Por: Jorge Luis Borges.
El historiador Snorri Sturluson, que en su intrincada vida hizo tantas
cosas, compiló a principios del siglo XIII un glosario de las figuras
tradicionales de la poesía de Islandia en el que se lee, por ejemplo,
que gaviota del odio, halcón de la sangre, cisne sangriento o cisne
rojo, significan el cuervo; y techo de la ballena o cadena de las islas,
el mar; y casa de los dientes, la boca. Entretejidas en el verso y
llevadas por él, estas metáforas deparan (o depararon) un asombro
agradable; luego sentimos que no hay una emoción que las justifique y
las juzgamos laboriosas e inútiles. He comprobado que igual cosa ocurre
con las figuras del simbolismo y del marinismo.
De "frialdad íntima" y de "poco ingeniosa ingeniosidad" pudo acusar
Benedetto Croce a los poetas y oradores barrocos del siglo XVII; en las
perífrasis recogidas por Snorri veo algo así como la reductio ad absurdum
de cualquier propósito de elaborar metáforas nuevas. Lugones o
Baudelaire, he sospechado, no fracasaron menos que los poetas cortesanos
de Islandia.
En el libro tercero de la Retórica, Aristóteles observó que toda
metáfora surge de la intuición de una analogía entre cosas disímiles;
Middleton Murry exige que la analogía sea real y que hasta entonces no
haya sido notada (Countries of the Mind, II, 4) Aristóteles, como
se ve, funda la metáfora sobre las cosas y no sobre el lenguaje; los
tropos conservados por Snorri son (o parecen) resultados de un proceso
mental, que no percibe analogías sino que combina palabras; alguno puede
impresionar (cisne rojo, halcón de la sangre), pero nada revelan o
comunican. Son, para de alguna manera decirlo, objetos verbales, puros e
independientes como un cristal o como un anillo de plata. Parejamente,
el gramático Licofronte llamó león de la triple noche al dios Hércules
porque la noche en que fue engendrado por Zeus duró como tres; la frase
es memorable, allende la interpretación de los glosadores, pero no
ejerce la función que prescribe Aristóteles. [1]
En el I King, uno de los nombres del universo es los Diez Mil
Seres. Hará treinta años, mi generación se maravilló de que los poetas
desdeñaran las muchas combinaciones de que esa colección es capaz y
maniáticamente se limitaran a unos pocos grupos famosos: las estrellas y
los ojos, la mujer y la flor, el tiempo y el agua, la vejez y el
atardecer, el sueño y la muerte. Enunciados o despojados así, estos
grupos son meras trivialidades, pero veamos algunos ejemplos concretos.
En el Antiguo Testamento se lee (I Reyes 2:10): Y David durmió con sus padres, y fue enterrado en la ciudad de David. En los naufragios, al hundirse la nave, los marineros del Danubio rezaban: Duermo; luego vuelvo a remar [2]. Hermano de la Muerte dijo del Sueño, Homero, en la Ilíada; de esta hermandad diversos monumentos funerarios son testimonio, según Lessing. Mono de la muerte (Affe des Todes) le dijo Wilhelm Klemm, que escribió asimismo: La muerte es la primera noche tranquila. Antes, Heine había escrito: La muerte es la noche fresca; la vida, el día tormentoso... Sueño de la tierra le dijo a la muerte, Vigny; viejo sillón de hamaca (old rocking-chair)
le dicen en los blues a la muerte: ésta viene a ser el último sueño, la
última siesta, de los negros. Schopenhauer, en su obra, repite la
ecuación muerte-sueño; básteme copiar estas líneas: Lo que el sueño es para el individuo, es para la especie la muerte (Welt als Wille, II, 41). El lector ya habrá recordado las palabras de Hamlet: Morir, dormir, tal vez soñar,
y su temor de que sean atroces los sueños del sueño de la muerte.
Equiparar mujeres a flores es otra eternidad o trivialidad; he aquí
algunos ejemplos. Yo soy la rosa de Sarón y el lirio de los valles, dice en el Cantar de los Cantares la sulamita. En la historia de Math, que es la cuarta "rama" de los Mabinogion
de Gales, un príncipe requiere una mujer que no sea de este mundo, y un
hechicero, "por medio de conjuros y de ilusión, la hace con las flores
del roble y con las flores de la retama y con las flores de la ulmaria".
En la quinta "aventura" del Nibelungenlied, Sigfrid ve a
Kriemhild, para siempre, y lo primero que nos dice es que su tez brilla
con el color de las rosas. Ariosto, inspirado por Catulo, compara la
doncella a una flor secreta (Orlando, I, 42); en el jardín de Armida, un pájaro de pico purpúreo exhorta a los amantes a no dejar que esa flor se marchite. (Gerusalemme,
XVI, 13-15). A fines del siglo XVI, Malherbe quiere consolar a un amigo
de la muerte de su hija y en su consuelo están las famosas palabras: Et, rose, elle a vécu ce que vivent les roses. Shakespeare,
en un jardín, admira el hondo bermellón de las rosas y la blancura de
los lirios, pero estas galas no son, para él, sino sombras de su amor
que está ausente (Sonnets, XCVIII). Dios, haciendo rosas, hizo mi cara,
dice la reina de Samotracia en una página de Swinburne. Este censo
podría no tener fin [3]; básteme recordar aquella escena de Weir of Hermiston
—el último libro de Stevenson— en que el héroe quiere saber si en
Cristina hay un alma "o si no es otra cosa que un animal del color de
las flores".
Diez ejemplos del primer grupo y nueve del segundo he juntado; a veces
la unidad esencial es menos aparente que los rasgos diferenciales.
¿Quién, a priori, sospecharía que "sillón de hamaca" y "David durmió con
sus padres" proceden de una misma raíz?
El primer monumento de las literaturas occidentales, la llíada,
fue compuesto hará tres mil años; es verosímil conjeturar que en ese
enorme plazo todas las afinidades íntimas, necesarias (ensueño-vida,
sueño-muerte, ríos y vidas que trascurren, etcétera), fueron advertidas y
escritas alguna vez. Ello no significa, naturalmente, que se haya
agotado el número de metáforas; los modos de indicar o insinuar estas
secretas simpatías de los conceptos resultan, de hecho, ilimitados. Su
virtud o flaqueza está en las palabras, el curioso verso en que Dante (Purgatorio,
I, 13), para definir el cielo oriental invoca una piedra oriental, una
piedra límpida en cuyo nombre está, por venturoso azar, el Oriente: Dolce color d'oriental zaffiro es, más allá de cualquier duda, admirable; no así el de Góngora (Soledad, I, 6): En campos de zafiros pace estrellas que es, si no me equivoco, una mera grosería, un mero énfasis [4].
Algún día se escribirá la historia de la metáfora y sabremos la verdad y el error que estas conjeturas encierran.
Notas
1) Digo lo mismo de "águila de tres alas", que es nombre metafórico de la flecha, en la literatura persa (Browne: A Literary History of Persia, III, 262).
2) También se guarda la plegaria final de los marineros fenicios: "Madre de Cartago, devuelvo el remo". A juzgar por monedas del siglo II antes de Jesucristo, debemos entender Sidón por Madre de Cartago.
3) También está con delicadeza la imagen en los famosos versos de Milton ( P. L. IV, 268-271) sobre el rapto de Proserpina, y son éstos de Darío:
Mas a pesar del tiempo terco,
mi sed de amor no tiene fin;
con el cabello gris me acerco
a los rosales del jardín.
con el cabello gris me acerco
a los rosales del jardín.
4) Ambos versos derivan de la Escritura, "Y vieron al Dios de Israel; y había debajo de sus pies como un embaldosado de zafiro, semejante al cielo cuando está sereno". (Éxodo, 24; 10.)
Jorge Luis Borges, 1952. Tomado del volumen de ensayos "Historia de la Eternidad".
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