempo efectuaba incursiones, audaces yo diría, en distantes hospitales
suburbanos. Claro que no siempre la ronda se cumplía como estaba prevista. Algunas
veces terminaba en hospitales insólitos, carentes de gracia o, simplemente, ignorados.
En una suerte de posta, cerca de Clapham Common, encontré un altar dedicado a
San Martín de Porres.
Por un buen tiempo, cual visitador médico puntual, cumplí el
itinerario. Al final, en parte por fatiga, mis síntomas fueron perdiendo creatividad.
Me reduje al infarto y a unos cuantos problemas respiratorios. Y todo terminó
en el Prince Albert Memorial, cuando un médico hindú, dada la indiferencia de
los ingleses, me prestó 15 chelines y me extendió una orden para el Hospital
Siquiátrico de Londres.
No fue cuestión de hospitales, por cierto, pero después de
cuatro años decidí dejar Londres. Había conseguido una plaza de asistente en la
Universidad de Niza. Puse mis bártulos en el Volkswagen y crucé el Canal de la Mancha, proa a los
encantos de la Costa Azul.
La Seguridad Social francesa era más complicada que la
inglesa y tuve, por fuerza, que cambiar mis antiguas costumbres. Sin embargo, a
los pocos meses, fui invitado para un fin de semana a una villa solariega de Frejus.
Madame Clemmensy, bella dama cuarentona y especialista en Goya, era profesora principal en la
universidad y estaba casada con un antiguo oficial de la guerra de Argelia.
Excelentes anfitriones, sabían ofrecer los vinos en las debidas cantidades, y a
la hora precisa. Sin mencionar los platos de mariscos, las ensaladas y los filetes
a la provenzal. Todo era felicidad en aquella casona del pueblo de Frejus.
Mas a tanto placer tanto castigo, suelen decir los dioses. Y
así fue. De pronto, a las horas crepusculares del domingo, sentí en la nuca algo
tan feroz como el martillo de picar hielo que, en su oportunidad, acabó con la vida
de Trotsky. Y antes de que cante un gallo me encontré, sin saber cómo, en una
rauda y chillona ambulancia, rumbo al Hospital de Brouissalles, el mayor de la
ciudad de Cannes.
De la primera noche, en medio de altísimas fiebres, apenas si
recuerdo a una hermosa enfermera (el retrato de Julieta Jones) que me enjugaba la
frente y musitaba palabras de consuelo. Y, a pesar de mi delirio, puedo jurar
que me besó en la penumbra varias veces, no exenta de ardiente pasión.
A la mañana siguiente, algo recuperado, empecé a reconocer la
habitación. Era de color verde Nilo, dotada de amplios ventanales y una terraza.
Afuera se veían unos pinares, el jardín de claveles y hacia el fondo, brillante y manso, el mar Mediterráneo.
Mi bucólica contemplación fue interrumpida por el médico principal acompañado, cual el
pato Donald y sus sobrinos, por los jóvenes internos. Luego de una rápida rueda
de preguntas, que ninguno de los muchachos absolvió, el principal dio el diagnóstico
definitivo. Miró burlón, de reojo, mi vieja cicatriz de apendicitis, dio
instrucciones a la enfermera y continuó su marcha veloz. El paisaje, menos mal,
seguía en la ventana.
En los días sucesivos, me afané por hallar al ángel de los
besos nocturnos. Pero aquel ángel no volvió a aparecer. Y estuve, más bien, al cuidado de una anciana bondadosa con
labio leporino. Había sido voluntaria en la Guerra Civil española, del lado
republicano, Y soñaba con América
Latina. Pobre mujer.
Apenas pude abandonar la cama, encaminé mis torpes pasos a
la conquista de la sala de baño. Después traspuse el corredor dispuesto a fisgonear en los cuartos
vecinos. Aunque muy pronto, armado de valor, emprendí notables caminatas
más allá de los vastos horizontes. El mundo se me abría. Pasadizos, ventanas,
ascensores, salas de espera, quirófanos, jardines, cuartos a media luz, capillas, dormitorios, salas de emergencia, pabellones, cafeterías, baños,
cocinas, laboratorios y una serie de pasajes prohibidos ahí donde comienzan las
zonas más oscuras.
Siempre en pos de la bella Julieta Jones, ángel del nosocomio. Cada paso presuroso de enfermera me la recordaba. No hubo
rincón donde no creyera verla. La busqué hasta en la sala de cuidados intensivos. Se la había tragado la tierra. A la semana: resignado, cesé
mis pesquisas. Pero no la olvidé.
Jamás pude aceptar que había sido apenas producto de mi mente febril. Existió, yo lo sé. Sin duda, aquella noche
de pasión fue sorprendida por alguna enfermera envidiosa, o el médico de guardia, Y arrojada a la calle sin piedad. En
nombre de alguna ley que, supongo, prohíbe besar a los enfermos moribundos
en horas de servicio.
El hospital era moderno, luminoso y alegre. Demasiado tal
vez. La clientela, salvo un par de señorones, consistía en obreros, artesanos y
campesinos de la Provenza y los Alpes marítimos. Gente e buen trato y sonrisa
fácil. Igual que en los cruceros trasatlánticos la vida era apacible, sin
mayores sorpresas y ordenada, tan sólo, por las horas de comida. Con la excepción
del desayuno, toda colación venía acompañada por su garrafa de vino, un clarete
Cote de Provence así no más.
La dulce monotonía fue interrumpida por el Festival de Cine.
Cannes, capital de luminarias. Poco a poco, los pabellones fueron invadidos por
el sétimo arte. Las enfermeras, emisarias del mundo exterior, adquirían un aire
mundano cada vez que informaban sobre la marcha del Festival. Y hasta las modestas barchilonas, gobernanta de chatas y papagayos, adquirían un tono rutilante
describiendo detallosas su encuentro, a casi un metro, con Elizabeth Taylor.
La Croissette, sus hoteles de lujo y sus palmeras, se
instaló definitivamente en la vida cotidiana del hospital que, salvo en la sección
de cuidados intensivos y los quirófanos, se hallaba adornado con afiches cinematográficos.
Abra la boca, respire, abra la boca, Alain Delon se ha peleado con Nathalie en
la puerta del Carlton. Dese la vuelta, no le va a doler, usted tiene un aire a
Robert Redford. Ponga su brazo, apriete el puño, la película de Truffaut puede
ganar. Aunque también la de Nicholson y nada de botar las cápsulas al wáter.
El festival cerró con broche de oro. Estrellas y paparazzi
levaron andas. La vida, como era de esperarse, siguió apacible entre los rayos
x, las biopsias, los enemas vespertinos.
Hasta que la administración, dado mi honrado oficio de
escritor, tuvo a bien prestarme una máquina de escribir. Lo que me otorgó un
aire institucional en medio de los dolientes. Pronto dejaron de palmearme
afectuosos en el hombro (Et alors mon garçon!) y sus saludos se hicieron fríos y
solemnes. Mi estatus de paciente peligraba.
Y la cosa fue peor cuando un campesino de Saint Raphael,
después de muchas vueltas, decidió pedirme una postal para su señora. Inútil explicarle
que yo no sabía escribir en francés. Que esa máquina escribía también en español.
Nada que hacer. Y terminé, no sé cómo, por aceptar mi papel de Cyrano de
Bergerac. Ahí aprendí que los tomates en el sur de Francia son las manzanas
del amor y la esposa se llama la patrona.
El éxito fue total. Y durante varios días recibí los encargos
más diversos. Desde cartas procaces hasta largas excusas burocráticas destinadas
al jefe de la fábrica o al capataz de alguna construcción. Y, por supuesto, las
postales de amor. Claro que, a esas alturas, ya no confiaban en mi inspiración
y me traían las misivas escritas a mano. La madre del cordero era la máquina de
escribir.
Había recuperado mi sitio bajo el sol. Y así pasaron los días absurdos y fraternos en torno a una mesa de ajedrez. Tan solo interrumpidos, pocas veces, por alguna
inyección o una visita a los laboratorios, instalado en mi silla de ruedas corno un
príncipe antiguo. ¡Ah, Broussailles! Tiempos del ocio impune, amado y protegido
igual que una mascota. Hasta que llegó la tarde inevitable en que me dieron de alta. Y, a pesar de mis llantos, fui arrojado a este mundo cruel.
El mío y el suyo, querido lector.
Antonio Cisneros
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