Nunca me gustaron las fotografías tamaño carné. Desde pequeño
salía más feo que Quasimodo. De acuerdo, reconozco que soy poco agraciado pero
digamos, que las fotos, flaco favor me hacían. Por más que mi mamá se esmerara
en lavarme la cara, peinarme con gotitas de limón o corregirme al momento de la
fotografía (“Levanta la cara”, “Abre más los ojos”, “Inclínate un poquito a la
derecha”), nada de eso funcionaba, sentía que en cada disparo del flash me iba
desfigurando como el retrato de Dorian Gray.
Por eso, para mí fue un castigo sacado de la santa
inquisición, cuando los negocios empezaron a regalar por cada media docena de
fotos, una instantánea grande, artística decían, con pose de medio lado y mano
en la barbilla. Eso significaba una sola cosa, ampliar mi vergüenza, mis
defectos, mi degradación extrema.
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