La primera vez que leí "Los Cachorros" pensé, por el inicio, que el autor se había equivocado. Sí, el autor, o sea, Vargas Llosa. Equivocado. Entiendan: yo era chibolo y cuando eres chibolo lo sabes todo (menos que el resto de tu vida será un largo desengaño). Así que sí, yo, convencido, me decía "esto está mal". ¿Pasar de la primera persona a la tercera en un mismo párrafo? ¿Qué #$%& es esta?
Todavía llevaban pantalón corto ese año, aún no fumábamos, entre todos los deportes preferían el fútbol y estábamos aprendiendo a correr olas.
Orgulloso de mi clarividencia ¿cómo es que nadie se había dado cuenta?) seguí leyendo. Y, claro, empecé a entender el truco. La historia (la tremenda historia) de Pichula Cuéllar, a quien un perro mordelón le cambió la vida, es contada por muchos narradores que se alternan pero, básicamente, por dos: 1) El clásico sabelotodo que, desde lejos, como un dios, ve todos los ángulos de la historia 2) Un imposible narrador coral, formado por las voces de los cuatro amigos del "chanconcito (pero no sobón)" protagonista, que se van turnando con el omnisciente para contarnos los secretos a voces (y los indecibles), de la historia.
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