Marguerite Yourcenar
Cuando Genghi el Resplandeciente, el mayor seductor que
jamás se vio en Asia, cumplió los cincuenta años, se dio cuenta de que era
forzoso empezar a morir. Su segunda mujer, Murasaki, la princesa Violeta, a
quien tanto había amado, pese a muchas infidelidades contradictorias, lo había
precedido por el camino que lleva a uno de esos Paraísos adonde van los muertos
que han adquirido algunos méritos en el transcurso de esta vida cambiante y difícil,
y Genghi se atormentaba por no poder recordar con exactitud su sonrisa, ni la
mueca que hacía cuando lloraba. Su tercera esposa, la Princesa
del-Palacio-del-Oeste, lo había engañado con un pariente joven, al igual que él
engañó a su padre, en los días de su juventud, con una emperatriz adolescente.
Volvía a representarse la misma obra en el teatro del mundo, pero él sabía que
esta vez sólo le tocaba hacer el papel de viejo, y prefería el de fantasma. Por
eso distribuyó sus bienes, dio pensiones a sus servidores y se dispuso a
terminar sus días en una ermita que había mandado construir en la ladera de la
montaña. Atravesó la ciudad por última vez, seguido tan sólo por dos o tres
adictos compañeros que no se resignaban a decirle adiós a su propia juventud.
Pese a ser hora temprana, algunas mujeres pegaban el rostro contra los listones
de las persianas. Comentaban en voz alta que Genghi era muy apuesto aún,lo que
demostró una vez más al príncipe que ya era hora de marcharse
Tardó tres días en llegar a la ermita situada en medio de un
paisaje fragoso. La casita se erguía al pie de un arce centenario; como era
otoño, las hojas de aquel hermoso árbol cubrían el techo de paja con techumbre
de oro. La vida en aquellas soledades resultó ser más sencilla y más dura
todavía de lo que había sido durante un largo exilio en el extranjero, que
Genghi tuvo que soportar allá en su juventud tempestuosa, y aquel hombre
refinado pudo gozar por fin a gusto del lujo supremo que consiste en prescindir
de todo. Pronto se anunciaron los primeros fríos; las laderas de la montaña se
cubrieron de nieve, como los amplios pliegues de esas vestiduras acolchadas que
se llevan en el invierno, y la niebla terminó por ahogar al sol. Desde el alba
al crepúsculo, a la débil luz de un escaso brasero, Genghi leía las Escrituras
y encontraba un sabor a los versículos austeros del que carecían, según él, los
patéticos versos de amor. Mas pronto advirtió que la vista se le debilitaba,
como si todas las lágrimas vertidas por sus frágiles amantes le hubieran
quemado los ojos, y se vio obligado a percatarse de que, para él, las tinieblas
empezarían antes de que llegara la muerte. De cuando en cuando, un correo
aterido de frío llegaba rengueando hasta él desde la capital, con los pies
hinchados de cansancio y de sabañones, y le presentaba respetuosamente unos mensajes
de parientes o de amigos que deseaban ir a visitarlo una vez más en este mundo,
antes de que llegara la hora de los encuentros infinitos e inciertos en el
otro. Pero Genghi temía inspirar a sus huéspedes respeto o compasión, dos
sentimientos que le horrorizaban y a los que prefería el olvido. Movía
tristemente la cabeza, y aquel príncipe —en otros tiempos famoso por su talento
de poeta y de calígrafo— enviaba al mensajero con una hoja de papel en blanco.
Poco a poco, las comunicaciones con la capital se fueron espaciando; el ciclo
de las fiestas estacionales continuaba girando lejos del príncipe que antaño
las dirigía con un movimiento de su abanico y Genghi, abandonándose sin pudor a
las tristezas de la soledad, empeoraba sin cesar la enfermedad de sus ojos,
pues ya no le daba vergüenza llorar.
Dos de sus antiguas amantes le habían propuesto compartir
con él su aislamiento lleno de recuerdos. Las cartas más tiernas provenían de
la Dama-del-pueblo-de-las-flores-que-caen: era una antigua concubina de no muy
alta cuna y de mediana belleza; había servido fielmente como dama de honor a
las demás esposas de Genghi y, durante dieciocho años, amó al príncipe sin
cansarse jamás de sufrir. Él le hacía visitas nocturnas de vez en cuando, y
aquellos encuentros, aunque escasos como las estrellas en la noche de lluvia,
habían bastado para iluminar la pobre vida de la Dama-del-pueblo-de-las
flores-que-caen. Al no hacerse ilusiones ni sobre su belleza, ni sobre su
talento, ni sobre la nobleza de su linaje, sólo la Dama entre tantas amantes
conservaba una dulce gratitud hacia Genghi, pues no le parecía natural que él
la hubiera amado.
Como sus cartas permanecían sin respuesta, alquiló un
modesto carruaje y subió a la cabaña del príncipe solitario. Empujó tímidamente
la puerta, hecha de un entramado de ramas; se arrodilló con una humilde
sonrisa, para disculparse por estar allí. Era la época en que Genghi aún
reconocía el rostro de sus visitantes cuando se acercaban mucho. Le invadió una
amarga rabia ante aquella mujer que despertaba en él los más punzantes
recuerdos de los días muertos, menos a causa de su propia presencia que por su
perfume, que todavía impregnaba sus mangas, perfume que habían llevado sus
difuntas mujeres. Ella le suplicó tristemente que la dejara quedarse al menos
como sirvienta. Implacable por primera vez, la echó de allí, mas ella había
conservado algunos amigos entre los pocos ancianos que se encargaban del
servicio del príncipe y éstos, en ocasiones, le comunicaban noticias suyas.
Cruel a su vez contra su costumbre, vigilaba desde lejos cómo progresaba la
ceguera de Genghi lo mismo que una mujer, impaciente por reunirse con su
amante, espera que caiga por completo la noche.
Cuando supo que estaba casi del todo ciego, se despojó de
sus vestiduras de ciudad y se puso un vestido corto y de tela basta, como los
que llevan las jóvenes aldeanas; trenzó su pelo a la manera de las campesinas y
cargó con un fardo de telas y cacharros de barro, como los que se venden en las
ferias de los pueblos. Vestida de aquel modo tan ridículo, pidió que la
llevaran al lugar donde vivía el exiliado voluntario, en compañía de los corzos
y de los pavos reales del bosque; hizo a pie la última parte del trayecto, para
que el barro y el cansancio le ayudaran a representar bien su papel. Las
lluvias tempranas de primavera caían del cielo sobre la blanda tierra, ahogando
las últimas luces del crepúsculo: era la hora en que Genghi, envuelto en su
estricto hábito de monje, se paseaba lentamente a lo largo del sendero del que
sus viejos servidores habían apartado cuidadosamente el menor guijarro, para
impedir que tropezara. Su rostro, como vacío, ausente, deslustrado por la
proximidad de la vejez, parecía un espejo emplomado donde antaño se reflejó la
belleza, y la Dama-del-pueblo-de-las-flores-que-caen no necesitó fingir para
ponerse a llorar.
Aquel rumor de sollozos femeninos hizo estremecerse a
Genghi, quien se orientó lentamente hacia el lado de donde procedían aquellas
lágrimas.
—¿Quién eres tú, mujer? —preguntó con inquietud.
—Soy Ukifine, la hija del granjero So Hei —dijo la Dama sin
olvidarse de adoptar un acento de pueblo—. Fui a la ciudad con mi madre para
comprar unas telas y unas cacerolas, pues me voy a casar para la próxima luna.
Me he perdido por los senderos de la montaña, y lloro porque me dan miedo los
jabalíes, los demonios, el deseo de los hombres y los fantasmas de los muertos.
—Estás empapada, jovencita —le dijo el príncipe poniéndole
la mano en el hombro.
Y en efecto, estaba calada hasta los huesos. El contacto de
aquella mano tan familiar la hizo estremecerse desde la punta de los cabellos
hasta los dedos de sus pies descalzos, pero Genghi supuso que tiritaba de frío.
—Ven a mi cabaña —dijo el príncipe con voz prometedora—.
Podrás calentarte en mi fuego, aunque hay en él menos carbón que cenizas.
La Dama lo siguió, poniendo gran cuidado en imitar los
andares torpes de las campesinas. Ambos se pusieron en cuclillas delante del
fuego, que estaba casi apagado. Genghi tendía sus manos hacia el calor, pero la
Dama disimulaba sus dedos, harto delicados para pertenecer a una muchacha del
campo.
—Estoy ciego —suspiró Genghi al cabo de un instante—. Puedes
quitarte sin ningún escrúpulo tus vestidos mojados, jovencita, y calentarte
desnuda delante de mi fuego.
La Dama se quitó dócilmente su traje de campesina. El fuego
ponía un color rosado en su esbelto cuerpo, que parecía tallado en el más
pálido ámbar. De repente, Genghi murmuró:
—Te he engañado, jovencita, pues aún no estoy completamente
ciego. Te adivino a través de una neblina que quizá no sea sino el halo de tu
propia belleza. Déjame poner la mano en tu brazo, que tiembla todavía.
Y así es como la Dama-del-pueblo-de-las-flores-que-caen
volvió a ser amante del príncipe Genghi, a quien había amado humildemente
durante más de dieciocho años. No se olvidó de imitar las lágrimas y las
timideces de una doncella en su primer amor. Su cuerpo se conservaba
asombrosamente joven, y la vista del príncipe era demasiado débil para
distinguir sus canas.
Cuando acabaron de acariciarse, la Dama se arrodilló ante el
príncipe y le dijo:
—Te he engañado, príncipe. Soy Ukifine, es verdad, la hija
del granjero So-Hei, mas no me perdí en la montaña; la fama del príncipe Genghi
se extendió hasta el pueblo y vine por mi propia voluntad, con el fin de
descubrir el amor entre tus brazos.
Genghi se levantó tambaleándose, como un pino que vacila,
sometido a los embates del invierno y del viento. Exclamó con voz sibilante:
—¡Caiga la desgracia sobre ti, que me traes el recuerdo de
mi primer enemigo, el apuesto príncipe de agudos ojos, cuya imagen me hace
estar despierto todas las noches!… Vete…
Y la Dama-del-pueblo-de-las-flores-que-caen se alejó, arrepentida
del error que acababa de cometer.
En las semanas que siguieron, Genghi permaneció solo, sufría
mucho. Se percataba con desaliento de que aún se hallaba a la merced de las
añagazas de este mundo y muy poco preparado para las renovaciones de la otra
vida. La visita de la hija del granjero So-Hei había despertado en él la
afición por las criaturas de estrechas muñecas, largos pechos cónicos y risa
patética y dócil. Desde que se estaba quedando ciego, el sentido del tacto era
su único medio de comunicación con la belleza del mundo, y los paisajes en
donde había venido a refugiarse no le dispensaban ya ningún consuelo, pues el
ruido de un arroyo es más monótono que la voz de una mujer, y las curvas de las
colinas o los jirones de las nubes están hechos para los que ven, y además se
hallan harto lejos de nosotros para dejarse acariciar.
Dos meses más tarde, la
Dama-del-pueblo-de-las-flores-que-caen hizo una segunda tentativa. Esta vez se
vistió y perfumó con cuidado, pero puso atención en que el corte de sus
vestidos fuera algo raquítico y poco atrevido en su misma elegancia, y que el
perfume, discreto pero banal, sugiriese la falta de imaginación de una joven
que procede de una honorable familia de provincias, y que nunca vio la corte.
En aquella ocasión alquiló unos portadores y una silla
imponente, aunque careciese de los últimos perfeccionamientos de las de la
ciudad. Se las arregló para no llegar a los alrededores de la cabaña de Genghi
hasta que no fuera noche cerrada. El verano se le había adelantado por la
montaña. Genghi, sentado al pie del arce, oía cantar a los grillos. Se acercó a
él ocultando a medias su rostro detrás de un abanico y murmuró confusa:
—Soy Chujo, la mujer de Sukazu, un noble de séptima fila de
la provincia de Yamato. Me dirijo en peregrinación al templo de Isé, pero uno
de mis portadores acaba de torcerse el tobillo y no puedo continuar mi camino
hasta que llegue la aurora. Indícame una cabaña donde yo pueda alojarme sin
temor a las calumnias, para que mis siervos puedan descansar.
—¿Y dónde puede hallarse más resguardada una mujer de las
calumnias que en casa de un anciano ciego? —dijo amargamente el príncipe—. Mi
cabaña es demasiado pequeña para que quepan en ella tus servidores, pero pueden
instalarse debajo de este árbol. Yo te cederé a ti el único colchón de mi
refugio.
Se levantó a tientas para mostrarle el camino. Ni una vez
había levantado la mirada hacia ella, y por esta señal la Dama comprendió que
se había quedado completamente ciego.
Cuando ella se hubo tendido en el colchón de hojas secas,
Genghi volvió a ocupar melancólico su puesto en el umbral de la cabaña. Estaba
triste y ni siquiera sabía si aquella mujer era hermosa.
La noche era cálida y clara. La luna ponía su reflejo en el
rostro alzado del ciego, que parecía esculpido en jade blanco. Al cabo de un
buen rato, la Dama abandonó su rústico lecho y fue a sentarse a su vez a la
puerta. Dijo con un suspiro:
—La noche es hermosa y no tengo sueño. Permíteme que cante
una de las canciones que llenan mi corazón.
Y sin esperar la respuesta cantó una romanza que le gustaba
mucho al príncipe, por haberla oído antaño muchas veces en labios de su mujer
preferida, la princesa Violeta. Genghi, turbado, se acercó insensiblemente a la
desconocida.
—¿De dónde vienes, mujer, que sabes unas canciones que
gustaban en tiempos de mi juventud? Arpa donde florecen tonadas de otros
tiempos, déjame pasear la mano por tus cuerdas.
Y le acarició los cabellos. Tras un instante, preguntó:
—¡Ay! ¿No es tu marido más joven y más apuesto que yo,
muchacha del país de Yamato?
—Mi marido es menos guapo y parece menos joven —respondió
sencillamente la Dama-delpueblo-de-las-flores-que-caen.
Y de este modo, la Dama fue, bajo un nuevo disfraz, la
amante del príncipe Genghi, al que antaño había pertenecido. Por la mañana, le
ayudó a preparar una papilla caliente y el príncipe Genghi le dijo:
—Eres hábil y tierna, mujer, y no creo que ni siquiera el príncipe
Genghi, que tan afortunado fue en amores, tuviera una amiga más dulce que tú.
—Nunca oí hablar del príncipe Genghi —dijo la Dama moviendo
la cabeza.
—¿Cómo? —exclamó amargamente Genghi—. ¿Tan pronto lo han
olvidado?
Y permaneció sombrío durante todo el día. La Dama comprendió
entonces que acababa de equivocarse por segunda vez, pero Genghi no habló de
echarla y parecía feliz al escuchar el roce de su vestido de seda en la hierba.
Llegó el otoño, y convirtió a los árboles de la montaña en
otras tantas hadas vestidas de púrpura y oro, aunque destinadas a morir en
cuanto llegaran los primeros fríos. La Dama le describía a Genghi todos
aquellos pardos grises, castaños dorados, marrones malvas, poniendo gran
cuidado en no hacer alusión a ello sino como por casualidad, y evitando siempre
parecer que le ayudaba demasiado ostensiblemente. Sorprendía y encantaba a
Genghi inventando ingeniosos collares de flores, platos refinados a fuerza de
sencillez, letras nuevas adaptadas a viejas músicas conmovedoras y lastimeras.
Ya había hecho alarde de estos mismos talentos en su pabellón de quinta
concubina, en donde Genghi la visitaba antaño, pero éste, distraído por otros
amores, no se había dado cuenta.
A finales de otoño subieron las fiebres de los pantanos. Los
insectos pululaban en el aire infectado, y cada vez que se respiraba era como
si se bebiera un sorbo de agua en una fuente envenenada.
Genghi cayó enfermo y se acostó en su lecho de hojas muertas
comprendiendo que no tornaría a levantarse. Se avergonzaba ante la Dama de su
debilidad y de los humildes cuidados a los que la obligaba su enfermedad, mas
aquel hombre, que durante toda su vida había buscado en cada experiencia lo que
tenía a la vez de más insólito y de más desgarrador, no podía por menos de
gozar con lo que aquella nueva y miserable intimidad añadía a las estrechas
dulzuras del amor entre dos seres.
Una mañana en que la Dama le daba masaje en las piernas,
Genghi se incorporó apoyándose en el codo y, buscando a tientas las manos de la
Dama, murmuró
—Mujer que cuidas al que va a morir, te he engañado. Soy el
príncipe Genghi.
—Cuando vine hacia ti no era más que una ignorante
provinciana —dijo la Dama—, y no sabía quién era el príncipe Genghi. Ahora sé
que ha sido el más hermoso y el más deseado de todos los hombres, pero tú no
tienes necesidad de ser el príncipe Genghi para ser amado.
Genghi le dio las gracias con una sonrisa. Desde que
callaban sus ojos, parecía como si su mirada se moviera en sus labios.
—Voy a morir —profirió trabajosamente—. No me quejo de una
suerte que comparto con las flores, con los insectos y con los astros. En un
universo en donde todo pasa como un sueño, sentiría remordimientos de durar
para siempre. No me quejo de que las cosas, los seres, los corazones sean
perecederos, puesto que parte de su belleza se compone de esta desventura. Lo
que me aflige es que sean únicos. Antaño, la certidumbre de obtener en cada
instante de mi vida una revelación que no se renovaría nunca constituía lo más
claro de mis secretos placeres: ahora muero confuso como un privilegiado que ha
sido el único en asistir a una fiesta que se dará sólo una vez. Queridos
objetos, no tenéis por testigo sino a un ciego que muere… Otras mujeres
florecerán, igual de sonrientes que aquellas que yo amé, mas su sonrisa será
diferente, y el lunar que me apasiona se habrá desplazado en su mejilla de
ámbar la distancia de un átomo. Otros corazones se romperán bajo el peso de un insoportable
amor, mas sus lágrimas no serán nuestras lágrimas. Unas manos húmedas de deseo
continuarán juntándose bajo los almendros en flor, pero la misma lluvia de
pétalos nunca se deshoja dos veces sobre la misma ventura humana. ¡Ay! Me
siento igual que un hombre arrastrado por una inundación y que quisiera hallar
al menos un rinconcito de tierra seca donde depositar unas cuantas cartas
amarillentas y algunos abanicos de marchitos colores… ¿Qué será de ti cuando yo
ya no exista para enternecerme al recrearte, Recuerdo de la Princesa Azul, mi
primera mujer, en cuyo amor no creí hasta el día siguiente a su muerte? ¿Y de
ti, Recuerdo desolado de la Dama-delpabellón-de-las-campanillas, que murió en
mis brazos porque una rival celosa se había empeñado en ser la única en amarme?
¿Y de vosotros, Recuerdos insidiosos de mi hermosísima madrastra y de mi
jovencísima esposa, que se encargaron de enseñarme alternativamente lo que se
sufre siendo el cómplice o la víctima de una infidelidad? ¿Y de ti, Recuerdo
sutil de la Dama Cigarra-del-jardín, que me esquivó por pudor, de suerte que
tuve que consolarme con su joven hermano, cuyo rostro infantil reflejaba
algunos rasgos de aquella tímida sonrisa de mujer? ¿Y de ti querido Recuerdo de
la Dama-de-la-larga-noche, que fue tan dulce y que consintió en ser la tercera
tanto en mi casa como en mi corazón? ¿Y de ti, pequeño Recuerdo pastoral de la
hija del granjero So-Hei, que no amaba de mí más que mi pasado? ¿Y de ti, sobre
todo, Recuerdo delicioso de la pequeña Chujo que en estos momentos me da masaje
en los pies, y que no tendrá tiempo de convertirse en recuerdo? Chujo, a quien
yo hubiera deseado encontrar antes en mi vida, aunque también sea justo
reservar alguna fruta para finales de otoño…
Embriagado de tristeza, dejó caer su cabeza en la dura
almohada. La Dama-del-pueblo-de-lasflores-que-caen se inclinó sobre él y
murmuró temblorosa:
—¿Y no había en tu palacio otra mujer, cuyo nombre no has
pronunciado? ¿No era acaso dulce? ¿No se llamaba la Dama-del-pueblo-de-las-flores-que-caen?
Ay, recuerda…
Pero las facciones del príncipe habían adquirido ya esa
serenidad reservada tan sólo a los muertos. El fin de todos los dolores había
borrado de su rostro toda huella de saciedad o de amargura, y parecía haberle
persuadido de que aún tenía dieciocho años. La
Dama-del-pueblode-las-flores-que-caen se echó al suelo gritando, olvidando todo
recato. Las lágrimas, saladas, arrasaban sus mejillas como una lluvia de
tormenta y sus cabellos arrancados volaban por el aire como borra de seda. El
único nombre que Genghi había olvidado era precisamente el suyo.
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